Facundo Cabral, Ella no dice nada




     Mi madre, encinta, bailaba con mi tío loco por el hachazo que todavía llevaba en la cabeza; bailaban a los saltos, de punta a punta del patio agobiado por malvones.
     ¿Qué pasa afuera? pregunté; estamos festejando tu inminente nacimiento, contestó mi madre.

     Entre el polvo y el humo del asado, el lucero del gaucho y la luna a la que tanto amó el persa al que tanto yo amaría después, con mis pies por delante, para declarar la rebeldía que me acompañaría por todos los mares, salí de mi madre y entré al mundo, el útero pletórico de cucarachas y palomas que me deslumbre casi tanto como aquella ballena que, cuarenta años después, viera parir en la Baja California.
     ¿Ese es el árbol, madre? Sí, hijo, y esta es la hormiga y aquella la nube, parte de las cosas del mundo que, con la vida que el Señor te regala a través mío, gozarás, si te animas a la aventura de los elementos, de la flora y la fauna.
     ¿Y mi padre? Pregunté a mi madre que lavaba en el arroyo su único vestido; se fue, dijo… o no, no era tan inteligente como para irse; más bien se perdió. Eso era lo único que podía hacer por nosotros, el mejor regalo para vos, que desde un principio sabe que la familia no sirve, que es un vía crucis de parientes, una miseria en cooperativa, la responsable de la secta que, multiplicada, es el nacionalismo que dividió y apestó al mundo.
     ¿Para qué nací, madre? pregunté. Naciste para desvelar a Sylvia, para inquietar al comisario, para darle trabajo a los censores, dijo mi madre.
     (Años después supe que nací para confirmar que la flecha nunca da en el blanco, para comprobar mi desubicación en esta sociedad donde las ideas han suplantado a los hechos; nací para preferir la transformación, que es mística, a la metafísica, que es psicológica, a pesar de ser una palabra griega.)
     Nací para dar testimonio de un escándalo infinitamente demorado, para que mis ojos se lo beban todo, para que terminen devorando mi copa, para ignorar que la existencia es una interminable suma de miedos.
     Nací para sentirme mal, tal vez sólo porque sospecho, culpa de la esperanza, que puede haber un mañana mejor, y yo soy ansioso, no puedo esperar; nací para comprobar en el presente, y gracias al pasado, que nada es tan malo, pero que tampoco nada es tan bueno; nací para ser lo amado, por ejemplo Arthur Rubinstein, al que conocí dando de comer a las palomas en el Campo di Fiore del Trastébere romano, el que con solo apoyar sus incendiadas manos en el teclado podían revivir a Chopin; nací para cultivar la memoria de tal suerte que se enriquecieron mis soledades, que son declaraciones inconscientes de independencia.
     Nací para tener que aceptar, dolorosamente, que aunque uno haga mucho, lo esencial será postergado hasta lo infinito; nací para que una extraña ética me condene a estar solo, pues no me permite pactar ni siquiera con aquellos que me ayudarían a sobrevivir; nací para no recordar quién dijo que la gloria es el sol de los muertos; nací para preguntárselo a Borges un día de estos en la Galería del Este, porque él lo debe saber, of course; nací para que él me sepa, nací para que Aquel me piense.
     Nací para comprender que el que consigue llegar a su epicentro alcanza la eternidad; nací para perseguir infinitos y nostalgias, para imaginar el Universo, y a mí dentro de él, y a él dentro de mí, para saber que el escocés Carlyle estaba enamorado de Alemania, o de Goethe y Schiller, que es lo mismo.
     Nací para leer, traducido, al Schopenhauer que se me adelantó, si yo fuera Nietzsche; nací para aprender algunas voces del inglés y el italiano, para amar al hebreo, al que tal vez nunca alcanzaré.
     Nací para curiosear textos expresionistas que jugaban con el lenguaje como jugó Joyce; entre esos curiosos textos descubrí a Kafka, siempre divagando por el infinito; nací para morir con él, entre tortugas y flechas.
     Nací para renacer por vos, para que no dejes de soñarme porque si no desaparecería; Nací para hacer nada para nadie, para ser ninguno entre cualquiera.
     En esos días, como ahora, la gente tenía predilección por las estupideces, un respeto suicida por lo mediocre, es decir que antes de ser lo que no es, era menos (aún no quiere enterarse de que está hecha a la bendita semejanza, como el gato todavía no se enteró de que la ley de gravedad sigue vigente.
     Los años pasaron unos tras otros, como es su costumbre, y no tuve más remedio que crecer; de mi familia heredé sólo una incipiente arteriosclerosis que me salva de recuerdos deleznables, que aliviana y agiliza a mi memoria, y un apellido de dudosa implicancia histórica: Cabral (por mi pariente, el sargento, algunos me odian; me dicen: Por haber salvado al que salvó cuántos vinieron detrás.
     Así comenzó la cuestión; había que elegir un modelo: preferí seguir al hombre del hachazo en la cabeza. Por él me conecté con otros golpeados, es decir Samuel Beckett, Henry Miller, Ezra Pound, a quienes encontré en la biblioteca, el segundo gran descubrimiento de mis primeros años, después de los caballos.
     La biblioteca… allí estaban las fábulas y los aciertos de los hombres, desde el claro Lao Tsé, el despierto Buda y Hermes Trismegisto a las revisiones de Kierkegaard.
     (…)

ELLA NO DICE NADA

Ella no dice nada solo cocina
ella no dice nada solo cocina
vaya a saber la causa
vaya a saber la causa
vaya a saber la causa
de su alegría
Ella no dice nada solo sonríe
ella no dice nada solo sonríe
cuando en lugar de sopa
cuando en lugar de sopa
cuando en lugar de sopa
sirve jazmines
Ella no dice nada lava y suspira
ella no dice nada lava y suspira
y a veces hasta vuela
y a veces hasta vuela
y a veces hasta vuela
de distraída
Ella no dice nada pero se entiende
ella no dice nada pero se entiende
porque se pasa el día
porque se pasa el día
porque se pasa el día
teje que teje 


     Siempre preferí la literatura pues nunca me convenció la anécdota grosera y pobre que sucedía en las calles donde me crié. Allí surgían mártires para nada pero jamás héroes; esas calles no existieron para mí, excepto como puntos de partida para imaginar lo contrario, fábulas que hacían soportable la desganada vida de la comunidad que, más que albergarme, me debilitaba.
     En esas calles señoreaba la apatía y el espanto, a los que quise olvidar caminando el mundo, la esperanza, el atrevimiento; de ahí en más, ningún sistema, es decir ningún estatismo, logró detenerme.
     El ensueño de la momentaneidad, el amor por el cambio permanente, nacieron en esas calles; El vagabundeo me enamoró de la metafísica, la búsqueda, la infidelidad, el arte. No me gustaban los vecinos que tuve en la adolescencia; entonces les inventé colores, es decir que, al cambiarlos, fueron más vivibles el Horacio Fernández que imaginé perdiendo el camino al África y anclando en Berisso, el Esnaola que supuse amigo del conde polaco que resultó ser Witold Gombrowicz, el hinchado Larrosa que, en una noche de verano, nos acercó a Shakespeare.
     En esas calles, la protección arruinaba las aventuras porque, sea como fuere, en ellas siempre había amparo y abrigo familiar, convencional solución, jubilación, seguridades sociales que aprendí a odiar porque deseaba ser salvajemente libre y vivir en verdadero peligro, como vivo ahora.
     En esas calles quedaron el falso líder Peralta, el inútilmente atrevido Menéndez, los Etchegaray y su vana cofradía, el ingenio inocente y tímido de Carvajal, los huecos e interminables discursos de Bidegain; ellos terminaron de arruinar sus vidas, como era de suponer, encadenándose al comercio y a los ministerios.
     Esas calles eran pobres, pero lo peor era la tristeza, el aburrimiento que las poblaba; sobraban las bicicletas y los partidos de fútbol, y escaseaban las mujeres y la cultura; el arte ni siquiera era intuido. Desganadamente, la vida iba hacia la muerte, que trataba de evitarla; doña Pilar salía en bata a saludar a don Ricardo que esperaba que el confesarse con el cura Matías lo libraría de abandonar esa minucia que él creía vida; Cassinelli se emborrachaba para salvarse de la apatía general; Torrebruno se masturbaba en el altillo y escondía algunas monedas en el sótano; el doctor Taverna soñaba con el triunfo argentino en el campeonato sudamericano de básquetbol.
     En mis pesadillas retorno a esas calles, y mi voluntad se corroe al cruzar otra vez por el mercado y oír los comentarios de los traidores a la evolución, cometido a puro teleteatro y Pimpinela.
     No puedo recordar mis primeros años con jardines, trenes eléctricos, mañanas de gaviotas frente al mar y tardes de Brahms y poesía; mis recuerdos son sombríos, de acuerdo a las nefastas chimeneas que rodeaban a los multitudinarios empleados públicos que me ahogaban por los cuatro costados.
     Los más humildes ennegrecían sus cuellos y sus manos en los talleres que los marcarían para siempre en la vida y en la muerte a la que entrarían con la terrible contraseña de sus uñas sucias y maldecidas por la alta traición de no buscar y trabajar nada más que por obligación.
     Ottolenghi es un ejemplo de lo que digo, pues ni el dinero ni el placer ni la notoriedad pueblerina, ni siquiera el amor, lo libraron de las manchas de sus dedos; cuando murió, fue un monstruo primitivo e hinchado que, entre reumatismo y artritis, agobió con lamentos a Dios.
     Antonio quedó en esas calles, denigrándose a sí mismo, al poeta, al hombre que podía haber sido, detrás de un escritorio donde solo es un ciudadano; también Mario, que hastiado y con mucho vino barato en la sangre, se cayó del muelle y murió ahogado al costado del petrolero San Blas, antes de que este se incendiara en ocho días memorables que llenaron de ceniza a Berisso y Ensenada, donde se enfurecía Simón, uno de los pocos vecinos que recuerdo con afecto.
     Por él descubrí las palabras, él me enseñó a amarlas, a salvarlas de las máquinas de escribir, de los periódicos, de la basura adonde las tiraban los mercaderes y los escribanos, a esconderlas para que no las denigraran y malgastaran los abogados, a lavarlas y ponerlas a secar en el techo del hotel Europa.
     Había que ver cómo brillaban a mediodía ahí arriba, cómo iluminaban al pueblo las palabras, qué graciosas lucían las consonantes llenas de uvas y las vocales de fango, el fango de donde nace todo y al que todo regresa… era emocionante ver cómo la palabra revolución, por ejemplo, rompía los vidrios del banco y la comisaría.
     Las palabras… por ellas levanto mundos al hablar y los destruyo al callar, despierto al otro que también soy, al mejor de los que me habitan, el que vive para lo que ama, el que no pierde el tiempo con el enemigo, es decir con lo que no lo crece.
     La manzana es más manzana cuando la nombro, el río brilla más en su sonido, yo tengo un lugar en el universo cuando alguien me llama, hasta el amor es nada cuando lo callo.


EL OFICIO DEL CANTOR

El oficio del cantor es cosa maravillosa
caray que contarle al mundo que en casa no sea una rosa
o que vino del oriente una nueva mariposa
o que Dios y la verdad viven en todas las cosas
El oficio de cantor es tarea venturosa
para el sediento la copla es el agua milagrosa
por compartir con Ciriaco esa cuestión misteriosa
que es nada más que la vida
aunque le llamen milonga

El oficio de cantor se aprende teniendo ganas
abriéndole al sol la puerta y a la sombra la ventana
o dándole tiempo al tiempo para el verso para el trigo
para la fe la esperanza, y perdón, y los amigos
Ser cantor no es un oficio
es ser espía del viento
pues se canta con su voz
que es Dios compartiendo el verbo
es andar soles y lunas
con la manzana entera
que el Señor puso en mis manos
para dársela a cualquiera
Para cantar compañero
hay que perder todo el miedo 


NO SOY DE AQUÍ NI SOY DE ALLÁ

Me gusta el mar y la mujer cuando llora
las golondrinas y las malas señoras
saltar balcones y abrir las ventanas
y las muchachas en abril

Me gusta el vino tanto como las flores
y los amantes, pero no los señores
me encanta ser amigo de los ladrones
y las canciones en francés

No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color
de identidad

Me gusta estar tirado siempre en la arena
y en bicicleta perseguir a Manuela
y todo el tiempo para ver las estrellas
con la María en el trigal

No soy de aquí, ni soy de allá
no tengo edad, ni porvenir
y ser feliz es mi color
de identidad


POBRECITO MI PATRÓN

Juan Comodoro,
buscando agua encontró petróleo,
se volvió rico…
pero se murió de sed…

Yo no sé quién va más lejos,
la montaña o el cangrejo…
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo…

Quién sabe si el apoyarse,
es mejor que el deslizarse…
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo…

Más que el oro es la pobreza,
lo más caro en la existencia…
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo...

Solamente lo barato,
se compra con el dinero…
Pobrecito mi patrón
piensa que el pobre soy yo…

Que me importa ganar diez,
si se contar hasta seis…


En: Paraíso a la deriva. Memorias, Sudamericana, 1985. Foto: Jmp

Facundo Cabral (Rodolfo Enrique Cabral Camiñas, La Plata, Provincia de Buenos Aires, 22 de mayo de 1937 - Guatemala, 9 de julio de 2011). 

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