PÁGINA 12 04/01/08 / literatura
Aurora Venturini, autora de “Las primas”
“Tal vez lleve dentro otra mujer mucho más joven” . A los 85 años, la ganadora del concurso Nueva Novela de Página/12 se revela como un personaje cautivante. Habla de su familia, de fantasmas y bombas Molotov.
“Les tengo miedo a los relojes y a los calendarios, me parecen guadañas”, dice Venturini.
Por Silvina Friera
”Este premio que gané fue un bombazo, se han quedado todos out”, bromea Aurora Venturini mientras invita a pasar por el living de su departamento de La Plata. Lo primero que se ve en uno de los aparadores es la escultura de Adolfo Nigro y el cheque fantasía con los 30 mil pesos que ganó con su novela Las primas –que se distribuye mañana en todos los kioscos del país– en el concurso Nueva Novela de Página/12. A pocos metros de ese “santuario” privado exhibe con el mismo orgullo un retrato de Evita, de la que dice, con su voz ronca, de cantante de bolero, que “no habrá otra igual”. Como si el eco afónico de esa frase rebotara en las paredes y se pegara a lo que cuenta la dueña de casa, a poco de hablar con esta poeta, novelista y traductora, la sensación es que no habrá otra igual. La escritora es tan extrema, inquietante, original y desconcertante, como la novela que escribió. Quizá por picardía de la autora, se puede confundir a Venturini con esa narradora feroz, Yuna, que de entrada nomás, en la primera página del libro, confiesa: “No éramos comunes por no decir que no éramos normales”.
Yuna vomita sus verdades sin piedad hacia esa familia atípica, primas, tías, hermana (con edad mental de cuatro años, que sentada y de espalda, “semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles”) y madre, incluida, a las que considera un “error de la naturaleza”; familia en la que no falta un secreto que la narradora preserva, un crimen-venganza en la que está involucrada una de sus primas, Petra, la liliputiense, el personaje más perverso de esta novela. A la escritora no le importa incomodar, provocar, parecía que ése es el efecto buscado: sujetar al lector con tanta fuerza, que resulta imposible dejar de leer Las primas de un tirón. Venturini apoya el bastón sobre una de las paredes, se acomoda en su escritorio con un gesto que delata la satisfacción que siente al estar rodeada de libros (los más de cuarenta que publicó en pequeñas ediciones, muchísimos agotados). Una y otra vez, mientras habla, pasa la mano por la máquina de escribir en donde tipeó el manuscrito de Las primas. “La escribí de un tirón. Hay novelas y traducciones que me llevaron años; no me explico cómo la escribí tan rápido, en un mes”, cuenta en la entrevista con Página/12. “Decía Rimbaud, hablando de la poesía, que el poeta era un vidente, un augur, y es como si hubiera tenido necesidad de explicar cosas con esta novela porque trabajé mucho con infradotados, entonces sé cómo son, pero hay gente que no los entiende. No son inferiores ni superiores, son otra cosa, como si fueran otra especie”, aclara.
“Quién te dice que a lo mejor no la escribí yo, que adentro no llevo otra mujer mucho más joven. ¿Parezco muy vieja? ¿Quien sabe cuántos años tendré?”, desliza la escritora.
–¿Cómo fue su infancia?
–Tuve una infancia triste, no me llevaba bien con mi familia, salvo con mi abuelo, que era italiano, de Sicilia, con el que salía, y que fue el que me contó cómo eran todas las cosas de la vida. Cuando vino de Italia, trajeron dos hijos: uno era mi papá (que es cierto que se fue de casa, como en la novela) y otro uno de mis tíos, y acá tuvieron otros dos hijos más, que fueron marinos. La abuela un día decidió encerrarse en su habitación, toda vestida de negro, y rezaba todo el tiempo... Tuve una infancia un poco oscura, era bastante extraña (piensa)... Eso sí, fui la mejor alumna en primaria, secundaria y la universidad. Acá las familias no son muy unidas, se reúnen pero siempre una chusmea de una, de la otra. Es lo que dice Borges: no nos une el amor sino el espanto. Y eso es lo que pasa en mi novela.
–Parece cuestionar fuertemente la idea de la familia unida y feliz...
–Sí, hay cosas verdaderas en la novela, pero saltando sobre el objetivo hago que aparezca la fantasía, pero no hay tanta fantasía porque muchas cosas ocurrieron, porque había infradotados y yo los quería y sentía que tenía que llevar también algo de ellos. Había muchos casamientos entre primos, tan cuestionados, pero no es nada, si no tienen taras. Todos tenemos taras en la sangre; si es leve, no pasa nada, los chicos nacen normales. Pero en mi familia había una tara elevada al cuadrado o más (risas).
–¿Yuna se parece a usted?
–Yo soy escritora, ella es pintora; yo terminé la universidad, ella no. Pero después cuando empieza en Bellas Artes se anima a escribir y anda todo el tiempo con el diccionario, casi casi diría se nivela con un normal. Pero ella no quiere ser normal porque ve toda la miseria de la gente normal, como el profesor que termina embarazando a la hermana, Betina. Ella no está enamorada del profesor, pero ¿quién no se enamora de algún profesor cuando es chica? Algún profesor me gustó, ¿no es cierto?, y que no se llegue a nada es lo más común. Ella ve tanta miseria en el mundo de la normalidad que mucho interés en ingresar a ese mundo no tiene. Sí, quiere sobresalir, no quiere ser como Petra o Betina, o como los tíos esos que tapan a Jesucristo cada vez que van a hacer el acto sexual. Ella solita se mejora, estudia, lee, siempre anda con el diccionario porque se le ocurren cosas, palabras, porque tiene un espíritu superior. Pero para mí la más interesante es Petra, porque ella es la vida, la crueldad, la venganza. Petra es lo que es el mundo.
–¿Petra existió?
–Sí, pero no hizo eso que se cuenta en la novela. La que es casi calcada es la tía Nené, que no quería enterrar a su madre. Cuando mi abuela se murió, ella corría por toda la casa y decía: “mi mamá es mía”, no quería que se la llevaran los de la funeraria.
–¿De dónde viene esa cosa tan salvaje y agresiva, por momentos despiadada, que tiene la narradora?
–Es por la rama siciliana, por parte de mi familia paterna. Bueno, mi familia materna eran sanjuaninos, Albarracín, y Sarmiento no era nada suave (risas).
Venturini hace pequeñas pausas para respirar un poco. Igual que Yuna, por momentos, relata con tanto entusiasmo sin puntos ni coma “porque si ponía punto o coma perdía la palabra hablada”. “Yo le tengo miedo a los relojes y a los calendarios, me parecen guadañas. ¿Quién dijo que el año tiene 365 días? ¿Por qué no puede tener más? Yo tengo muchos años, pero no represento tanto porque no los quiero cumplir”, subraya, como si con ese empecinamiento revelara el secreto de su vitalidad. “Yo padecí mucho en el ’56, castigaban mucho, pero yo molotoveaba, hacía unas molotov bárbaras...”
–¿Sabe hacer molotovs?
–Sí, claro, si es muy fácil. Agarrás una botella, dejás un vacío, ponés el inflamable, la pila de estopa, una bochita, la prendés y la tirás.
–¿Y tiró muchas molotvs?
–Y, sí, bastantes, pero era muy joven (risas). Me recibí en Humanidades a los 24 años, así que no tenía ni 30 años. La muerte de Evita me marcó mucho... me han castigado tanto, porque sí nomás, porque pensaba, pero en la escuela no hablaba nunca de política, cada cual que pensara lo que quisiera.
–¿Qué sería para usted la normalidad?
–No existe, la normalidad puede ser la palabra con mayúscula, nada más que eso. Nosotros no somos lo que dejamos de ser, no podemos estar contra el principio de contradicción, no se puede ser y no ser. Nosotros no somos seres humanos, está mal dicho, somos humanos. El ser es algo que no se puede definir, lo metafísico es indefinible. ¿Qué es la materia? Lo que hace que esto sea madera (toca la mesa) y esto sea plástico (toca la tapa de su máquina de escribir). Pero no lo puedo definir, sé que es una materia y punto. Lo metafísico es tan inasible... ¿Alguna vez vio un fantasma?
–No.
–Yo sí, en todas partes, pero de chicos nos enseñan a ser ciegos, no hay cuco ni nada, entonces el chico tiene que someterse al poder de los grandes. Una vez conversaba con un rabino y le conté que había visto a alguien apoyado en el marco de la puerta de mi dormitorio, no tenía nada, ni alas. “Sí, pero era un ángel”, me dijo. Y cuando nosotros nos vamos, no nos vamos. Se va lo que se pudre, por eso ya hice el trámite: me anoté en el crematorio, con cajón y todo.
–¿Por qué?
–No quiero que me muerdan los gusanos, que ya en vida me han mordido bastante. El señor que me atendió me preguntó: ¿trae el cuerpo para cremar? “Sí, el mío, pero vas a tener que esperar” (risas). Llené la planilla, entonces escribí mi necrológica, lo único que no puse es la fecha porque no sé cuándo me voy a morir. Pero escribí: “Sus restos fueron cremados y sus cenizas, esparcidas en el bosque de La Plata, ciudad a la que amó tanto”. Tal cual. El muchacho me miraba. “Nunca me pasó algo igual”, me dijo. “Ah, yo soy muy original”, le dije. Después me compré el cajón, pero le dije que quería algo baratito, total va al horno. Yo soy diferente (risas).
Yuna vomita sus verdades sin piedad hacia esa familia atípica, primas, tías, hermana (con edad mental de cuatro años, que sentada y de espalda, “semejaba un bicho jorobado de piernecitas cortas y brazos increíbles”) y madre, incluida, a las que considera un “error de la naturaleza”; familia en la que no falta un secreto que la narradora preserva, un crimen-venganza en la que está involucrada una de sus primas, Petra, la liliputiense, el personaje más perverso de esta novela. A la escritora no le importa incomodar, provocar, parecía que ése es el efecto buscado: sujetar al lector con tanta fuerza, que resulta imposible dejar de leer Las primas de un tirón. Venturini apoya el bastón sobre una de las paredes, se acomoda en su escritorio con un gesto que delata la satisfacción que siente al estar rodeada de libros (los más de cuarenta que publicó en pequeñas ediciones, muchísimos agotados). Una y otra vez, mientras habla, pasa la mano por la máquina de escribir en donde tipeó el manuscrito de Las primas. “La escribí de un tirón. Hay novelas y traducciones que me llevaron años; no me explico cómo la escribí tan rápido, en un mes”, cuenta en la entrevista con Página/12. “Decía Rimbaud, hablando de la poesía, que el poeta era un vidente, un augur, y es como si hubiera tenido necesidad de explicar cosas con esta novela porque trabajé mucho con infradotados, entonces sé cómo son, pero hay gente que no los entiende. No son inferiores ni superiores, son otra cosa, como si fueran otra especie”, aclara.
“Quién te dice que a lo mejor no la escribí yo, que adentro no llevo otra mujer mucho más joven. ¿Parezco muy vieja? ¿Quien sabe cuántos años tendré?”, desliza la escritora.
–¿Cómo fue su infancia?
–Tuve una infancia triste, no me llevaba bien con mi familia, salvo con mi abuelo, que era italiano, de Sicilia, con el que salía, y que fue el que me contó cómo eran todas las cosas de la vida. Cuando vino de Italia, trajeron dos hijos: uno era mi papá (que es cierto que se fue de casa, como en la novela) y otro uno de mis tíos, y acá tuvieron otros dos hijos más, que fueron marinos. La abuela un día decidió encerrarse en su habitación, toda vestida de negro, y rezaba todo el tiempo... Tuve una infancia un poco oscura, era bastante extraña (piensa)... Eso sí, fui la mejor alumna en primaria, secundaria y la universidad. Acá las familias no son muy unidas, se reúnen pero siempre una chusmea de una, de la otra. Es lo que dice Borges: no nos une el amor sino el espanto. Y eso es lo que pasa en mi novela.
–Parece cuestionar fuertemente la idea de la familia unida y feliz...
–Sí, hay cosas verdaderas en la novela, pero saltando sobre el objetivo hago que aparezca la fantasía, pero no hay tanta fantasía porque muchas cosas ocurrieron, porque había infradotados y yo los quería y sentía que tenía que llevar también algo de ellos. Había muchos casamientos entre primos, tan cuestionados, pero no es nada, si no tienen taras. Todos tenemos taras en la sangre; si es leve, no pasa nada, los chicos nacen normales. Pero en mi familia había una tara elevada al cuadrado o más (risas).
–¿Yuna se parece a usted?
–Yo soy escritora, ella es pintora; yo terminé la universidad, ella no. Pero después cuando empieza en Bellas Artes se anima a escribir y anda todo el tiempo con el diccionario, casi casi diría se nivela con un normal. Pero ella no quiere ser normal porque ve toda la miseria de la gente normal, como el profesor que termina embarazando a la hermana, Betina. Ella no está enamorada del profesor, pero ¿quién no se enamora de algún profesor cuando es chica? Algún profesor me gustó, ¿no es cierto?, y que no se llegue a nada es lo más común. Ella ve tanta miseria en el mundo de la normalidad que mucho interés en ingresar a ese mundo no tiene. Sí, quiere sobresalir, no quiere ser como Petra o Betina, o como los tíos esos que tapan a Jesucristo cada vez que van a hacer el acto sexual. Ella solita se mejora, estudia, lee, siempre anda con el diccionario porque se le ocurren cosas, palabras, porque tiene un espíritu superior. Pero para mí la más interesante es Petra, porque ella es la vida, la crueldad, la venganza. Petra es lo que es el mundo.
–¿Petra existió?
–Sí, pero no hizo eso que se cuenta en la novela. La que es casi calcada es la tía Nené, que no quería enterrar a su madre. Cuando mi abuela se murió, ella corría por toda la casa y decía: “mi mamá es mía”, no quería que se la llevaran los de la funeraria.
–¿De dónde viene esa cosa tan salvaje y agresiva, por momentos despiadada, que tiene la narradora?
–Es por la rama siciliana, por parte de mi familia paterna. Bueno, mi familia materna eran sanjuaninos, Albarracín, y Sarmiento no era nada suave (risas).
Venturini hace pequeñas pausas para respirar un poco. Igual que Yuna, por momentos, relata con tanto entusiasmo sin puntos ni coma “porque si ponía punto o coma perdía la palabra hablada”. “Yo le tengo miedo a los relojes y a los calendarios, me parecen guadañas. ¿Quién dijo que el año tiene 365 días? ¿Por qué no puede tener más? Yo tengo muchos años, pero no represento tanto porque no los quiero cumplir”, subraya, como si con ese empecinamiento revelara el secreto de su vitalidad. “Yo padecí mucho en el ’56, castigaban mucho, pero yo molotoveaba, hacía unas molotov bárbaras...”
–¿Sabe hacer molotovs?
–Sí, claro, si es muy fácil. Agarrás una botella, dejás un vacío, ponés el inflamable, la pila de estopa, una bochita, la prendés y la tirás.
–¿Y tiró muchas molotvs?
–Y, sí, bastantes, pero era muy joven (risas). Me recibí en Humanidades a los 24 años, así que no tenía ni 30 años. La muerte de Evita me marcó mucho... me han castigado tanto, porque sí nomás, porque pensaba, pero en la escuela no hablaba nunca de política, cada cual que pensara lo que quisiera.
–¿Qué sería para usted la normalidad?
–No existe, la normalidad puede ser la palabra con mayúscula, nada más que eso. Nosotros no somos lo que dejamos de ser, no podemos estar contra el principio de contradicción, no se puede ser y no ser. Nosotros no somos seres humanos, está mal dicho, somos humanos. El ser es algo que no se puede definir, lo metafísico es indefinible. ¿Qué es la materia? Lo que hace que esto sea madera (toca la mesa) y esto sea plástico (toca la tapa de su máquina de escribir). Pero no lo puedo definir, sé que es una materia y punto. Lo metafísico es tan inasible... ¿Alguna vez vio un fantasma?
–No.
–Yo sí, en todas partes, pero de chicos nos enseñan a ser ciegos, no hay cuco ni nada, entonces el chico tiene que someterse al poder de los grandes. Una vez conversaba con un rabino y le conté que había visto a alguien apoyado en el marco de la puerta de mi dormitorio, no tenía nada, ni alas. “Sí, pero era un ángel”, me dijo. Y cuando nosotros nos vamos, no nos vamos. Se va lo que se pudre, por eso ya hice el trámite: me anoté en el crematorio, con cajón y todo.
–¿Por qué?
–No quiero que me muerdan los gusanos, que ya en vida me han mordido bastante. El señor que me atendió me preguntó: ¿trae el cuerpo para cremar? “Sí, el mío, pero vas a tener que esperar” (risas). Llené la planilla, entonces escribí mi necrológica, lo único que no puse es la fecha porque no sé cuándo me voy a morir. Pero escribí: “Sus restos fueron cremados y sus cenizas, esparcidas en el bosque de La Plata, ciudad a la que amó tanto”. Tal cual. El muchacho me miraba. “Nunca me pasó algo igual”, me dijo. “Ah, yo soy muy original”, le dije. Después me compré el cajón, pero le dije que quería algo baratito, total va al horno. Yo soy diferente (risas).
“Tal vez lleve dentro otra mujer mucho más joven”
Mi hermana dejó la escolaridad en tercer grado. No daba para más. En realidad no dábamos para más ninguna de las dos y yo dejé en sexto grado. Sí, aprendí a leer y escribir, esto último con faltas de ortografía, todo sin h, porque si no se pronuncia, ¿para qué serviría? Leía dislálicamente, dijo la psicóloga. Pero sugirió que ejercitándome mejoraría y me obligaba a los destrabalenguas como María Chucena su choza techaba y un leñador que por ahí pasaba le dijo María Chucena vos techás tu choza o techás la ajena yo no techo mi choza ni techo la ajena sólo techo la choza de María Chucena. Mamá observaba y cuando yo no destrababa me daba un punterazo en la cabeza. La psicóloga impidió la presencia de mamá durante María Chucena y destrabé mejor, porque cuando mamá estaba, por terminar bien pronto María Chucena me equivocaba temiendo el punterazo (...) Yo no quería comer en la mesa de Betina. Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos. Lloraba si yo insistía en alimentarla porque aquello de meterle la cuchara en cualquier orificio de la cara. A Betina le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis. En mitad de las comidas le venían ganas. El olor me producía vómitos. Mamá me dijo que no me hiciera la delicada o me internaría en el cotolengo. Yo sabía qué era el cotolengo y desde entonces almorcé, diré, perfumada con el hedor a caca de mi hermana y la lluvia de pis. Cuando tiraba cuetes, la pellizcaba.
Mi hermana dejó la escolaridad en tercer grado. No daba para más. En realidad no dábamos para más ninguna de las dos y yo dejé en sexto grado. Sí, aprendí a leer y escribir, esto último con faltas de ortografía, todo sin h, porque si no se pronuncia, ¿para qué serviría? Leía dislálicamente, dijo la psicóloga. Pero sugirió que ejercitándome mejoraría y me obligaba a los destrabalenguas como María Chucena su choza techaba y un leñador que por ahí pasaba le dijo María Chucena vos techás tu choza o techás la ajena yo no techo mi choza ni techo la ajena sólo techo la choza de María Chucena. Mamá observaba y cuando yo no destrababa me daba un punterazo en la cabeza. La psicóloga impidió la presencia de mamá durante María Chucena y destrabé mejor, porque cuando mamá estaba, por terminar bien pronto María Chucena me equivocaba temiendo el punterazo (...) Yo no quería comer en la mesa de Betina. Me asqueaba. Tomaba la sopa del plato, sin usar cuchara y tragaba los sólidos agarrándolos con las manos. Lloraba si yo insistía en alimentarla porque aquello de meterle la cuchara en cualquier orificio de la cara. A Betina le compraron una silla de almorzar que tenía una mesita adosada y en el asiento, un agujero para que defecara y pis. En mitad de las comidas le venían ganas. El olor me producía vómitos. Mamá me dijo que no me hiciera la delicada o me internaría en el cotolengo. Yo sabía qué era el cotolengo y desde entonces almorcé, diré, perfumada con el hedor a caca de mi hermana y la lluvia de pis. Cuando tiraba cuetes, la pellizcaba.
LA FICHA
A los cuatro años empezó su temprana relación con la literatura. “Yo escribía y recitaba con ademanes, como se usaba entonces”, cuenta la poeta, narradora y traductora, que ha publicado, entre otros, los poemarios El anticuario (1948), El solitario (1951); las novelas Nosotros, los Caserta y Las Marías de los toldos, con prólogo de Fermín Chávez, que fue su esposo. Fue docente en La Plata, donde nació hace 85 años. Durante su exilio en París se relacionó con Violette Leduc, Eugène Ionesco, Sartre y Simone de Beauvoir, entre otros intelectuales, y en Sicilia frecuentó la amistad de Salvatore Quasimodo. El gobierno francés la distinguió con la Cruz de Hierro por sus traducciones de François Villon y de Rimbaud.
Retrato de una evitista
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–¿En qué momento se dio cuenta de que era peronista?
–Cuando conocí a Evita. Yo trabajaba en Minoridad y como había chicos muy inteligentes entonces le dije a María Elvira Caporale, la señora de Mercante, que era el gobernador de la provincia, que quería ver a Evita para proponerle que a esos chicos los sacáramos y los lleváramos al colegio y a la universidad, sin que los otros supieran de dónde venían, que se mantuviera el secreto. Y así la conocí y empecé a trabajar con Evita. En la bendita Fundación, que ojalá se hiciera nuevamente, había de todo: sacamos maestras, abogados, escribanos. No había remedio que Evita no pudiera conseguir, lo conseguía y lo mandaba a buscar adonde fuera. Muchos eran antievitistas y después la combatieron, pero no habrá otra igual. ¡Cómo me gustaría que abrieran los ojos y reabrieran otra vez aquella Fundación! Claro que hay que ser un poco como Robin Hood, sacarles a los que más tienen porque no debería haber tantas injusticias, ni demasiados ricos ni demasiados pobres.
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–¿En qué momento se dio cuenta de que era peronista?
–Cuando conocí a Evita. Yo trabajaba en Minoridad y como había chicos muy inteligentes entonces le dije a María Elvira Caporale, la señora de Mercante, que era el gobernador de la provincia, que quería ver a Evita para proponerle que a esos chicos los sacáramos y los lleváramos al colegio y a la universidad, sin que los otros supieran de dónde venían, que se mantuviera el secreto. Y así la conocí y empecé a trabajar con Evita. En la bendita Fundación, que ojalá se hiciera nuevamente, había de todo: sacamos maestras, abogados, escribanos. No había remedio que Evita no pudiera conseguir, lo conseguía y lo mandaba a buscar adonde fuera. Muchos eran antievitistas y después la combatieron, pero no habrá otra igual. ¡Cómo me gustaría que abrieran los ojos y reabrieran otra vez aquella Fundación! Claro que hay que ser un poco como Robin Hood, sacarles a los que más tienen porque no debería haber tantas injusticias, ni demasiados ricos ni demasiados pobres.
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