GUILLERMO LOMBARDÍA (1952-2007): Mi Marilyn

Mi Marilyn


I

Desde un balcón sin mar aquí en Copacabana
-apenas verdecido por sus manos-
pueden verse las casas más altas del morro Cantagalo
ruidosas de pagode, domingos y feriados;
el cielo fluminense, nunca igual a sí mismo;
los fondos de una mansión carioca de otros tiempos
y cientos de janelas.
En todas ellas puedo leer novelas ejemplares:
cada pequeña vida es la historia del mundo en miniatura.
Pero, antes que nada, en primer plano,
un muro despintado hace las veces de pantalla
sobre la cual el proyector viajero de mis neuronas doidas
imprime las imágenes de un romance inconcluso.
Marisa Monte canta “Chocolate” a mi derecha
y describe la ironía de los años:
aquel cara careta,
a punto de subirse a su cincuentenario,
escribe ahora en el espacio entre las letras
que, según ella, le deja la maconha en el cerebro.


II

Ella de espaldas, cambiándose la blusa,
desvistiendo el tesoro de sus hombros de pájaro,
la curvada columna,
el perfil embriagante de sus pechos,
la nuca prodigiosa sobre la que mis dedos
tocarán algún día el concierto en mi bemol de la lujuria,
me promete en silencio, cerca del aeropuerto,
un exilio dichoso y un puñal placentero
que se hundirá en mi carne hasta besar mis huesos.


III

La guerrillera que duerme a la intemperie
con su mochila leve junto a los pies pequeños y ultrajados,
insolente, altanera, erguida, desafiante,
indócil, imprudente, desmedida, soberbia;
la nadadora contra la corriente,
con sus cabellos de mutantes colores
y esas manos nacidas para empuñar las armas,
se sube al escenario para ser violada
y entre
mostrar los magullones de su almita
tan frágil, ella, detrás de sus trincheras irredentas.


IV

Ella en las tardes de diagonal ochenta,
en un acuario entonces clandestino,
narrando con la gracia de un juglar
el prólogo, la prehistoria que la trajo hasta mí,
no por acaso sino por designio,
del modo en que la vida urde la trama.
Su risa, su risa inolvidable, bailando con la mía
sobre la pista que dibujan en el aire con aroma a café
las cicatrices de dos corazones
que se reencuentran después de un cautiverio
que duró lo que miden varias generaciones.


V

La princesita primogénita de Pringles,
el capricho dilecto de aquel conservador
que se bebió la vida demasiado de prisa.
La heredera del trono
obligada de pronto a asumir un mandato,
a dejar sus muñecas, sus músicas, sus ensueños románticos,
su breve adolescencia,
para enterrar el cuerpo de su padre y cuidar de la tribu,
se entibia ahora en la tarde platense
a la sombra de un árbol centenario,
frente a las fauces de las fuerzas del orden,
y se abre para mí,
para el ansia deseosa de mi lengua
que penetra su boca misteriosa
donde los jugos más sabrosos de la tierra se mixturan.

Se desarma, se desviste, se descalza,
se relaja, se expande, se olvida, se acurruca,
y, después de ese beso interminable,
sus ojos y sus manos, en un lento alejarse,
dibujan la promesa del paraíso eterno.


VI

Escribo ahora desde la tarde diáfana,
bebiendo agua de coco,
sentado en las ondas blanquinegras del calzadón de Copa.
El sol arde en los cuerpos encremados y en la arena
pero el mar está frío, turbulento, ceniza,
Olor a peixe frito, a camarón,
a choclo, a pororó, a sudor penetrante,
a limón, a alho-oleo, a yerbita, a café.
(Mi expreso cotidiano se enfría inexorable
mientras busco palabras como piedras preciosas).
Miro a lo lejos y contemplo el fuerte
detrás del cual la piedra de Arpoador
sostiene la sonrisa de Amy Irving
que se arroja a las aguas encrespadas
para cruzar a nado hasta Leblón y el morro Vidigal.
Otra vez Marisa Monte me distrae:
“Deixa eu dizer que te amo
Deixa eu pensar en vocé
Isso me acalma me acolhe a alma
Isso me ajuda a viver”.
¿Me hospeda el alma?, ¿me guarece el alma?, ¿me la alberga?
Tan solo ella podría decidirlo
desde mi corazón y mi silencio.


VII

En albergues o automóviles franceses
que se mecen al ritmo de la carne caliente,
de pie en una cocina que se pinta de rojo,
en lo hondo del bosque o camino del río,
en la afiebrada cama que alza vuelo en la casa materna,
ella y yo repetimos la antigua ceremonia
como dos animales fabulosos
que se incendian olvidados del mundo,
como fieras sedientas que se beben el agua salina de los cuerpos,
como reptiles que se quedan sin aire en el abrazo,
como bestias que se huelen despacio
y se emborrachan con el olor del otro,
como una nueva especie que se gesta de pronto
desde la comunión sagrada de dos seres.
¿Es un reencuentro, entonces, después de un cautiverio?
¿Es una antigua cita entre dos almas
que fueron separadas hace siglos?


VIII

Una excursión al corazón secreto del placer
en el invierno marplatense
(...ay ciudad del verano que nunca me embelsa
como cuando el frío la enjoya de glamour...)
para arder sin testigos, sin tiempo, sin intrusos,
y escalar hasta la cima de la entrega.
“¿Lo querías? Es tuyo...”
me dice, me grita, me susurra,
y me voy mansamente,
me exilio de mi cuerpo para entrar en el éxtasis del aire.


IX

Y hablar hasta que el sueño vence.
Inventar un dialecto privadísimo
para nombrar las cosas y los seres
como si fuera la primera vez.
Enumerar heridas invisibles.
Sentir la mano tibia del amante sobre la carne viva.
Apagar las distancias a obstinada negación del silencio.
Matar la soledad.


X

No hay nada como verla en trance
frente al brillo nocturno de mis ojos azules
cuando la observo caminar por la arena
buscando la escollera donde rompen las olas
y se bate la espuma.
Nada como mirarla prender un cigarrillo
como si fuera Marilyn
y musitar con su aire de muñeca lujosa:
“si vamos a beber, que sea champagne...”.
Ese gesto de reina destronada que recuerda su estirpe
apenas con los párpados, los pómulos,
o un leve movimiento
de los labios que clausura el pasado.
Esa manera suya
de hurgar en las vidrieras de todos los mercados de la tierra
y elegir indefectiblemente la piedra más preciada
como un diamante puro entre los desperdicios.
La gentil elegancia con que ilumina el mundo cuando pasa.
Ella que ensaya ahora su primera verónica galante.
Deja que el toro embravecido se acerque hasta su cerco áureo,
alimenta la hoguera en que su sangre hierve,
y, en el instante exacto,
desplaza el manto rojo del deseo
con su gracia torera y su cintura experta.
“Querido: la fiesta ha terminado.
El juego ha sido hermoso
y mis pechos recordarán el hambre de tu boca.
Los huecos de mi cuerpo que tus manos enormes descubrieron
guardarán el aroma de estos días para siempre.
Pero hasta aquí llegamos.
No puedo ya pensarte en otra cama
ni imaginar la forma en que otra piel se roza con la tuya.
¿Soy egoísta, posesiva, loca, terrorista?
Pues bien: esa soy yo, me tomas o me dejas”.


XI

Qué ganas de lloraren esta tarde gris.
En su repiquetearla lluvia habla de ti.
Hay días en los que sólo un tango triste se acomoda en el alma
por más que la ciudad maravillosa nos invite
a estallar en la fiesta.
En los botiquines de los morros
rolan cerveza y reina a discreción.
Miles de dedos batuquean en las ruedas de samba.
Las cabrochas alegres prueban sus fantasías.
Las pasistas ensayan su penúltima acrobacia.
La Navidad se anuncia en los barracos.
En el teatro flotante que navega
de Río a Niteroi,
un elenco de jóvenes actores representa una tragedia griega:
“el amor es invencible en las batallas”, dijo Sófocles.
En prosa y verso aturden las conversas en los bares
de la travessa dos poetas frente al Municipal.
Hay baile de salón en el Cordao da Bola Preta.
Y Beth Carvallo homenajea a Nelson Cavalquinho
en un sótano todo en verde y rosa.
Pero yo sólo escucho un bandoneón
sombrío en mis arterias
y recuerdo una estrofa de Noel:
“Quando eu morrer,
nao quero choro nem vela,
quero una fita amarela
gravada con o nome de ela”.


XII

Se sienta frente a frente con la otra
y anuncia que la batalla ha comenzado,
con la hidalguía de los viejos guerreros que eluden
la deshonra del ataque a traición.
“Amo a ese hombre y pelearé por él”
argumenta con la sencilla lógica de su sangre italiana.
Nunca una gladiadora de su altura
salió a la arena con armas más hermosas.
Jamás brilló una espada con tanta transparencia
ni se oyó en el Olimpo una historia más bella.


XIII

Allí está ella ahora con su melena de oro
caminando a mi lado por la Plaza Moreno fascinada
por los tanguitos reos que le canto
y que la llevan sin escala a la infancia,
a su niñez del sur, a la casa paterna,
al edén que duerme en su memoria.
Allí estará ella eternamente:
en la lágrima-perla que rueda por su rostro
cuando lee el retrato de Maú
y siente que por fin
alguien consigue atravesar la linea Maginot,
correr el velo que oculta su tesoro,
comprender su miedo atroz a la locura
y acariciar sonriendo su dolor ancestral.


XIV

Ella se llama ahora con un nombre secreto
y resplandece como una marquesina en el desierto.
Un nombre agudo, brillante, estilizado,
cuyo filo atraviesa la yugular del sueño.
La busco en las guaridas más altas de la noche.
La persigo como a un ciervo que huye.
La estudio en sus mil y una maneras de jugar en el mundo.
La leo como a un mapa de las islas perdidas,
como a una enciclopedia del alma femenina.
Quiero fijar esas proteicas formas
en imágenes claras, en retratos certeros,
pero incesantemente se me escapa.
La nombro entonces con el puñal de las tres letras
para tenerla para siempre en mi piel.


XV

Ella, como artesana que pule las facetas del cristal,
cincela mis aristas sobre la piedra en bruto.
Se ríe a carcajadas de mis contradicciones.
Se enternece cuando asoma la criatura
desde las fauces mismas de la bestia.
Se rebela con furia cuando niego la verdad evidente.
Se desvela en las nochespor mi respiración entrecortada.


XVI

Desde el Santos Dumont,
en el margen carioca de la bahía de Guanabara,
mi avión decola en dirección al sur,
se inclina a la derecha para decirle adiós
a los veleros en Marina da Gloria,
y describe una curva en semicírculo
igual a la que forma el mar sobre la playa,
la línea de edificios paralela a la avanzada de los morros,
y las luces que se encienden y se apagan.
Así vió Caetano lo que ella llama ahora “esa ciudad maldita”.
Así la veo hoy:como una gargantilla de brillantes
que se ciñe sobre el cuello marino,
como una ofrenda que los vastos suburbios le hacen a Yemanyá,
como una inmensa tela surreal en la que estallan
los colores de la vida y de la muerte.
Ahora que llueven sobre mílos helados aceros de la ausencia,
quisiera, como madame Satá,
un cuerpo inexpugnable y un alma guarnecida.


XVII

Ella ahora en el faro que divide los mares,
piedra de Mascaró, arena gruesa
donde los pescadores limpian su cosecha,
cielo de La Paloma, bosquecito,
espumoso cortado de la tarde,
y ese quincho uruguayo que soñamos para nuestro refugio.
La intrépida tigresa
que oye rugir al ogro destemplado,
que ve los ojos rojos de la bestia
cuando el azar se niega y el marfil escapa de sus manos,
acaricia en la noche la enfebrecida frente del amado.


XVIII

Y antes, y después, Montevideo.
La ciudad junto a un mar que no lo es,
y sin embargo sí,
cuando pardos y negros descienden del suburbio
para homenajear a Yemanyá
cuya estatua pintada de celeste
lleva la firma de un verso de Molina.
Frente a Playa Ramirez,
junto al Parque Rodó,
en la ventana del antiguo hotel,
ella y yo abrazados para siempre
guardando ese paisaje en la memoria de un amor insensato.


XIX

Ella se pierde por las transversales de Tristán Narvaja
excitada como una muchacha entre las chucherías.
Su paraíso es una feria interminable
con tesoros secretos escondidos en las tiendas más simples.
Después la ciudad vieja, gardeliana,
la de Isidore Ducasse, la de Delmira,
la de Figari y Onetti y Felisberto,
y por fin el Mercado,
con sus papas al plomo, sus pamplonas,
su bullicio de tambores y guitarras,
sus sobremesas cargadas de candombe
y el medio y medio que se sube a sus ojos con un brillo
que atraviesa como un dardo mi alma.


XX

¡Ay Río de la Plata,
melancólica cuenca que me nombra su nombre
en las amplias ventanas de Pocitos,
en los cañones sobre el empedrado
que custodian la entrada a la Colonia,
en las glorietas de Costanera Sur,
en la selva final de Punta Lara,
en el vapor que une las dos orillas,
en los veleros que dibujan sus sueños sobre las aguas grises!


XXI

Mañana, allá en el sur, me aguardará la Patria.
La tierrita querida devastada,
sumergida, exangüe, recorrida de una punta a la otra
por los cuatro jinetes tenebrosos.
¿Podré ver con mis ojos
la llegada de la hora de los justosa ese confín del mundo dónde canta el zorzal
y la tarde se inclina entre sollozos?
Sólo sé que mañana me esperarán mis hijos,
las estrellas más claras de ese cielo argentino,
mi madre, mis hermanos de sangre y elección,
los valsecitos criollos,
las guitarras que lloran en la noche,
la leña ardiendo en el fogón del fondo,
el roble, la magnolia, el rosal, la glicina,
la azalea, el aromo, las palmeras,
el limonero en flor,
los trapos rojos ondeando en la visera
(orgullo nacional que será siempre)
y las calles porteñas,
callecitas pobladas de poesía,
donde lloré una tarde el primer desengaño.



XXII

Ella temblando ahora de frente al Malecón,
en los jardines del Hotel Nacional,
mecida por los sones de unas lágrimas negras,
escultura de un sueño caribeño
que se desmaya por los callejones de La Habana vieja.
Un bolero romántico, meloso,
nos envuelve de amor allá en la Bodeguita
y el daiquiri del gigante suicida
nos calienta la sangre entre luces de vela.
Y esa niña habanera
que nos sigue por las calles del Vedado
hasta hacer florecer en sus entrañas
la semilla de la madre universal.


XXIII

No encuentra ella manera de evitar
la descarada seducción que desparrama
de solo presentarse frente al mundo
erguida, libre, leve,
plantada en su dos pies,
con ese aura de princesa encantada.
El perfume a batalla sin respiros
que nace de la unión de sus aromas exquisitos
baila a su alrededor
y despierta pasiones encendidas.
Ella, almita en celo
que agita con sus ojos las uvas del deseo,
cocina a fuego lento la cena del amor
y se viste de fiesta para la ceremonia.
Amazona sublime
que cabalga mezclando sus sudores con los de su corcel
y gobierna la danza de los cuerpos rendidos
hasta estallar en el aullido mutuo
y tatuar en la piel de nuestras soledades
un verso para la eternidad.


XXIV

Ahora estoy viajando por los verdes
que rodean a la casa amarilla.
Escucho los sonidos del viento en el ramaje
o en cañas y metales y cristales
que ella supo ubicar para las siestas
bajo ese toldo espeso de glicinas
(mi lugar en el mundo).
Fumo con parsimonia un parisién.
Y espero que suene ese teléfono.
¡Qué bien vendría un matecito amargo para entibiar la tarde!
La busco en vano en sus lugares predilectos
y ella juega a aparecer junto a las cosas:
en una librería de París con el Corto Maltés,
en los manjares de la Zi Teresa en el puerto de Nápoles,
entre los papagayos caribeños
y granadinas castañuelas gitanas
que guardan el rumor del Sacromonte,
en los proverbios en dialecto de Sicilia
y en el orden secreto que reina en los objetos.
Los perros, echados a la sombra,
parecen aguardar sus manos tibias.
Cobra coral
(meu extraño amor)
está cantando para mí desde tan lejos,
pero tan claramente
como esos coros cadenciosos que ondean
sobre las playas limpias de la vida.
Todo lo que fue y será
se mece mansamente en el aire
denso como la historia de este romance antigüo.


XXV

Ahora que me alcanza la luz crepuscular
y un impiadoso invierno muerde el alma
una tras otra se me imponen
las instantáneas de su gracia infinita:
allí está ella bailando junto al Támesis,
empapada de amor en Pêre Lachaise,
muñeca brava en las alturas célticas,
chula en Granada, rebelde en Cataluña,
sultana de la Alhambra,
misteriosa pasajera veneciana,
madama en lupanares de Pompeya,
y diosa del Olimpo en Taormina.


XXVI

Y después el Arraial bahiano
exhuberante edén donde la reina de los mares
la convocó para borrar con lágrimas
tantas horas de ficción o desencanto
y mostrarle en el espejo de las aguas
su belleza esencial
de criatura criolla,
de princesa plebeya iluminada.
En terrazas floridas que se asomana esos arrecifes tropicales
la luna roja regó nuestro reencuentro.
Pasajera de nieve que me hechizó
una noche en los mandalas
para que el niño que llevo se extasiara
con la coreagrafía de los astros
bajo el cielo más cielo que haya visto.


XXVII

Tocamos con los dedos la locura
en la esquina del mundo.
Un viaje sin escalas hacia lo más oscuro
en el que se quedaron pedazos de nosotros.
Pero también llegamos a puertos imposibles
como esa madrugada en Río da Barra
cuando ella fue testigo silencioso
de mi conversación con las estrellas.
Y comprendimos definitivamente
la antiquísima estirpe de este amor
que perdura en la historia
como una melodía inolvidable.

XXVIII

Una danza de fuego entre dos almas
que no saben de pasado o futuro
y viven en un presente eterno
de amante intensidad.
Por eso Maú es mi Marylin,
señora de mi sangre,
mi loca devoción,
dama de corazones de mi alma.


Guillermo Lombardía nació en Avellaneda en 1952 y murió en La Plata en 2007. Trabajó en la Agencia Noticias Argentinas. Escribió para el diario El Día de La Plata y el vespertino La Gaceta de Buenos Aires. Fue fundador y codirector de la revista Talita. Publicó tres libros de poemas: El Juego Insensato (1996), Eterna marea (1998) y Mi Marilyn (2005), que presentamos en su totalidad.

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