Gabriel Báñez, El más grande novelista de La Plata


BENITO PUNK

Suponiendo que a uno le de el ramalazo telúrico, siempre es Lynch antes que Güiraldes. Nunca supe por qué. No por La Plata, ciudad a la que uno aborrece entrañablemente; tampoco por las simetrías reencarnadas, si es que el 2 de junio y 1951 sugieren postear algo para Benito. Hoy sin embargo la taba la ubicó Terranova,  expresivo, feliz: "Benito Lynch es punk, bastante más dark que Güiraldes". Mejor dicho, imposible.

     El hombre se agachó, recorrió el estanque con la mirada, y arrojó la cabeza de pescado al centro. Luego se quedó absorto, pero en el instante en que el agua se enturbiaba y el yacaré abría las fauces, él se apartaba. No escuchó el sonido seco. Cuando la bestia terminó de engullir, sonrió. Era una ceremonia extraña y violenta, pero le atraía. Cada tarde, a la caída del sol, repetía el acto.
     En la casona de diagonal 77, quedaban muchos recuerdos familiares y el pequeño zoológico: un carpincho, dos teros, conejos, una mulita, el yacaré, también un cuervo. Aunque el rito de alterar la paz del estanque formaba parte de un vínculo último y sagrado: le recordaba a don Benito, su padre, pero no sabía bien por qué. Acaso porque ese hombre ríspido de raíces irlandeses había sido no sólo intendente de la ciudad sino también director del Zoológico, acaso porque él, desde hacía muchos años, estaba como el yacaré: retirado en su estanque cerrado de la casona en La Plata.
     ¿Estancado el autor de El inglés de los güesos? ¿Retirado "El poeta"? ¿O simplemente apartado, escondido, después de los éxitos de sus libros, de sus traducciones y de las versiones cinematográficas a las que fue renuente?
     Sonrió nuevamente, esta vez sin ganas: "El poeta" era un apodo que íntimamente despreciaba. Quizá por eso al yacaré nunca le había puesto nombre, a ninguno de los animales en verdad. Algunas de las cartas que le llegaban de lectores y admiradoras preguntaban por ese potrillo roano del cuento, si le había pertenecido en la infancia. El hombre amaba los caballos, más que a ningún otro animal. Pero la casona no era la estancia de su infancia, La Plata mucho menos Bolívar. Raro. Los reporteros que buscaban entrevistarlo jamás se detenían en esos detalles. Cuando no le preguntaban por sus afinidades con Güiraldes, querían saber sobre tal o cual personaje -Mario en especial, su alter ego-, o por el llamado "criollismo" o por sus lazos con los naturalistas europeos, o por su amistad con Manuel Gálvez. Claro que últimamente no aceptaba reportajes, mucho menos charlas con editores o propuestas para nuevas ediciones. Las invitaciones de presentaciones de libros terminaban sin abrir en un cesto de su escritorio. No era soberbia ni altanería, al contrario. Era querer estar solo, tan simple y transparente como eso.
     En Buenos Aires alimentaban el mito del escritor oculto. Sostenían que Benito Lynch rumiaba en soledad el drama de un lejano amor trunco; que también guardaba el misterio de un romance con una mujer muy importante y de la sociedad porteña, pero casada con un político de renombre; que escribía en secreto una novela extensa en la que revelaba detalles de esa relación aunque con los nombres de los personajes modificados, etc. Existía, es cierto, un aura de leyenda en torno a su figura. Y la figura no lo contradecía: alto, huesudo, elegante, con rasgos enérgicos pero finos y el bastón que le daba un aire de sofisticación y clase. Por las tardes el ermitaño se permitía algunos gustos: la biblioteca del Jockey; un café con amigos en la calle 7; las charlas con ex compañeros del diario El Día de la vieja redacción de 51 entre 7 y 8; el consejo a un autor novel que le entregaba sus originales; una cita con alguna muchacha bastante más joven que él en un apartado del Tortoni cuando iba a la Capital. Nada más. Apartado de cenáculos, capillas o sociedades literarias -a las que rechazaba sabia y pulcramente-, sus salidas eran esporádicos paseos ciudadanos, un contacto mínimo con el afuera. El adentro estaba poblado de recuerdos, lo acompañaban a diario. Tampoco quería desprenderse de ellos: eran su alimento.
     Por la mañana había una rutina en esa construcción neoclásica y detalles belle époque que asomaba a la plaza Italia: tomar mate amargo, leer El Día, y luego revisar la correspondencia. Como a eso de las 10, Marta, la criada, le acercaba el primer té con limón de la jornada, serían varios. La rutina exigía un poco de conversación y ella la asumía como una lealtad antes que como un deber: ese rictus sombrío del escritor la predisponía mal. No por nada, el suicidio de su hermano Armando todavía impregnaba el aura de los Lynch. La muerte de su madre dos años después, en 1937, era otro de los recuerdos fijos. Conversaban un rato; él a regañadientes; ella con la insolente intimidad de quien se sabía "de la familia".
     Una anécdota, una casi manía: dar como fecha de nacimiento el 2 de junio de 1885. La buena criada se lo recordaba permanentemente y lo recriminaba: "Su madre Juana me contaba que lo tuvo un 25 de julio". Él, escueto y cortés, respondía: "Mi madre era uruguaya y astróloga".
     El diálogo era parte de un juego de soledades: la madre de Benito Lynch, en efecto, había nacido en Uruguay. Aunque una de sus pasiones estaba en la astronomía, no en la astrología. La otra verdad a medias del pasatiempo era que Benito había sido bautizado el 2 de junio de 1885. "Es fecha ceñera”, le gustaba bromear. No se equivocaba.
     De joven muy deportista -aficionado a los guantes, a la esgrima, al remo en Regatas o al fútbol en el Gimnasia amateur-, aquellos años tibios le reservaban tanta correspondencia de muchachas en flor como recuerdos invencibles. A la primera la mantenía encarpetada y escondida celosamente en el fondo de un armario de doble llave, a los segundos cada tanto los sacaba a relucir. Como conservador de buena estirpe, guardaba estilo y discreción. Hablaban de todo con Marta, menos de "esa mujer".
     Saturnina se llamaba. Había visitado la casona durante un buen tiempo, primero ayudándolo con la mecanografía de sus cuentos y novelas, más tarde como amiga y durante los últimos meses como "novia oficial". O casi. Porque el autor de Los caranchos de la Florida había hecho lo imposible por mantener el vínculo en la mayor de las reservas. Tenía sus razones.
     Marta jamás le había guardado ninguna simpatía.
     Como fuera, las charlas se extendían hasta las 11, hora en que la criada se marchaba al mercado de 4 y 49. Lo hacía en tranvía. Benito los aborrecía: "Con ese ruido no dejan pensar". Aunque últimamente ya no se quejaba tanto de los temblores ciudadanos y a la criada le daba que pensar: "Se está volviendo sordo". Era cierto: lúgubre, sordo, cada vez más encerrado en si mismo y víctima de la impronta los buenos tiempos. Haber sido feliz tenía sus riesgos.
     Uno de los pocos que intentaba animarlo era Juan Carlos Rébora, antiguo compañero de la redacción de El Día y luego rector de la Universidad de la ciudad. Aunque las opiniones de Rébora tenían un peso relativo debido a su amistad incondicional. Fue por ese motivo que el escritor se negó a recibir en persona el Doctor Honoris Causa con que la Casa de Estudios platense lo distinguiera: Rébora ocupaba el cargo mayor. En todo caso, prefería confrontar con su otro buen amigo Juan Carlos Mena: sus opiniones en materia literaria no estaban tan condicionadas. O con el Dr. Juan Carlos Olmedo Varela, quien a pesar de sus insistencias sobre los riesgos del humor melancólico, le dispensaba confidencialidad y conversación inteligente.
     -No se puede vivir en el encierro -lo animó una tarde, en el Jockey.
     -No vivo encerrado.
     -Es lo que dicen, y creo que tienen razón... Benito miró con dureza a Olmedo Varela. Apartó La educación sentimental, y dijo:
     -Hablan los que no saben.
     Tenía razón. Pocos, o casi nadie, conocían el misterio del escritor, su cicatriz sentimental. No era el solterón empedernido como se decía en aquellos años. Era el escritor herido. Años atrás había evitado las pompas del éxito de sus dos novelas más importantes, negándose a asistir al rodaje de Los caranchos de la Florida, con José Gola, Amelia Bence y un elenco digno del cine de oro argentino, primero, y luego rechazando de plano la invitación de Carlos Hugo Christensen, el director de El inglés de los güesos, para asistir a su estreno. En Buenos Aires se tejían todo tipo de conjeturas. Sin embargo, dos semanas después del estreno de las películas, el escritor viajaría a Buenos Aires a verlas. Fueron dos las ocasiones, y en ambas pasó desapercibido. Pero no estaba solo. El inglés de los güesos lo decepcionó.
     Una tarde de 1948, a la salida del Jockey, en 7 entre 48 y 49, un tranvía lo rozó de costado y lo arrojó al empedrado. El escritor no había escuchado las campanas de advertencia del motorman: estaba completamente sordo. De regreso de las curaciones, la criada lo volvió a recriminar: había abandonado el audífono en el fondo de un cajón de su escritorio. Jamás lo había usado, menos en público. "Es un aparato indigno", repetía con algo de razón. Después de ese incidente, sus escasas salidas se espaciaron aún más.
     Se dedicó con esmero y pudor a continuar esa novela secreta y de título impostado (Patricia) que venía alimentando en soledad y a la cual nadie pudo nunca acceder; se dedicó también al alimento rutinario de sus aves y animales, y se dedicó, más que a nada, a rumiar el pasado. Claro que a ese alimento de la nostalgia había que balancearlo: por un lado la infancia feliz de juegos en la estancia El Deseado, en Bolívar; más tarde sus correrías de juventud en el Nacional de La Plata y luego sus primeras crónicas sociales en El Día y las tertulias de redacción.
     Por otro lado, y como la contracara del novelista de éxito, su frustración amorosa y ese paulatino, discreto, distanciamiento del mundo social que tanto había nutrido a los Lynch. Era una soledad alimentada, sin duda.
     Esa tarde terminó de darle de comer al yacaré y pensó que los animales son animales y nada más. En algún lugar del campo bonaerense quedaba ese párrafo sobre la rústica felicidad de los boyeros en medio de las alambradas de siete hilos de los patrones de estancia. La ciudad crecía demasiado rápido. Se quedó absorto mientras el dolor punzante le recorría el estómago. Luego se incorporó y volvió a su escritorio. Esa noche no comió, estuvo corrigiendo. Tres meses después lo internaban en el Instituto Médico Platense. Era el año 1951, y murió tan anónimamente como había vivido durante los últimos años. En algunos medios de la Capital recordaron su fallecimiento con un pequeño recuadro. Se había ido el más grande novelista de La Plata.


De: Corte y Confección, 18 de noviembre de 2008. En “Posted by”, La Comuna Ediciones, La Plata, 2009.
Gabriel Báñez (La Plata, 1951 – 2009).

Benito Lynch (Buenos Aires, 25 de julio de 1880 - La Plata, 23 de diciembre de 1951). Foto: BL (AGN).

Patricia Coto, La poesía está cansada



EL DÍA TIENE SU PROPIO ALMANAQUE…

El día tiene su propio almanaque.
Día tras día, piensa (sueña)
con una fecha o con otra.
Hoy puede ser, por ejemplo, 8 de abril,
y mañana 28 de enero.
Hoy puede ser septiembre verde
o junio de pecho a tierra.
Día tras día, el cuerpo inventa su propio tiempo,
su pasión por el alba irrevocable
y camina a tientas de la sonrisa
hasta que la realidad, que bosteza
en el umbral de la cama,
nos guillotina con este otro filo
de los relojes y los péndulos.


LO PEOR ES TENER LAS PALABRAS SECAS…

Lo peor es tener las palabras secas,
desolladas, tendidas al sol,
en el patio más oculto de la casa.
Entonces, cuando las buscamos,
ya no podemos reconocer el pelaje de un sueño extinguido,
el aroma de una bandera que encendíamos.
Y no tenemos defensa posible,
ni siquiera una acusación honorable.
Simplemente las olvidamos,
las dejamos a un lado
mientras nos arrullaban el corazón y la piel tibia.
Simplemente, quisimos existir
sin pensar con la segunda alma,
aquélla que viaja en las palabras,
aquélla que ya no está en ninguna parte.


LA PLENITUD NO ES ESCRIBIR…

La plenitud no es escribir,
aunque, al término del poema,
una sonrisa pueble todo el cuerpo.
Después de la última palabra,
acaso del punto,
si es que aún hay signos,
queda un vacío que mendiga su lugar,
queda un vacío que se arrastra
desde a un pozo a quemarropa.
El vacío existe, aunque no sea nombrado;
es más, el vacío existe
porque las piezas del poema encajan perfectamente.
El vacío existe porque es la otra forma de escribir
que aún ignorábamos.


LA POESÍA ESTÁ CANSADA…

La poesía está cansada.
Condenada a escribir sobre los grandes temas,
a crear un lenguaje absolutamente nuevo y original,
hoy sólo desea el brazo de un hombre,
para avanzar a tientas por la realidad esquiva.
Hoy la poesía sólo quiere un cuerpo,
para vivir con los golpes de todos los hombres.


UNAS GOLONDRINAS HAN CONSTRUIDO SUS NIDOS…

Unas golondrinas han construido sus nidos
en una canaleta del techo.
Y el viento es azul sobre el óxido.
El viento es azul sobre un techo de harapos.
El viento es azul y es siempre y es todavía.

Mañana cerrarán por última vez
los portones de la fábrica.
Ya lo sabíamos.
Todo lo que cae es un grito.
Ya lo sabíamos
cuando las máquinas quedaban
como caparazones de animales extinguidos.
Ya lo sabíamos.
Primero, fueron los más jóvenes, los
recién llegados.
Después los viejos, los que ya no podían
dar nada.
Después, nosotros, todos.
Nadie a salvo. Nadie.
Nadie. Nada.


Ya lo sabíamos.
Y ahora que el tiempo afila sus manos,
sabemos que el día que vendrá
es apenas una golondrina,
casi ciega.


CADA HOMBRE TIENE SU OLOR…

Cada hombre tiene su olor,
no sólo el que viene del carro poblado de herramientas,
no sólo el del café aguado del amanecer
o el de su saliva amarga
frente al portón del taller.
Cada hombre tiene su olor, no sólo el de la novia emblemática
que lo esperó en los días incompletos,
no sólo el de la esposa
extinguida entre ropas viejas y tacones desmoronados.
Cada hombre tiene su olor,
aquél que respira el día por venir,
el día no escrito en calendarios,
el día ausente que aguarda
para dar un zarpazo a la esperanza. 


PAÍS

I

Entonces, las figuritas del Billiken.
Belgrano, que no terminaba nunca de morirse,
dando su reloj a su médico de cabecera.
No le quedaba ni el hambre de ese día
y en Buenos Aires, descuartizaban el poder,
como si fuera el último caballo del fin del mundo.
Pienso en voces enmascaradas,
en archivos cuidadosamente guardados,
en gobernantes con maquilladores,
publicistas, asesores de imagen.
Pienso en un país donde los antifaces se desgarran
sobre otros antifaces
y nos da pánico llegar hasta la piel y rasgarla
y abrir los músculos, los cartílagos,
las enramadas de nervios
y encontrar el humo feroz
de los que incendiaron el pasado,
de los que sembraron sal sobre la memoria,
de los otros nuestros
que irguieron un país de vidrio.

II

País donde degollaron los por qué.
País donde peinamos el amanecer
para que la realidad se mire en el espejo.
País pasajero, país de la tormenta
y del pan en la ventana.
País como un sorbo de agua,
que se escurre entre los sueños.

III

Un país. País paisaje. País de otros que
miran desde un avión, desde una
escalera de cristal.
País de abajo, de las raíces,
de la dormición de las voces.
País de los acordes futuros,
de una gran orquesta que avanza en el desierto,
que enciende una fiesta en la madrugada. 


TENTAR A LA LUZ

“… Una luz
que el sol no sabe…”
Pedro Salinas

I

Es terrible nacer
en un temporal de palomas.

Es más terrible aún
que florezca nuestro vuelo
en un amanecer de halcones.

Pero algo es más terrible todavía:
poseer la brisa de una paloma
pero haber anidado en la sed de los halcones.
Haber bebido plenamente su mirada.

II

Pero algo quizás sea más terrible:
saber que éste no sea el umbral,
que aún no ha llegado
la acechante vigilia del infierno,
su desbordado amor,
como el hambre de un terremoto,
su pasión,
en capullo de garras.

III

Pero algo es más terrible aún.
Que al regresar a tu casa,
no te reconozca el portal
y permanezca ciego a tu creciente.
Que tus padres te hayan engendrado
en otra madrugada
y el hijo vague en otro aire,
en otra sombra.
Que clames por tu piel,
por la fragua de tu voz,
y nadie,
           nadie,
sepa hallarte entre los despojos
que este horizonte inexpugnable ha dejado.


A VECES EL MUNDO

A Analía Balderraín

A veces el mundo
es más pequeño
que la casa de la infancia,
que la casa de sueños y harina,
que sus muros insobornables
de verdín y niebla.
A veces el mundo
es más pequeño
que un ladrillo de barro indiferente
en el desamparo del patio.
Es más pequeño
que una despojada peña
en la vena más ciega
del hombre.



Selección de textos: José María Pallaoro; de las antologías: “Relatos para morir con los ojos abiertos”, Los albañiles, 1997; “Poesía 36 autores”, La Comuna Ediciones, 1998; y de los libros: "Libro de navegación" (2003), "Libro del espejo ardiente" (1985) y "Libro del vigía" (1978).
Patricia Coto (La Plata, 17 de junio de 1954). Foto: Archivo de la talita dorada. 

Marcelo Ortale, Todavía esperándote


1
(Selección)


Vi tu ausencia de todo
haciendo señas.

Yo que iba
y venía
por naufragios.

Por vos creció en mí el canto,
nave de amor al aire.



Entrado por tu amor,
por tu amor salgo.

Yo soy tu voz conmigo
en la alborada.

Mujer del más reciente
desamparo.

Centro de la claridad
que yo rodeo.



Yo que venía de las noches
continuas
tuve que detenerme
en tus pupilas.

Yo que venía
atravesando
bosques
hacia tus claras manos.

Yo que he llegado al júbilo
nuevo
de no querer otro horizonte.



Siento una soledad sin música,
un oscuro murmullo enamorado.


2
(Selección)

Pájaro triste
posado
en el muro
la palabra
espera
el vuelo prometido.

Yo le mostré
la luz,
el aire.

Y el ruiseñor es cuervo.



Pese a tu cósmica
fugacidad
quería
reclamarte
una palabra
justa.


Escribo
a la mayor
soledad humana
con la palabra
intento
recuperar
un día
para el hombre.

Sabiendo
las palabras
que me sobran
voy
por la necesaria



Crecí
mi voz
al mundo.

Como raíz
o pájaro agotado
me detuve.



3
(Selección)

Solo nosotros
todavía
pesamos en la tierra.

Todos los días
amanece el pájaro
y el árbol.

La tristeza
solamente
se mueve
entre nosotros.

Todos los días.

Últimamente la familia
se me enfermó de tiempo.

Y amanece cruelmente.
Y anochece.



Uno por uno
caerán
un día.
Se caerán
mis pocos
amigos
verticales.
La casa
quedará
vacía.

Uno por uno
y uno.


4
(Selección)

A un hombre lo cercaron,
piedra y piedra,
sombra y sombra,
le han enterrado un pozo
sin estrellas
y está empozado y solo
con un jazmín crecido
extrañamente.



A la flor
le piden
vivir
por el aroma
que la seca.

Y la flor
vive.



Del gesto herido
de la tierra
nace la flor.

Última seña
del amor
inmenso
todavía
esperándote.



En: “Decisión de la luz”, Ediciones Caracol, Buenos Aires, 1967. Selección de textos: José María Pallaoro. Foto: “Decisión de la cámara”, Marcelo Ortale en Pasaje Dardo Rocha, La Plata, Archivo de la talita dorada.
Marcelo Ortale (La Plata, 1942). Periodista.