PAULA MARTINI La memoria de las frutas



MUNDO DESPIERTO 1


Círculo 

¿Por qué no muere lo que sangra 
en el segundo en que es dolido? 

Cultiva su encierro 
se lame con gusanos 
escupe su círculo 
y lo sella 
con babas cotidianas 

igual 

los ojos se van 
ignorantes 
a buscar el asombro.


Cavernas con grillos 

“Lo único irreal es la reja 
la libertad es real… 
los sueños sueños son…”. 
Paco Urondo

Las curvas de las pesadillas se demoran 
en agudos ángulos 
en alados precipicios 
en cavernas con grillos 
El tiempo sangra su macabra astucia 
no soporto el hecho de volver a verlo 
prefiero este inconsciente ambiguo 
las escaleras sin rumbo 
hablar con los muertos 
pensar que es un sueño.


Curvas 

Había una ventana en aquel ángulo, ese ángulo presenciaba los amaneceres con pavorosa linealidad, yo, me anticipaba a su sombra, la calculaba, sufría ante el terror recto con que dibujaba tan bello acontecimiento. Todo comenzó aquí, en esta cajita, una cajita más, de las infinitas que se encajan arriba, abajo, a los costados, donde nos metemos, con la soledad cuadrada a las líneas rectas de nuestra intimidad. Una tarde comencé a curvar el horizonte, el tiempo del reloj (esas manecillas derechas que marcan los segundos, como si no fuera curvo el infinito, como si existieran los segundos). Desde ese día comprendí, naufragué sin puntos donde detenerme, virando la brújula para no volver al mismo punto del delirio. 


Tiempo mudo 

Sentada en el borde de la noche 
un grito me seduce 
es el sueño una parábola 

necesito escurrir mis alas 
en un tiempo mudo 

lustro la luna 
somos dos navegantes indiscretas 
cultivando luz en la penumbra 

insistencia de melodías graves 
negros en los huesos 
sabores ocultos 

Invento un fuego 
en el borde del día 
todo el abismo me está esperando.



MASACRE DIMINUTA

Las hormigas se comen 
la cucaracha que aplasté 

Otra observa impotente el festín 

En esa masacre diminuta 
veo el mundo. 


Un insecto extraño 
canta en el fondo 

Cuando estoy sumergida 
en su garganta 
cuando lo encuentro 
y lo comprendo 

se calla. 


La mosca rebota contra el vidrio 
la ayudo a salir 

para cualquiera es terrible el encierro 
y las dos somos inocentes. 


Mientras removía la tierra 
para sacar el duraznero muerto 
encontré monedas viejas 

Quién las habrá esparcido como semillas 
o guardado como un tesoro 

Las sostengo un rato 
cierro los ojos y las tiro al azar 

Tal vez alguien 
cuando el fondo de mi casa sea un desierto 
las encuentre. 


No todo lo que una ama 
devuelve una mirada 
o envía un mensaje de derrota 

Hoy encontré muerto 
el duraznero 
le crecieron en el cuerpo unos hongos extraños 
lo supe por el sonido 
hueco del tronco 

recorrí su textura con mis dedos 

y traje como en un ritual 
la memoria de las frutas. 



Paula Martini y José María Pallaoro /City Bell, 2013
De los libros: Mundo despierto 1. Antología, VVAA, Libros de la talita dorada, City Bell, partido de La Plata, Argentina, 2013 / Masacre diminuta, Prueba de Galera Editoras, Ringuelet, partido de La Plata, Argentina, 2022 / Selección de textos e imágenes: jmp y archivo de La talita dorada / 
Paula Martini (La Plata, 10 de octubre de 1973) / Arquitecta, artista plástica y poeta / 
Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller, y su destino es solo para este objetivo.- 

SOLEDAD GUTIERREZ EGUÍA La muñeca de terciopelo y otros textos




LA MUÑECA DE TERCIOPELO ROJO

   “Necesitaba verla como alguien que ve”. El viejo almacén cerrado, le recordaba su infancia; —la soledumbre en el páramo de nieve más angosto—. Un cielo helado fragmentado en piezas sueltas de un rompecabezas, eso era ella.
   “¡Me pesa la cruz mamá!” ¿Quién grita? “Te incrustaron en la carencia de un bello nombre”. Un crujir de piso; un chirrido de puertas; una habitacion sola; y dos marionetas sostenidas en el escaparate, dormidas para la eternidad.
   Ojos de tiempo petrificado; bocas despojadas de aire, con toda la muerte en el rostro. Y ahora todo cobra sentido. La sonrisa macabra de la desposesión del cuerpo, bordada en sus ojos antiguos.
   “Las fiebres de mi frente bajo el paso inefable de la edad, delataron otrara, los pliegues lozanos de unas manos, tras el telón de tu huella, centinela. ¡Es bello mi nombre, mamá!” Y la redondez de unos ojos silenciosos despertó la furia de la bestia.
   Ella era buena, un pedazo de vida y un dibujo que representaba una casa, un globo rojo y una marioneta hendida en la garganta. “Permanecer oculta en la que fui. Interponerme en el destino de mi nombre”.
   Nada es inocente si respira, lo dijo dios. ¿Por qué insistir en la culpa? A la vida hay que llorarla y sin embargo… La explanada la llevó al viejo estanque; en su muy fondo, la placidez de una vela ardiendo sin oxígeno, la instó a recordar que olvidar es morir. Las marionetas también olvidaron; dependían de los vivos. Alguien cayó al aljibe y se vio caer… Y fue el esplendor de un rostro, un salto entre los sueños.
   Quien golpea la puerta del sueño, no regresa igual. El acto de recordar es un acto lúgubre. ¿Qué nubosa verdad habla en voz alta? Ahora un rostro la lleva de la mano hasta los infiernos. La verdad aprendió a mentir. Todo se repite en virtud del linaje.
   Una niña de “bello nombre”, entra al ático polvoriento. Una voz dulce y delgada, la incita a abrir el baúl del que surgieron las manos de la asfixia. Sus ojos vieron otros reinos. “¿A qué rito se acoge ahora tu execrada sombra?” “Si intentas acallar las voces solo lograrás que crezcan de tamaño”. Y en la piedad más deliciosa, alguien ata los hilos a sus muñecas, despojándola de la muerte. Una vez vi ángeles insistió; y la profundidad de un lago se dibujó en sus ojos.
   Su sombra agoniza en un escaparate.
   Un temblor de pasos se acerca, y una palma abierta, muestra en un acto solemnísimo, una muñeca de terciopelo rojo de un bellísimo nombre.


RENUNCIA

   Penetra como un tiempo frío, contemplación sin éxtasis; una voluntad desdeñosa que se desliza como la verdad sobreviviente de una parodia, y no hay —salvo sí, velos que la cubran— pretensión alguna que enturbie sus fundamentos.
   En la renuncia hay un gozo y no hay disfraz que nos libere de este estado de aquiescencia. “Invisibilizar el ejercicio de la incapacidad”. Ante el vértigo del desplome, la huida.
   Se desmorona, no sin impotencia, el oculto y formidable, “secreto”. Bajo ese estado lo hacemos, a escondidas. “Transmutarse al abandono de la lucha”. Criaturas sucediéndose a sí mismas. Trémulos niños sin brújula ni esplendor. Un sentir miserable y dulce, particular, casi nostalgia de pérdida.
   ¿Acaso no se renuncia a la vida al instante de nacer?
   El proceso compartido —trama que se repliega sin piedad— nos arrebata de la conmoción del júbilo y nos envuelve y arroja al ardor de varar en las orillas. 
   La sombra agigantada conoce la hiel en la garganta, este habitar en el “a salvo”; del estremecimiento y de la culpa.
   Y el payaso aplaude desde el sitial más alto y vierte su llanto en el escenario. Miles de gentes beben de la fuente y danzan con sus cabezas gachas, con ojos abiertos mirando con frenesí el suelo que los sostiene.
   ¡Que alguien aparte los rescoldos!
   ¡Que alguien mate al payaso que nos “descubre y muestra”!

   Hoy, quisiera verme más pequeña que un insecto, para ver al hombre más alto. Ascender hasta contemplar su abismo. Y la nada me expulsa a la violencia del inicio. En el impacto del cuerpo no hay estallido.
   ¡Qué de las sombras varada en la orilla!


VALLE DE SILENCIO

   Y aquello que no me dije al “morir de otoño” —como lo que pensé y dejé aventar—, aquellas indecibles, morirán conmigo, palabras anuladas en su propia savia.
   ¿Sabré siquiera que adoré al mundo?
   Me desconozco sin ser dentro, más que un milagro que cede a su envoltorio; el pasado de los otros que bebieron de mi sed y olvidarán. Me distancio pesadamente de lo que hoy, es. Soy, sucediéndome más allá de mí. Esparcida en cada cosa que ellos ven. Llovizna incómoda convertida en tristísimo pardal.
   ¡Tan ciego el sol, como si se mirara a sí mismo, desde tan cerca!

   Vacilando bajo un silencio embelesado, prendida a la quietud del letargo que poblé; a la espesura de un tiempo que oí moverse; no obstante ardiendo en otros recintos; retrocedí ante el zarpazo del ruido lúdico, y hay de pronto y tan encogido un mundo hecho de silencio, que nunca oí la urgencia de la sangre, ni la fría secuencia del llanto debajo de esos párpados, a los que al final del día, les di el descanso y la piedad de un valle de hierba inexplicable, brotando a contrapeso de un cielo bebedor de vientos.
   Un barquito de papel demora en tumbarse, como el sauce sobre el río, el tiempo que doy a mis ojos, una llama crepuscular moviéndose entre alas; un resplandor piadoso adivinando mi cara; un jardín radiante y profético; un estallido lento de ritual perfecto.
   Me enhebra el hilo blanco y pareciera—aún me oyen, tañe una campana— flotar entre cristales. Me resisto al brazo del vacío, jadeante y lejana, me vuelvo sin cuerpo; me pronuncio con el bramido en la boca. Desde nunca, desde el diluvio, pasajera en descenso me ciño a la danza de los bosques. Perdura intermitente en el poniente la inerte sombra del tiempo.
   ¿Si busqué el ocaso en el súbito invierno?
   Sé que hallé el verdor del valle.

   No hubo frío, salvo el de tener que mendigar en la alta cumbre, una risa que estrangule el último silencio.


VIAJE AL RECUERDO

   Era de un tiempo y un dolor hueco, como el centro hueco de un mundo.
   Hondo, como el gemido de un niño en una habitación oscura. La idea de lo que era, sonidos vacuos en la sed de mi entendimiento.
   Frente a un muro alto de hierbas, reconociendo la herida —“habrás de enfrentarla sola”—, lamiendo la herida; solo hay un modo de cruzar cuando el sueño es un recuerdo. Al despertar me extrañaré en el gesto. Hurgar los jardines de la memoria. ¿Alterar el pasado que no fue?
   La aguja del tiempo gira inextricable. Atravesarlo, porque es océano y arena; porque la dama halló el modo y es por siempre en mí la única verdad.
   Porque allí, no debí renunciar a lo imposible, y era de papel y era blanca y me podían pintar los niños con sus pinceles.
   Y el carro de la risa no pasaba y el payaso no lloraba y el tiempo era más que realidad, y era yo la reina blanca y, ¿qué se sentiría volar? Un pájaro; lo seguiría siendo si lo fuera.
   Aprendiz de ciega, el jardín azul te pertenece. La estalactita de hielo y los símbolos antiguos; la alquimia del fuego y la serpiente en el regazo de la tierra en el origen del mundo. Las fuerzas de la naturaleza naciendo en mí contra las tinieblas; y el Uróboros tatuado en la espalda.

   ¿Y quién dice, “el tiempo vaciará alguna vez el infinito”? ¿Infinito?
   Y el paraje acucia lo imposible, porque lo es, y esta muerto.



Soledad Gutierrez Eguía (La Plata, 30 de enero de 1974) / Escritora / Vive en City Bell / Video: jmp / Fotos: Delfina Lascano Vedia, archivo de La Talita Dorada /




José María Pallaoro lee a Soledad Gutierrez Eguía / 

CÉSAR CANTONI Los escritores son seres muy imaginativos



SATÍRICAS

2. De esto y aquello 


Cuando Dios dijo “Creced y multiplicaos”, no contaba con los chinos.


Los caníbales siempre me parecieron gente de mal gusto. 


Hay personas tan encantadoras que uno quisiera no encontrarlas nunca. 


Era un hombre de principios: nunca terminaba nada. 


El día que los monos vieron a Darwin se resistieron a evolucionar. 


Un buen torturador siempre corta por lo sano. 


Las conferencias y las canciones de cuna suelen surtir el mismo efecto. 


Para museo de ciencias naturales basta la calle. 


La vida es así: justo cuando nos quedamos calvos se deja de usar el sombrero.


Dios hizo al hombre mortal y todos se pelearon por la herencia. 


El arte suele ser ingrato con los grandes maestros: los parricidas los desdeñan; los discípulos arruinan su estilo. 


Nunca me creí un genio de nacimiento. Mi genialidad es adquirida. 


Lo más desagradable de algunas personas educadas, es su pésima educación.


Obrar con naturalidad exige mucho trabajo. 


A decir verdad, hice una segunda lectura de su libro. La primera me fue imposible terminarla. 


No estoy de acuerdo en que ciertos actos dejen de ser considerados pecaminosos; pierden exquisitez. 


Hasta donde puedo recordar, no me acuerdo de nada.


“Mejor solo que mal acompañado”, dijo el sustantivo. 


Que un joven estudie, trabaje, sea respetuoso y ayude a sus padres, es ciertamente preocupante. 


No quisiera llegar lúcido a la vejez; debe ser terrible estar cuerdo toda la vida. 


Lo bueno de la muerte es que no deja secuelas. 


El drama familiar de hoy es cómo hacer para que los padres acaten las decisiones de los hijos. 


¡Qué lindos los tiempos en que Drácula todavía podía salir de noche! 


Es común escuchar que ya vendrán tiempos mejores. Entonces, espero no estar vivo para comprobarlo. 


Las musas son las prostitutas de la poesía: siempre llevan a los poetas por mal camino.


A la h le gusta pasar desapercibida. 


De niños hacemos travesuras; de adultos, chiquilinadas; de viejos, disparates. 


Los jóvenes creen saberlo todo. Y es cierto, lo saben todo. 


¡Por favor, bajen el volumen de esa cumbia! ¡No deja escuchar la música!


Escribir un libro es muy fácil: sólo se necesita papel, lápiz y alguien que se crea escritor. 


En el principio, Dios reinaba en medio del vacío... Y apareció una diosa que no se conformaba con nada. 


“Últimamente, estoy medio desmemoriado”, dijo el muerto. 


Si un joven piensa en otra cosa que en divertirse, es un irresponsable. 


Un padre que hoy es capaz de controlar a sus hijos puede gobernar el mundo. 


No hay nada más provechoso que perder el tiempo. 


Los escritores son seres muy imaginativos: cada vez que escriben un libro piensan que se trata de “El Quijote”. 


¿Cómo es posible que amar sea un verbo regular? 


En los velorios, siempre el actor más verosímil es el difunto; a los deudos se les nota que actúan. 


No importa que no hayas escrito ningún libro, alguna sociedad de escritores te premiará por tu descollante trayectoria. 


Anoche soñé con Freud y esta mañana desperté con una erección. 


Cualquier norteamericano culto sabe que La Gioconda y la Mona Lisa son obras de Leonardo.


Ningún viaje turístico por Colombia debería excluir Macondo. 


Anónimo: Prolífico autor de la antigüedad de origen desconocido. 


“Cada una por su lado”, le dijo una paralela a la otra. 

Algunos escritores son tan perseverantes con su oficio que la pobre literatura no sabe cómo desembarazarse de ellos.


No debe molestarnos que la gente diga mentiras acerca de nosotros; mucho peor sería que dijera verdades.
 

Lo que se cuenta al oído tiene asegurada su difusión. 


El romanticismo es un movimiento absolutamente caduco; tan caduco que, en cualquier momento, puede volver a ser moderno. 


Las comas mal puestas les hacen zancadillas a las palabras.


Sería injusto que no lo felicitara: hasta ahora, nadie ha logrado plagiar a Borges mejor que usted. 


En cuanto a su poesía, debo reconocer que usted maneja muy bien los silencios y, sobre todo, los espacios en blanco. 


–¿Sabías que a la poesía la encontraron muerta? 
–No. ¿Qué le pasó? 
–La mató la literatura. 


Si Sócrates pudo llegar a decir “Sólo sé que no sé nada”, fue porque nunca visitó un cafetín porteño.


Comentario escuchado a un turista norteamericano en Venecia: ¡Qué atrasados...! ¡Todavía no fueron capaces de entubar los canales...! 


Todos los escritores deploran los premios literarios. Hasta que se los conceden. 


Nunca faltan las muestras en las que uno quisiera ver colgados a los pintores en lugar de sus cuadros. 


Hagamos la guerra en paz, dijo un idealista.


Finalmente, la Justicia resolvió dejarlo en libertad: había demasiadas pruebas para condenarlo. 

¡Qué imprudencia... A quién se le ocurre poner un arma en manos de un policía! 


La gente no hace más que decir tonterías todo el tiempo; lo admirable es la convicción con que las dice. 


Sí, duermo y holgazaneo. Pero no es lo único que hago. También holgazaneo y duermo.

Es fácil reconocer al turista norteamericano: nunca pregunta a quién honran los monumentos sino cuánto costó construirlos. 


¡Por favor, si estás enamorado, no escribas poemas de amor: la poesía no tiene la culpa! 


¿El mejor poeta contemporáneo? Dante, naturalmente. 


Y después de crear el mundo, Dios dijo: “¡Qué macana!”


Se optimista: a fin de cuentas, nadie es eterno. 


Si algo les sugiere este libro, sepan que estoy dispuesto a aceptar cualquier elogio inmerecido. 


¡Feliz fin del mundo para todos!



En Pensar no cuesta nada, Proyecto Hybris Ediciones, 2020 / La Plata, Argentina / Fotos y video: jmp /
César Cantoni (La Plata, 23 de febrero de 1951) / Poeta / 

Los autores y textos forman parte de estudio en ejercicios de taller.-

 

José María Pallaoro lee a César Cantoni / Selección de Satíricas, parte 2, “Del hombre y la mujer” / 





AZUCENA SALPETER Alguna vez en otras guerras

Azucena con Néstor Mux y José María Pallaoro


I

ESTÁN ALAMBRANDO EL CAMPO, HIJA

es alambre nomás, madre
y el campo es de todos
agarrá el machete, hija
mañana van a ser bombas.


ALGUNA VEZ
EN OTRAS GUERRAS

en otros mundos
habíamos sido 6 hijos

ahora 
entretanto se discute el fondo monetario
viene la tristeza 
me pregunta
con su cara de pequeña pianista muerta de hambre

y aún así 
la negrita quiere jugar

entonces yo
con la misma cara 
pero mucho más vieja
anterior a la primavera de Praga
le vuelvo a preguntar
por qué tristeza?
de dónde venís?

y le ofrezco la sexta parte de una papa.


HOLOCAUSTO
LA HISTORIA SE REPITE
LOS TIBIOS PODEROSOS
DICEN "NI"
EL DESGARRO DICE "NO".


II

LA VIDA REAL

poesía 
amadísima mía 

es que no tenemos agua
y por más que te subas la pollera
no tenemos agua
querida

para los octogenarios o próximos a los 80
es decir
para los descalabrados
les es difícil
entenderse con el asesor virtual
de empresas fantasmas

Nos olvidamos suavemente 
qué es el cable coaxil
de la astrofísica
qué nos conecta con las raíces y el poder
nosotros nos conectamos con un abrazo
o algo que queríamos decir
lo meditamos mucho
y no lo dijimos
un cierto sueño o film "los amores prohibidos"
un después de Hiroshima o Treblinka 
y es años luz más certero 
que una central atómica

Una vez
después de las inundaciones provincianas
y perplejas
quedamos a oscuras
llamamos a la empresa fantasma
y no vinieron ni ángeles ni operarios
había compañía de muertos navegando por las calles
los armarios flotaban desvencijados
entonces vino Jorgito
el pibe que había jugado con nuestros hijos
bajo el farolito de la vid
Jorgito se trepó a los cables de la infancia 
y nos dio un poco luz
Milagro?
no
Jorgito es un pibe del barrio 
había ido de casa en casa con papá Noel 
se había disfrazado en las comparsas de Mamalela
la abuela que te compraba el pan
y te esperaba con un pollo en la mesa
cuando volvías del trabajo 
Decime poesía 
qué hacés vos
cómo, cuándo encendés 
siquiera una chispita de felicidad
qué tenés en el vientre
vos decime
no te atragantes poesía 
al menos tocá la verdulera
animá a los derrotados en el patio
un fandango de tango
un farol
para los que resistimos 
para los que no nos resignamos
al asesor virtual
querida
tenemos tomates y zapallos para mucha vida
ayer nomás mi nieta me pidió unas mentas
ésa es la esperanza, diría John Berger 
un reducto de viejas garzas atolondradas
sobrevolando los incendios del poder. 


UNA VEZ LEÍ EN EL MURO DE BERLÍN

en el océano del Neguev
en el camino de hormigas de mi casa 
usted no nace mujer hombre niño
no nace de color ni de dolor
recuérdelo
usted no nace 
hasta que abre los ojos 
y aprende a ser tierno en la mirada.

2018


TU TÉ DE YUYOS NO CURA NADA

Pitonisa con piernas de jazz 
mandarinas en la bicicleta
desorientada en los subtes en los andenes
al borde de la línea roja del planeta
nunca sé cómo te llamás, si venís o te vas, si mañana
vas a aparecer como vaquita de San Antonio en mis canas
no dejes de tejer tus redes
invisibles
tus collares de diamantes 
al fondo del bañado La Estrella
si alguna vez te pierdo
me perderé a mí misma
mejor no haber nacido sin vos
sin tu celebración de ola
vení
juntá tus cositas importantes
prestame tu sombrero con pluma de Robin Hood
tu extravío de aleluyas
tus botitas recién pintadas a la cal
tus linimentos
ya sé, tu té de yuyos no cura nada
pero huele a día nuevo en la noche absurda
y la vida
el vacío que separa los dedos hasta la exasperación
no nos deja dormir

la vida
mi pequeño amor
se cura sola.

2019


PEDAZO DE MI CORAZON

Emi no quiso fiesta de 15
juntó sus ahorros con los míos
y compró una guitarra roja
yo también 
siempre quise una guitarra furiosa
tal vez porque el corazón
ignora dónde lo hirieron
le importan mil marimbas del Pacífico
ahora toca de oído
piece of my heart
y feliz cumpleaños
tarde en la noche 
rapeamos iguanas bajo la parra 
no sabemos a dónde ir
nos estrellamos como todos
sacudimos el polvo de las polillas
los pedazos
nos damos feliz cumpleaños 
nos agarramos de la cintura de Janis Joplin.

2019


LAS AGUAS DE TU CORAZON

a la contaminación de las aguas
al pasto del rocío
recuerda
a éso se refiere la poesía

2020


GRACIAS POR EL SILENCIO 

Guardo silencio para escuchar al otro.
Guardo silencio para homenajear al otro.
Guardo silencio para respetar al otro. 
Guardo silencio para escuchar mi "sí mismo".
El sí mismo propio que es el otro.

2015


Azucena Salpeter nació en Formosa el 9 de noviembre de 1942 / Desde 1957 reside en La Plata (Tolosa) / Es médica, poeta, narradora y pintora / Los poemas seleccionados por JMP son inéditos y las fotos corresponden a un encuentro en Taller La Plata de José María Pallaoro, mayo de 2019 / 

MARÍA MOMBRÚ Buen día, sol



BUEN DÍA, SOL…

Pensar que pensaba en la muerte 
buen día, sol. 
Pensar que pensaba en la vida 
como en una agria tristeza 
buen día, sol. 
Pensar que pensaba en una larga soledad 
buen día, sol. 
Pensar que pensaba en una humanidad 
vencida 
en crímenes 
en fuegos apagados 
en gigantes descabezados 
buen día, sol. 
Pensar que no sabía 
que estabas esperándome jubiloso 
como un milagro en la ciudad 
buen día, sol, sol pleno 
pájaros 
altas hierbas 
parques 
buen día sol de Buenos Aires 
buen día amor agotador y manso 
buen día, corazón 
buen día, piel, aire, verde 
buen día…


MUCHACHA MUERTA

Ya estás allá. 
En el país de los terciopelos 
y las esquinas en fuga. 
Con la lengua azul 
y un continente de silencios. 
Con los ojos olvidados de la vigilancia. 
Con las manos hinchadas de uñas 
rojas aún por el esmalte.
Pensaste que no se iba a hospedar 
en tus entrañas 
si te encontraba con las pestañas pintadas
y el llanto reprimido. 
Pero ya ves. 
Llegó desde el fondo de la tierra, 
o del mar, o de las tumbas, 
o de los escudos heráldicos, o del 
recuerdo, o de los barcos abandonados. 
Usurera. Rabiosa. Bostezando. Girando. 
Tú pensaste que si abrías la ventana, 
el sol en su locura la atraparía. 
O que los viejos caballos 
y las voces la desolarían. 
Pero ya ves. 
Se adornó con tus senos 
apenas despuntando 
y saltó hasta tu boca espantada. 
Y ahora aun cuando todavía un llanto 
de alambre sacude a los demás 
(que no es por ti, es por ellos) 
aun cuando las viejas paredes, 
aquellas que tenían las marcas de tus diez, 
de tus once años, 
se revuelven, se confunden 
cuando escuchan tu nombre sordo, 
aun cuando todavía 
está tibia la funda de tu almohada. 
Tú estás allá. 
Sintiendo que tu cuerpo crece 
como un extraño, 
que tu cabellera es un puente 
para las orugas y los grillos, 
que tu sexo es una tortura olvidada, 
allá, en el país de los terciopelos 
y las esquinas en fuga, 
¡ah, muerta!...


CEREMONIA
(Fragmento) 

Se entretenía viendo bailar las prendas de ropa, que como enormes muñecos almidonados pirueteaban en lo azul. Pasaron cuatro gaviotas en hilera chillando, angustiosamente. El cielo estaba tan bajo que estirando el brazo podía tocarlo con los dedos. 
Era inútil que siguieran llamándola con esas voces estridentes y destempladas: -María a a a a…- ella necesitaba silencio -María a a a a… pensó las de su nombre huían vertiginosamente en el viento. Hacía muchos días que sólo quería su propia compañía; la urgencia se aplacaba estando sola como si de pronto se hubiera enamorado de ella misma. 
Rió en voz baja, apretando un poco los labios. El llamado cesó, y comenzó a escuchar su corazón contra la tierra caliente; un dulce sopor la envolvió. Miró hacia atrás y vio extendidos sus trece años  como una sucesión de libros grandes y fríos; días enormes con trenzas tirantes y problemas; una pirámide de fechas y tazas de café con leche: monotonía de lluvias y voces familiares, ficticios entusiasmos para acompañar alguna amiga; fingidos arrebatos patrióticos para justificar ser la abanderada de la escuela y por detrás, muy atrás, un aplastante aburrimiento sin principio ni miras de terminación. 
Cerró los ojos. Oyó la eterna cantilena: Es una chica triste -deletreó- triste, ua hermosa palabra; triste usaba traje negro, era delgada y corva como la luna menguante y tenía el pelo color zanahoria -bellísima- se sorprendió hablando fuerte y con desgano se incorporó y quedó sentada como un buda. Detrás del cerco de lihustrina saltaban los conejos; los miró con indiferencia pero se estremeció repugnada cuando notó que copulaban alegremente. 
(…)


El primer poema está incluido en Veinte poetas platenses contemporáneos, selección de Ana Emilia Lahitte, Ediciones Fondo Cultural Bonaerense, La Plata, 1963. El segundo poema en Primera antología poética platense, selección de Roberto Saraví Cisneros, Ediciones Antonio Zamora, Buenos Aires, 1956. El cuento “Ceremonia”, en América para los americanos, Editorial Losada, Buenos Aires, 1980 / 
María Mombrú (Resistencia, provincia de Chaco, 24 de noviembre de 1922 - Buenos Aires, junio de 1992) / Poeta, narradora, cuentista, autora y directora teatral, maestra normal y profesora / Durante la dictadura militar de Juan Carlos Onganía (1966-1970), por su adhesión al peronismo, fue sancionada (Plan Conintes) y expulsada de su cátedra en la universidad de La Plata, en la llamada noche de los Bastones Largos. Pudo retomar su trabajo en 1973, en el gobierno democrático de Héctor J. Cámpora. La última dictadura cívico-militar (1976-1983) la incluyó en una lista negra y por propia seguridad inició un exilio interior que termina con el advenimiento de la democracia a fines de 1983 / Estudió y vivió muchos años en la ciudad de La Plata / Selección y fotos: jmp / 

SEBASTIÁN PELAYO MURRAY Dubín en el laberinto



DUBÍN EN EL LABERINTO

     “El negro Montero había pertenecido al Birlocha”, contaba Duizeide, tras masticar y deglutir el último bocado del puchero, que antes había humeado en el centro de la mesa; “el arenero que un día sucumbió a su propio peso, yéndose con él 28 de sus tripulantes”, Duizeide solía contarlo, sobre todo cuando se pasaba con el whisky y lo agarraba la morriña, “como un tic que lo acusaba”; por lo que el resto (los muy atentos Axat, Dubín, Peredo, Schierloh y Raninqueo) ya conocían los sucesos, como si ellos mismos lo hubieran vivenciado.
     (“Humeante, como la chimenea de un piróscafo”, se decía a sí mismo, sin embargo, Raninqueo, desviándose un poco el foco de atención; “y ahora”, canturreaba, “no quedan más que los huesos del caracú”).
     Pero, “el cuentista del río y del mar”, (como, cierta vez, lo llamó Haroldo a Duizeide; y como ahora es conocido en la isla donde vive), siempre le agregaba nuevos y escabrosos detalles; “como si la historia, compañeros, fuera apareciéndole en pedazos”.

     Y aquella primera vez fue del todo inolvidable.
     “Tras contarla, aun casi como si se tratara de un bosquejo”, decía Axat, “nos dejó a todos boquiabiertos, mirándonos los unos a los otros; mientras el mismo Duizeide, fantasmagórico, salía lo más rampante del comedor.
     (Yo no sé, y he decidido no averiguarlo, por cuánto tiempo nos mantuvimos en silencio. Pero lo único que se escuchaba, como la fritura de un disco, era el golpeteo de la lluvia sobre la casa”).

     “Entonces, los sobrevivientes”, había contado Duizeide, “fuimos socorridos por un barco fantasma. Y ya en el camarote, todavía conmovidos, empapados y escupiendo agua a rolete, notamos que Montero, (“seco, y como acicalado”), estaba con nosotros.
     El mismo Montero”, continuó Duizeide, “al que yo, con mis propios ojos, había visto ser tragado por el río y sepultado por la arena”.
     “Fue solo un momento, ese, que me conmoví por la aparición. Pues luego, Montero se levantó de su asiento, se acomodó el saco, y abandonó el camarote cerrando la puerta (“que chirriaba como una foca desangrándose”)”.
     “Oh, y a pesar de la tormenta, que afuera, parecía haberse desatado hacía millones de años”.

     “Fue Sosa quien reaccionó primero, y se asomó por la puerta. Subía y bajaba la escalera, dudando en salir o no. Decía que había un bulto contra estribor, pero no estaba seguro; que debía salir él y cerciorarse.
     Los demás ya estábamos de pie, listos para seguirlo, cuando Sosa nos pidió que esperemos”, decía Duizeide, haciendo una pausa impresionante.
     “Y nadie, entonces, atinó más que a rodear la escalera, extrañamente perplejos. Sólo mirábamos la lluvia, el cielo gris, los relámpagos.
     De pronto, oímos un golpe, seguido de un quejido. Rápidamente, cada cual empuñó su cuchillo. Y ya subíamos la escalera, atropellándonos, cuando el mismo Sosa nos frenó el paso. Se agarraba la espalda y rengueaba.
     “El bulto”, decía Sosa, “es un jodido bolso de arpillera, del que no se hable más. Y si os causa gracia, pueden verlo por su cuenta; que allí afuera no da gracia ni la cosquilla.
     Lo que me preocupa, empero”, decía Sosa, “es el suelo; está resbaladizo, y mucho peor estará por la proa. Un paso mal dado, y Montero va a parar al río”.

     Tras un breve intercambio de opiniones, Navarro y yo”, contaba Duizeide, “salimos del camarote. Avanzábamos por babor. Navarro iba con el cuchillo entre los dientes y los ojos fijos hacia adelante. Yo le hablaba, pero él no respondía.
     El río estaba picadísimo y el barco se bamboleaba de manera peligrosa. “Donde apoyábamos”, decía Duizeide, mirándose la palma de las manos, “el agua era una pasta, como detergente. Y la proa se veía, me parecía a mí, recortada, como los restos de un barco bombardeado.
     Nada, sin embargo, nos detenía. Ni la ráfaga de viento que nos echó hacia atrás; ni cuando ese viento, muy veloz y helado, se hizo duradero. Y avanzábamos empujando con la cabeza, alejados lo más posible del borde, cuando llegamos, “por fin”, a la proa.
     Al principio dudamos y detuvimos el paso. Había algo en el aire que no nos gustaba, “como un animal putrefacto”. Y nos parecía, aunque idéntica en su trazado, otra proa” (aquí Duizeide “pareció haber descubierto o recordado un secreto tenebroso”).
     De todos modos, allí estaba Montero”, decía Duizeide, mirando al espejo agrietado, “justo detrás del espolón, aferrado al balaustre, como una estatua negra”.

     “Hey, Montero”, le gritaba Navarro; “vamos, que está peligroso. Pero aquel continuaba inmutable. Yo lo sacudí del hombro; y entonces sí, se dio vuelta y nos miró.
     Nunca olvidaré ese rostro”, decía Duizeide, tapándose el suyo; “era un aplastamiento óseo; sus ojos llenos de ira. Aunque, a la vez, (Oh, el placer en su boca; era lo más confuso).
     Jamás en mi vida había dado un paso atrás”, parecía rematar Duizeide; “aunque no era terror, ni asco, la certeza (suponíamos), la prueba fehaciente de lo que hasta el momento eran murmuraciones”.

     “Retrocedí, entonces”, decía Duizeide, “y lo mismo hizo Navarro. Montero, sin sacarnos los ojos de encima, como desconfiado, se trepaba al balaustre; y allí se puso de pie, con extraordinario equilibrio.
     ¡Cuidado!, le dije, de puro reflejo. Pero Montero extendió sus brazos y apuntó su rostro hacia el cielo, “cual inmenso urubú”.

     Fueron unos segundos eternos y abrumadores”, contaba Duizeide, con gran alivio, “en que he visto pasar por mi cabeza mil y una conjeturas. Aunque una sola, por terrible, me paralizaba el corazón. Navarro comenzó a acercársele, con la intención, creía, de agarrarlo por sorpresa. Y casi lo logra; pero Montero, entonces, bajó la vista y volvió a mirarnos, y Navarro se contuvo.
     Montero esbozó una sonrisa triste y resignada; y veíamos, a pesar de la lluvia, su llanto repentino y poderoso, aunque también un gesto tranquilizante. Frenándonos con una mano, el propio Montero bajó del balaustre.

     “El fondo del río está colmado de muertos”, nos decía Montero; “extendiendo sus manos, tras un largo viaje en las profundidades de la Tierra.
     Y allí no hay tiempo, empero, sino un constante andar. Ni siquiera hay direcciones”, nos decía, de pronto riéndose; “no hay abajo ni arriba, ni costados; sólo hay desesperación, y luego un hueco”.
     (“Me tenía completamente trastornado, esa pasión por lo extraño y lo desconocido que me había convertido en un errabundo en la tierra y un frecuentador de lugares remotos, antiguos y vedados”).
     “Montero, entonces, nos abrazó”, les decía Duizeide a Dubín, Axat, Schierloh, Peredo y Raninqueo, que cada vez estaban más cerca del cuentista, como de un fogón, “y nos agradeció que fuéramos en su ayuda, aunque no había, en rigor, peligro alguno.
     “Y acá estoy de vuelta”, nos dijo luego, riéndose, casi a carcajadas, “aunque ahora soy un fantasma. Pero ya ven” (“Montero hacía ademanes para emprolijarse el pelo, la ropa, y secarse el rostro”): “la diferencia es imperceptible”.

     “De vuelta en el camarote, Montero no tuvo reparos, y les dijo a los demás que ahora era un fantasma. Ninguno dijo nada; mucho menos Sosa, que estaba muy dolorido. Y de a poco, todos fuimos distendiéndonos; y pronto alguien encontró dados y whisky, y pasamos, “en fin”, lo que quedaba de la noche y la mañana, jugando a la Generala (donde Montero, por cierto, demostrara ser muy desafortunado).

     “Fantasma o no”, decía Schierloh, “da lo mismo: acá estamos”. “Vivo o muerto, estoy vivo”, dijo Peredo. “Oh, y Borges”, decía Axat; “con esa insistencia fabulosa por el apego”.
     “De carne y hueso”, dijo Raninqueo, tocando, por las dudas, el hombro de Duizeide. “Tan real y estrafalario”, decía el mismo Duizeide, emocionado, “y entrañable”. “Como el corazón que late bajo las tablas del suelo”, dijo Dubín. (“PUM PUM PUM”, latía, todavía muy lejano, el corazón de Venturini).

     (Duizeide dormía, estirado sobre la silla, y con la mitad del rostro tapado por el sombrero. Schierloh, Axat, Peredo y Raninqueo, se entonaban, también, en el descanso, de a poco encontrando una posición cómoda. Dubín, en cambio, no conciliaba el sueño y se sentía inquieto, con muchas ganas de salir a caminar. Y cual pájaro que, por un rato, se aleja de la bandada, esperó que aquellos se durmieran y roncaran como hipopótamos).

     Cuando Dubín salió de la casa por la puerta trasera, vio el bosque “encantado”, envuelto por la niebla y taciturno. 
   “A Murray y a Ramos, que hacía mucho no se veían, les causaba más gracia que curiosidad”, se decía a sí mismo Dubín; “les parecía, con todo, una pared con muscínea, un fondo ftalo, más apropiado para La Hipotenusa”.
   (“Aunque por momentos se movía”, notaba Dubín, “y se agitaba como el mar, y el ruido era el de una lluvia torrencial. Y luego volvía a quedarse silencioso”).
     Dubín caminaba por el borde que lo linda, sin sacarle la mirada. “Había una vez”, se decía, “un cúmulo de hojas, ramas y piñas; y todo allí olía a pino, a eucalipto y a sal.
   Un espectáculo parsimonioso y aislado del mundo; conmovedor como un abismo; siempre nublado, a pesar del cielo despejado y el sol de enero; y tan tranquilo, como un sapo moribundo”.
     Pero entonces hubo un crujido, como un trueno, y Dubín se sobresaltó; y una ráfaga de polvo y hojarasca salió de adentro, como un bufido.
     Dubín se acercó y entró, sin embargo; e hizo unos pasos cuidadosos. El suelo era esponjoso y ondulante.
     (“Me hubiera gustado”, le decía Dubín a sus compañeros, como tras haber llegado a destino, y al abrir la compuerta de su máquina del tiempo, “andar por allí, cuando todo era arena, médanos y viento”).

     Dubín se adentró un poco más en el bosque y se detuvo, quieto y en cuclillas. “Había allí”, decía, de vuelta entusiasmado, “una lagartija que entraba y salía del suelo, como un pez; y una liebre, que me observaba, moviendo el hocico.
     ¡Había hormigueros, de hormigas rojas, que esquivaba con pasos zanquilargos!
     ¡Y entonces!” (Dubín estiró su cuello y miró a sus compañeros, queriéndoles generar un gran misterio), “una nube de tábanos me atacaba, y corría tropezándome, por largo rato, hasta que pude sacármelos de encima.
     Y había pequeños senderos de chanchos, restos óseos y volutas; y los únicos pájaros que había eran las palomas sombrero.

     Allí, todos los ruidos eran maravillosamente extraños. Pequeñas pisadas, sigilosas y no tanto, que se acercaban o se alejaban”, decía Dubín; “yugos rasposos, como el de un papel que se rompe; aleteos, silbidos; y el roído tránsito bajo las hojas. Todo formaba un coro turbador, en el que alegremente participaba”. 
     (Dubín bebió de un solo sorbo lo que restaba del whisky, y tomó luego una voluta, llevándola hasta su oreja. Escuchaba el mar; “el presente, el pasado y el futuro”, con un deseo furibundo de narrarlos).

     “Brizuela”, dijo entonces Dubín, con añoranza, y a la vez duro como el cráneo de Imhotep.
     “Llegó hasta el fondo de la calle y pegó un salto grande para sortear el paredón, y así evitar la bala rasante que lo seguía. Pero fue tan forzado el salto que tropezó con el friso, dio dos vueltas en el aire y cayó mal, con todo el peso sobre su hombro”.
     (“Dubín, no me digas que”, decía Axat, pasándose la mano por la frente y erizándose el pelo; “sí, el mismo”, le dijo aquel, interrumpiéndolo, “como un gato agarrado del cogote y tirado dentro de una bolsa”).
     El dolor”, continuaba Dubín, “hacía que Brizuela apretara los puños, los ojos y los dientes, haciéndose un ovillo. Tan extraordinaria era la presión que ejercía sobre sí, que creí que iba a explotar en un grito, o a quebrarse como el tronco de un árbol.
     (Oh, compañeros; créanme que quise ayudarlo, pero una fuerza invisible me lo impedía).
     El suelo mullido, el perfume de los pinos y los eucaliptos, yacían ajenos a su cuerpo herido. El tiempo era esa bala queriendo traspasar el ladrillo, que él sentía como un taladro, como un insecto gigante hurgando detrás de una puerta.

     Brizuela sabía que, de cualquier manera, tenía que levantarse; que no sería fácil, y acaso sería infructuoso. Pero no podía, por más que el dolor lo tenía a maltrato, quedarse como estaba, sólo porque un llorisqueo lo mordía, y un desgano se le aparecía disfrazado de arrebujo.
     Tenía que levantarse”, decía Dubín, esperanzado, “porque si no, una vez la bala hiciera el agujero, daría con él para matarlo.
     Por eso comenzó a arrastrarse hacia un costado: para salirse de la trayectoria de la bala y que aquella (oh, malnacida, catástrofe) impactase en otro lado. Tenía que hacerlo, sí, y rápido, a pesar del dolor que lo aquejaba.
     Pero tan pronto Brizuela creyó que iba a salvarse, oyó un ruido pequeño y seco que estallaba en el paredón. Y antes que pudiera hacer algo, la bala le perforó el costado, arrastrándolo unos metros, soltándolo sólo cuando logró alojarse en su corazón.

     Los ojos de Brizuela estaban abiertos, clavados en un punto fijo, como si hubiera enloquecido, no entendiera (ah, qué triste eso, compañeros), hacia dónde apuntaban las agujas del reloj.
     Y luego se salieron de órbita, ¡de pronto!”, decía Dubín, casi cayéndose de la silla, y causando flor de susto en Schierloh, Peredo, Axat, Duizeide y Raninqueo, “tal si estos hubieran visto en las lechuzas, fantasmas que venían a llevárselos a otro mundo”.
     (“Uhúu, Uhúu”, imitaba Dubín, tentado de risa, el ruido y los ojos saltones de las lechuzas; “Uhúu, Uhúuuu”).

     Entonces, un quejido, un eructo tétrico salió de su boca. Brizuela apretó un puño con la última fuerza que le quedaba, y miró al paredón donde estaba el agujero.
     (Él ya tenía la blancura del hueso y los ojos negros de una calavera; y una expresión como la de un martillo. Sus brazos y sus piernas se constreñían, pero no tenía modo de levantarse, enflaquecido de pronto, y apenas sostenido por su cuello.
     Brizuela movía la cabeza cada vez menos, tocando el suelo con la pera, y casi sin sobresaltos. Parecía que se dormía, compañeros, pero era la Muerte que lo vencía, lo iba moliendo”).

     “Por gusto o de a prepo, los muertos yacen bajo el cemento y bajo la cruz como mortal estaca”, decía ahora Dubín, queriendo explicar, pausadamente, lo extraordinario del asunto.
     “Los muertos moran dentro de la tierra pero sin la gracia del topo; y con suma melancolía de sus anteriores cuerpos. Los muertos son esqueletos.
     Se sabe, sin embargo, porque por algún motivo los muertos suelen ser exhumados, que el ruido que produce el roce de los huesos, es como el ruido de los pies en marcha, o el ruido de los bombos al ser golpeado por la maza.
     Se sabe, por ende, que es tal el temor con que se los percibe, que no hay tino: se los hace ceniza o se los mete en un osario.
     Pero de algún modo, Brizuela se exhumó. No como se hace con cualquier cadáver. (Oh, no literalmente, compañeros). Brizuela se yuxtapuso sobre el cementerio como un muerto recién salido de su tumba. (“Y tras la fuga, se veía airoso y aliviado”).

     Lo inviolable de la muerte, valida al mismo tiempo lo imposible”, decía Dubín, ante los extasiados Axat, Duizeide, Peredo, Schierloh y Raninqueo, que parecían a punto del festejo desmesurado.
     “Se trató, por supuesto, de una solución fantástica. De lo contrario, contaría esta historia desilusionado, y a tono con el decidero.
     Lo cierto es que Brizuela volvía a estar vivo, compañeros. (“¡Está vivo! ¡Está vivo!”, gritaba yo, ante sus ojos negros y estruendosos). Vivo; y camina y habla, aunque sea un esqueleto”.
     “Brizuela tuvo que ser fiero”, decía Duizeide, “porque no tenía otra opción”. “Si luchó de igual a igual, como un oso contra otro oso, fue porque debía ser así”, dijo Raninqueo. “Sólo de ese modo pudo salirse del calabozo de la Muerte”, decía Axat, “al que había sido condenado”. “Y no ha sido un milagro, sino la absoluta realidad”, dijo Peredo. (“PUM PUM PUM”, sonaba, todavía allá a lo lejos, el corazón de Venturini).

     (“En la lucha por abrirse paso”, continuaba Dubín, “Brizuela sacó un brazo por debajo de la tierra, y trepó mientras la misma tierra le desgarraba el torso. Se sacó, de un tirón, la cruz del pecho, y se echó a correr, como quien se está prendiendo fuego).
     Ya sentado, sobre otra tumba, Brizuela fijó su calavera hacia un punto; inmerso, acaso, en la seriedad del pensamiento. (“Ah, mala cosa”, se decía a sí mismo Dubín, “es tener un lobo agarrado de las orejas, pues no sabes cómo soltarlo, ni cómo continuar aguantándolo”).
     Así estuvo Brizuela el resto del día, hasta que, llegado el crepúsculo, habló (“faoin ngealach lán”) con la misma voz de antaño”:
     “En vida, he aprendido del horror. Cuánto de mí era inocente, un niño feliz, en otro tiempo. Luego fui un hombre, destrozado, que se llenó de ira; que actuó, entiendo ahora, pues entonces era ciego, igual que los asesinos.
     Yo, en aquel mundo”, decía Brizuela, cruzándose de piernas, “gocé del amor y debí combatir (¡oh, un enjambre de poesías era todo mi arsenal!); y obtuve mi venganza, y fui perseguido hasta la Muerte”.

     (Dubín se sirvió otro vaso de whisky, y esperó que, cada cual a su turno, se sirviera el suyo. Se reía, como por un viejo recuerdo que surge de pronto y no puede creerlo).
     “Estaba Pallaoro”, dijo de pronto; “cargaba en sus manos dos largas pilas de libros, altas como dos eucaliptos. Y, debido, supuse, a lo que allí había sucedido, estaba igual de absorto y no notaba mi presencia.
     (Pero mientras yo me acercaba, muy de a poco, a Pallaoro, Brizuela me seguía con la vista y hacía un gesto, a uno y a otro, como saludando con un sombrero; al cual Pallaoro respondió con una sonrisa alegre y laudatoria”:
“Oh, por fortuna”, se decía a sí mismo Pallaoro, “todavía, aunque de dientes profusísimos e incoloros, Brizuela conserva su sonrisa”).

     “Hey, malabarista”, le dije a Pallaoro, interrumpiéndolo. Pero este, estupefacto, salió corriendo de inmediato; y sin que se le cayera uno solo de los libros, se metió en el hueco de un árbol.
     (“A semejanza de los grifos de la superstición helénica y oriental, y de los dragones germánicos”, decía Borges, ciertos duendes o “gnomos” “tienen la misión de custodiar tesoros ocultos”, y Pallaoro parecía, al respecto, muy celoso).
     Me asomé a ese hueco”, decía Dubín, “y al principio era absoluta oscuridad y frío; y aunque lo llamé (“Pallaoro, Pallaoro”), no obtuve respuesta.
     Pero luego divisé a lo lejos una llamita, y comencé a sentir un olor, “como si fuera en una excursión por las faringes del tilo”, o por el río del mismísimo Conrad, que inundó mi cuerpo. Ah, qué placer, compañeros; qué mezcla embriagadora, de libros viejos y nuevos.
     No quise molestarlo, empero, a Pallaoro, y le dejé una nota prometiéndole que volvería, aunque acompañado.
     “De más está decirlo”, dijo Raninqueo. “En tanto nos reciba”, dijo luego Axat, prudentemente.  “Hay que ver, además, si entramos por ese hueco”, decía Duizeide, “aunque sospecho que debe haber un buen modo de hacerlo”. “Siempre lo hay”, dijo Schierloh. “Para atravesar los dientes de Yog-Sothoth”, se decía a sí mismo Peredo, entusiasmado. (“PUM PUM PUM”, se escuchaba, todavía lejano, el corazón de Venturini).

     Luego, como quien observa a una persona a su lado, Dubín dijo: “Escudero”; justo allí, donde había una silla vacía y crujiente.
     (“Aunque allí no hay nadie, al menos manifiesto”, se dijo a sí mismo Schierloh. Y el propio Schierloh, y Axat, Peredo, Duizeide y Raninqueo, de todos modos escucharon a Dubín, que parecía en trance):
     “Espérese un poco, que le doy la otra mano. Ya ve que en esta llevo su libro de Poesías Completas, y pesa como un ladrillo “hueco” y aterciopelado. Pero no es el punto, compañero: no sabía nada de usted, y ahora lo tengo estrechado.
     (Aquel ser invisible, en efecto, (“podía apreciarse con absoluta claridad”), le estrechaba su mano).
     Nosotros”, continuaba Dubín, “(dígame si no es cierto, aunque sépalo, soy cabeza dura y de meter pata a lo loco), creo que somos muchos como para andar dispersados.
     Parece que estamos condenados, si no a la soledad, al manojo “como establo”, en vez de, como puede ver, a este, de fábula marina.
     Sí, ya lo sé; sé que sueno a otro estrellado, pero nada de eso”, decía ahora Dubín, desestrechándole la mano al incorpóreo Escudero:
     “Le pido, imagínese usted, un paso de poesías, como de langostas”.
     (“Caramba”, se decía a sí mismo Escudero, “el gusto es mío Dubín, si es que a eso se refiere. Y claro, he imaginado algo así; y tanto me he divertido, viendo correr despavoridos y despavoridas”).
     “En fin”, decía Dubín, ahora más introspectivo, “no crea que soy de hablar mucho; soy más bien callado. Por ahí me transformo y quedo mal parado, cosa de encendido. Pero voy al grano.
     Y nosotros, compañero, presentes cualquiera sea el aspecto, somos la plaga, y arrasamos con las mazorcas del mal.
(¡Espérese, no se vaya!”, dijo luego, apurado. “Me esperan en San Juan”, decía Escudero, ahora estrechándole él la mano, “pero volveré en luna llena”.
     “Justo ahora”, decía Dubín, sin embargo, “que me sale, sin estipularse, esta poeciasa. Y que, además, ya me apago solito (Ah, fósforo negro), como le gusta hacerlo el fuego”).

     Y, en efecto, Dubín se tiró contra el respaldo de la silla, y en silencio parecía desinflarse; mirando, cada tanto, a las ventanas, y ajustándose los anteojos.
     (No miraba a sus compañeros, que, por el contrario, lo miraban como a un hongo que, ensombrerado, se inclinaba y marchitaba).
     “El asombro, por reiterado, no implica en absoluto aburrimiento alguno”, dijo Duizeide, sirviéndose hasta el tope otro vaso de whisky. “En todo caso”, decía Axat, “yo le buscaría un sinónimo plausible”. “Y antes que el asombro desaparezca”, dijo Peredo.
     “Creo que”, decía Schierloh, “es menester un vocabulario amplísimo, como el de Joyce”. “Oh”, decía Raninqueo, “Zugukefule ga kisukelewechi pu koyam lelfvn pvle, tefvafuy chi wiriwe tifa, wixuafuy kom pvle tapvh mew”. (“PUM PUM PUM”, se escuchaba, cada vez más cercano, el corazón de Venturini).

     (Dubín se levantó de la silla y dirigiose a la ventana de proa, empañándola y desempañándola con gran afección. “Observaba”, diría luego, “a través del vidrio salitroso, la ola monstruo de Poseidón“).
     “Ah, que extraordinaria la vida, ¿no es cierto?”, decía Dubín, apoyando su mano contra el vidrio; (“basta un golpe de puño para romperlo, y recibir el viento de frente. ¡Oh, maremotos, trombas, tsunamis, maelstrones!, también estoy aquí, y soy “el hombre que ríe”).

     “Y ella”, dijo juego, con el sonido de un pájaro que yergue sus plumas, y mirando a los desconcertados Schierloh, Axat, Duizeide, Peredo y Raninqueo.
     “Entonces, compañeros, ya me marchaba hacia otros lares y recodos”. (“Ah, entonces”, se decía a sí mismo Duizeide, “el tiempo pasado y consecuencia. Nos remite a la panza materna; y después a la cuna, el primer barco”).
     “Y por detrás de un árbol”, continuaba Dubín, “apareció la Sonámbula.

     “Era otra vez primavera, como aquella vez que era montaña y yo un hombrecito de fuego”, decía Dubín. “O como la vez que se acercó, sonrojando, y me ofreció el cuello por amor.
     (Recuerdo que se lo mordí, suavemente, y que me emborraché con su sangre; y que al despertar nos abrazamos por primera vez; y que ella, que era de pocas palabras, me dijo la más linda y volvió a dormirse.
     Yo no sé, compañeros, si dormí o permanecí despierto, pero la imagen de su rostro sonriente (Oh, estoy seguro), es lo más hermoso que he visto en esta vida.

     ¡Inmóvil, en éxtasis, como si hubiese sido yo el hipnotizado!”, decía Dubín, de pronto, como en medio de un revoloteo de palomas, a la vista de Schierloh, Duizeide, Peredo, Axat y Raninqueo, que amagaban, esta vez, a contenerlo.
     “Pero, el golpe fue duro, al ver que sonámbula, se levantaba y se vestía, y salía sin mirarme, cuando la noche empezaba a caer sobre el castillo”, dijo luego, cabisbajándose y encorvándose.
     “Verla atravesar las rejas, el sendero, e internarse en el bosque, me produjo un terror desconocido. Oh, y qué dolor más grande sufría mi corazón; (“tal si, de pronto, el jinete sin cabeza, hubiérase visto en un espejo”).
     “Pero salí tras ella”, decía entonces Dubín, “tras una explosión de humo, y tras desplegar mis alas de murciélago, antes que se hiciera tarde.
     Y la busqué entre los árboles, en los bordes del pantano, llamándola en silencio o a los gritos. Y les preguntaba a otros seres si la habían visto, y ninguno me respondía más que con un “Si” deslumbrado.
     Yo temía lo peor: que el viejo Helsing hubiera salido de las sombras, y hallado en ella su venganza.

     “Ya la noche concluía”, continuaba Dubín, “cuando, cada vez más desesperanzado, la buscaba en los médanos, entrando en los tamariscos, zigzagueando, no hallando más que tábanos dormidos.
     Y luego, como una roca desprendida, bajé a la playa; y observé con tristeza el mar. Y una vez miré al Norte, y luego al Sur, con el corazón petrificado. Y, “al fin”, allí estaba, hermosa mía, desplegada por el viento.
     Con toda la fuerza acumulada en siglos, corrí hacia ella, cubriendo el cielo con mi capa. Y al llegar me miró, como a un extraño, y me habló en la lengua de los sueños, (“que ni el propio Lovecraft descifraría”).
     Y se ajustaba el vestido al cuello, de pronto frágil y tierna; y esperaba (eso creí entender, oh, aguantando el llanto”, decía Dubín, tembloroso, “que el sol apareciera en el horizonte.
     (Yo la miraba, y me parecía ver que se hundía en la arena).
     Pero la tomé de la mano, y la besé y apreté levemente; y así se despertó, abriendo los ojos sorprendida, sonriéndome al instante, dulce y enamorada.
     Ah, compañeros”, nos decía Dubín, acercándose a la mesa y sirviéndose otro vaso de whisky, “¡qué magnífico reencuentro!:
     Ella me apretó la mano, y juntos vimos salir el sol. Y corrimos, luego, agarrados, hacia los médanos, por el bosque, hasta arribar al castillo y ocultarnos”.

     “Aquí quería morderme, sanguinaria, sedienta de mí como de una orgía. Y yo, compañeros, que en todo momento era corazón galopante y endurecido, me dejé clavar sus largos y filosos colmillos.
     Luego, tal si cayera por un risco, hundió sus uñas en mi espalda, y sus ojos se agitaron y se volvieron blancos”, seguía contando Dubín, y les mostraba a Duizeide, Schierloh, Axat, Peredo y Raninqueo, las dos marcas rojas en su cuello.
     Después me dejó tirado”, decía, tentado de risa, “como mármol roto en pedazos. Aunque yo la veía, sentada en el sillón, desnuda (Oh, mirando con sus ojos taimados), y me acerqué como un rayo, le mordí el cuello y le chupé la sangre.
     Ella se sacudía y gemía en mis brazos, “y me hablaba en la lengua de los sueños”; e hizo un giro y se desembozó, y nuevamente (ah, qué placer más equitativo, compañeros) arremetió en mí su feroz dentellada.

     “GONN, GONN, GONN, GONN”, sonaban las campanadas en el comedor, del reloj de Ansonia. “GONN, GONN, GONN”, “Mis compañeros”, decía Dubín, “levantemos los vasos”. “GONN, GONN, GONN”, “Salud, compañeros”, dijo Schierloh. “Y buenaventura”, dijo Raninqueo. “GONN, GONN”, “Que tengan el mejor de los años”, dijo Duizeide. “¡Salud!”, gritó Peredo, (y los vasos, rebosantes de whisky, chocaron entre sí). (“¡PUM, PUM, PUM!”, se escuchaban los latidos, como truenos, de Venturini).


“Dubín en el laberinto” es la quinta parte de un relato mayor donde entre sus personajes, protagonistas y secundarios, aparecen escritores platenses actuales / 
Sebastián Pelayo Murray nació el 29 de octubre de 1972 en Buenos Aires / Reside actualmente en La Plata / Escritor / Foto: jmp

PAOLA BOCCALARI Camina hacia el amanecer



Exilios
(tiempo de pandemia:
lo íntimo, lo extraño)


I

voy quemando certezas
caminos y ríos

alas de pájaro
corazón de un dios
una violeta

a lo lejos mis alaridos
acunan sombras
huesos 
cadáveres

voy quemando
la flor
nacida
en la noche
de cenizas


II

cuando el viento
arranca la piel
y arrebata aliento
los labios
que los pájaros han dejado en la ventana
me soplan

me arrojan
en las tinieblas del lenguaje
y así, arremolinada
entre hojas de otoño
me divierto


III

triturada por colinas y barrancos
mis huesos
se erizan en amistad de un pino

en la piel se contornean pañuelos
rococós, silencios y engaños
la mantilla de la abuela
la humedad del vestido de novia

los baúles
sobre adoquines

la señal del tren

el adiós


IV

la caravana de viejos espigando
esquivan mi mirada

para ellos la vida y la muerte
empatan en el mismo horizonte

¿es la hierba que se marchita en la tierra que la ve nacer
es la cruz de madera en distinto sitio, cada vez ?

¿son las ruinas de algo tan simple
como la caída de hojas de este otoño?


V

la descubro en la vereda
respiro su aire
ella
el mío

la caída de sol
indica
el minuto exacto de despertar

recoge sus bolsas
su abrigo eterno
acaricia sus pájaros
me acaricia

y camina
hacia un porvenir infinito


VI

esa mujer parece bailar
trasportada por sus pájaros
aguijonea
el hueco de mi enigma


VII

esos zapatos
vacíos
que antaño
abrevaron un cuerpo

hoy, huellas de ausencia


VIII

más tarde
abandona los zapatos viejos
los ciruelos en flor
y en calma
irradiando la humedad de la última carta
camina hacia el amanecer


IX

cada vez
que se retira
abandona
granos de arena

un caracol zumba
eternamente, en mis oídos


X

mis ojos
se desprenden
se congelan

en ese caracol que me mira
me interpela
me desnuda


XI

acobijada en su humedad
y en su beso eterno
me descubro
yo también
extranjera




En cuaderno SPERONI de poesía y otras artes, año 01, número 07, otoño de 2020 / 
Paola Boccalari es Licenciada en Psicología y poeta / Nació en 1975 en Pehuajó, provincia de Buenos Aires / Vive en La Plata / Integrante del grupo LA TALITA DORADA / Fotos: archivo de La Talita Dorada