LALO PAINCEIRA El límite de un conejo





Hoy es 23 de diciembre y acaba de terminar el recreo. Llego a la celda y repito la rutina diaria. Me lavo, busco algo para comer de lo que compré en la despensa y me  instalo para comenzar esta nada a la que ya estoy acostumbrado mientras espero el rancho de la noche.
Una celda es un bolsillo, una caja llena de melancolía y sed.
Hoy, por ser víspera de Nochebuena, el recreo se prolongó un poco más. Enseguida llega la comida y desde ya, la soledad es mi piel, con la carga que en una celda tiene la palabra soledad. Me siento ante la mesada armado de la cuchara de madera para comer la versión carcelaria del guiso carrero. Supongo que todos los presos están haciendo lo mismo, cada uno en sus celdas, porque el  pabellón está en silencio y puedo escuchar los ruidos de la calle. Oigo con nitidez las voces de los pibes jugando, el estallido de los cohetes, los retos de las madres. Diría que hasta puedo adivinar el color de los  ojos del purrete más atorrante de la cuadra. En realidad, puedo adivinar la Navidad en cada casa, en cada persona del afuera. Porque está muy cerca. El nacimiento de la esperanza me invade y nunca un parto fue más esperado.
Nochebuena será mañana, aunque acá se repitan las rutinas y los gestos. Pero en realidad, nada es igual. Hay una tensión especial. Como si el aire se estirara y estuviera a punto de rajarse. La sed se adhiere a mi cuerpo reseco.
¡Qué joder! La esperanza está por nacer. Y con esa expectativa me tiro a dormir.


…………………


Ya es 24 de diciembre y paso en limpio algo goyesco que escribí antes de dormir:
Queden abiertos al viento, viejos esqueletos, estructuras desarticuladas!
¡Busquen llenarse de memoria, desplieguen sus alas!
¡Liberen la ternura sin rubor, den cuerda a sus almas, trepen a los     sueños!
Porque aquí no termina todo.
Afuera hay un sol nuevo cada mañana
Y  esta medianoche
Una estrella traerá un mundo-otro  plural.
“Nosotros” será la palabra.
¡Constrúyanse de un solo golpe porque el vientre nuevo parirá un nuevo rostro!          
Ventanas.
Un pájaro, quizás,
Y todo cambiará a partir de la madrugada…


....................


Es de noche y después de un largo recreo, comimos locro que estaba realmente bueno. Un regalo. Por ser Nochebuena nos dan un tratamiento más distendido y permisivo, menos rígido, como si se permitiera todo.
Todo, digo, y es una exageración. Porque seguimos presos y encerrados cada uno en su calabozo. Y en esta mínima celda, la 786 del pabellón 15, escucho ese todo que es golpear la puerta, gritar, asomar la cabeza al pasillo y charlar con el vecino. Porque ya es de noche y no han apagado las luces. Hoy nos conceden poder hablar en voz alta y hasta mantener un diálogo con el que está enfrente. En realidad, escribo en medio de los golpes y de los gritos. Son mil tipos pegando contra la chapa de las puertas, gritando. Golpeando con bronca, con odio. Todos al mismo tiempo. Como si cada chapa de cada puerta resumiera nuestro mundo personal, privado, chiquito como la celda que habitamos.
Porque aquí también es Navidad. ¿Alguien se dará cuenta en el afuera?
Y golpeamos y gritamos como si vomitáramos. Alguien intenta cantar mientras yo busco una alegría. Una sola. Un nuevo parto. Renacer. Y aparece cada uno de mis compañeros. La Tana, con su mirada regaladora de cielos, pronunciando mal la rr; el Gallego y su Polaca; el Petiso; la Lumpona; el Potrillo; el Hippie y Cachabacha; Larguirucho, la inolvidable Gallega que desafiando convenciones se arriesgó a visitarme; mi Mimí Pinsón que también tenía problemas con la rr y me contaba que un pego le había ladrado; Cata, la de Humanidades que era maestra aquí y por pedir verme la trasladaron al peor destino que podían otorgarle; Aníbal, esté donde esté; Rafael; todos los que compartimos la Navidad inminente en este bolsón de carencias y angustia; los compañeros presos en Devoto con el Indio, el Fauno, Larguirucho y el resto; todos los compañeros del afuera, hermanos del alma que pese a la aparente dureza por estar curtidos en la lucha, siempre se les escapa el afecto y la calidez en el apretón de manos, en la risa o en sus gestos. Todos juntos en mi memoria, como comensales de una mesa clandestina, con nombres que no son los reales, pero con ese amor inmensurable que nace de compartir los sueños y los mismos riesgos, que quiere decir ofrecer la propia vida como tributo si fuera necesario. Porque lo sabemos. Y desde ya, mis flacas soñadas, mis nunca y no me importa, porque en realidad son un sueño, y desde ya, un recuerdo a mi familia de sangre, a esos viejitos míos y a mis hermanos, cuñadas y sobrinos. Porque necesito ya, en este instante, una alegría que me haga sentir libre como cualquier habitante del afuera. Una alegría que pueda trascender los muros que rodean la prisión y llegar hasta todos ellos, que son  los míos. Una alegría que pueda mandar de un solo golpe.
Pero los sueños no crecen. Los aborta el grito. Quiero no estar preso. Desesperadamente. Quiero estar afuera con el mundo que escucho a retazos desde mi ventana.  Brindar con mis  compañeros, con alguna flaca amada, con mis viejitos del alma y mis dos hermanos que solidariamente vendrán  mañana  a visitarme como si hubiéramos compartido el mismo pan dulce, la misma jarana. Quiero abrazar mi historia más chiquita, más personal, más íntima, esa que está llena de nombres callados. De deseos contenidos. De mis nunca. Pero la locura se levanta al golpe. Son todos locos. Somos todos locos abandonados al puro instinto. Y yo no quiero golpear. Lo juro. Pero mis puños están pegando contra la puerta. Fuerte. Y mis manos están rojas. Y golpeo. Golpeo para que la locura pase de largo. Lo sé. Lo sé. Esto se clavará en mi memoria. Sangrará cada Navidad de cada año que venga. Pero necesito una presencia. Una imagen aunque no tenga nombre. Por eso les escribo a ustedes, a los que no conozco, que no me conocen, con los que un día volveré a decir nosotros. Una gota que calme este infierno. Porque tiene algo de tragedia esta Navidad de la explosión digitada al estar permitida, al habernos marcado de antemano los límites. No. No es triste esta noche. Repito. Tiene algo de tragedia. Pero pasará. Lo sé. Pasará. Y esperan acurrucados los días grises, la rutina, ese tiempo detenido que siempre habita las prisiones. Y los gritos siguen copulando con los golpes. Los presos sociales dan vivas a la desesperación. Cualquier cosa vale como pretexto: los culos de los homosexuales del pabellón 13 y hasta el Che o Perón cuando se acuerdan de este puñado de presos políticos, celosamente custodiados. Más guardados aún que ellos. Encierro dentro del encierro. Al fin y al cabo, todos tuteamos la misma herida.
En medio de esta gigantesca orgía de dolor compartido, con internos que asoman sus cabezas y lanzan fuego por sus bocas utilizando el combustible de sus calentadores, con los golpes que no cesan en medio de una guerra de estallidos, yo escribo para trascender la cárcel y sentirme libre.
Y golpeo, qué joder. Golpeo porque si no muere mi alma. Porque pienso las cosas que no deben pensarse en esta soledad y pego contra la puerta, pego, pego, pego. Las doce se acercan. Llegan. Levanto el jarro lleno de agua y grito: ¡Feliz Navidad, carajo! Feliz Navidad a todos. ¿Me escuchan allá, en el afuera? ¿Escuchan mis golpes y mis gritos? ¿Me sienten ahí, en esa mesa, con ustedes? ¿Me han liberado en cada brindis?


………………..


Llegó el 25 de diciembre. No recuerdo en qué momento me dormí. Pero Nochebuena ya pasó. Ahora estoy sentado contra una pared en el patio de recreo. La esperanza sigue en mi puño y no me importa que me castigue un sol implacable mientras permanezco aquí, como en una reposera, la espalda contra el viejo muro exterior descascarado del pabellón de castigo.
Los altoparlantes pasan música a todo volumen. Son canciones que representan otra tortura. Miro el patio y es una imagen de película. Nosotros, con las cabezas rapadas y los uniformes grises que nos cuelgan como bolsas, somos mástiles de raídas banderas, pero no olvidadas ni traicionadas. Y eso vale.
Escuchamos las voces chillonas que llegan desde el patio de los homosexuales. Los miramos pasear de la mano su celo con ostentación. Tratan de ser graciosos y sus risas tímidas y femeninas cortan sus cuerpos de hombres. Entre nuestro patio y el de ellos funciona una parte de la granja del penal y entre las matas de pasto, se asoman las orejas de algún conejo despistado mientras los patos pasean en fila, como si imitaran a la guardia armada que marcha sobre el muro que nos cerca.
Una escena casi campestre, un paisaje de almanaque recortado del afuera. Un retazo trasplantado que huele a hierba, a viento verde. Aquí, entre rejas. Una paradoja que roza el absurdo.
En nuestro patio una rata disputa con los gorriones un pedazo de pan. Entonces siento los quejidos que llegan desde los calabozos de castigo. Están repletos. Anoche, mientras la esperanza llegaba a mi celda, los parias fueron reprimidos, golpeados. Los parias, los que no tienen familia ni nadie que reclame por ellos, los que carecen de voz. Ellos no tuvieron esperanza nueva.
Los otros presos políticos charlan a la sombra en otro rincón del patio.
Yo me quedo aquí. En lo alto hay un bellísimo cielo celeste. Necesito este momento de espaldas al muro, apretando en el puño la esperanza recién nacida. Quiero recibir el sol en plena cara y que me pegue. Que me pegue hasta el dolor.
Entonces me repito, como el Mateo de Sartre, “esa libertad que había buscado tan lejos estaba tan próxima que no podía verla, que no podía tocarla. No era más que yo. Porque yo soy mi libertad”.  


 
Eduardo “Lalo” Painceira (La Plata, 26 de septiembre de 1939).

En El límite de un conejo, primera parte, capítulo 15 (Navidad de 1971, Unidad Penal Nº 9 de La Plata). Ediciones EME, La Plata, 2018. Fotos: jmp, archivo de La Talita Dorada. Julián Axat, Lalo Painceira y José María Pallaoro en City Bell.

ERNESTO URTUBEY El tigre blanco de Siberia



MIRAR A LOS OJOS


Sé de un hombre que dedicó gran parte de su vida a estudiar al tigre blanco de Siberia, considerado uno de los mayores enigmas de la tundra. Desde muy joven obtuvo copia de las pocas imágenes que siempre tenían carácter fragmentario y elusivo, lo que había alimentado el mito. Por alguna razón, aquella historia lo impulsó a enfrentarse con el misterio e intentar resolverlo. Entonces se preparó en bibliotecas y laboratorios hasta que accedió al territorio de la criatura. En la estepa, otrora dominio de tártaros y mongoles, supo que su propia existencia ya no tenía retorno.

Al descender del tren, Igor Milenko, el científico serbio, sintió en su cuerpo la densidad plasmática del aire, propia del techo del mundo. Una vez allí, se acomodó en una humilde proveeduría de cazadores. Dejó pasar unos días para que su cuerpo asimilara los cambios por la altura y el frío. Fueron jornadas de adaptación no solo para sus pulmones, sino también para su manera de sentir y de pensar.

Comenzó un riguroso registro de los bosques, donde le aseguraban habitaba el tigre blanco. Culminó su primera campaña con la llegada del otoño. A su regreso y ya en su hogar, se dedicó a diseñar el plan definitivo. Calculaba que tres meses serían suficientes para encontrar al tigre. Entonces, se despidió de su familia sin saber si esa sería la última vez. El objetivo era hallar a su Némesis blanco para registrarlo y fotografiarlo sin que advirtiera la presencia humana. Por segunda vez se alojó en aquella sórdida cabaña de suministros para cazadores. A los siete días partió en trineo y viajó sin detenerse durante ocho horas hasta la orilla del bosque. Allí comenzó una lenta caminata hasta donde construyó su guarida, un iglú vegetal, dentro del cual sus párpados quedaban lacrados por el frío. Milenko utilizó su refugio para ocultarse, comer y dormir. Cuando el sol volvía a brillar sobre la nieve, al despertar, su corazón se aceleraba y otra vez aparecía esa potencia de existir que lo caracterizaba. Poco a poco, en aquel bosque de siberia, sintió que se transformaba en uno más de sus habitantes a punto de salir de su somnolencia hibérnica, como los majestuosos tigres. Su tenaz esfuerzo por sobreponerse a las severidades que lo rodeaban había dado a luz una nueva capacidad en su interior que ayudó a encontrar el verdadero sentido de su vida. Lo que había buscado fuera de sí lo había hallado muy dentro del bosque, en lo más hondo de su corazón. Él, que ya no era él, estaba ahí, en el abismo que lleva hasta el principio de lo absoluto e indivisible. Y lo más importante, que ese lugar  era también la morada del tigre.

Mucho antes de poder encotrarse con esa bestial deidad había aprendido a distinguir las voces del agua en deshielo, a descubrir el sendero que el felino recorría para otear desde un acantilado el magnífico océano Pacífico. Todo esto exigió esfuerzo físico y espiritual de un tiempo aletargado y mastodóntico, un tiempo que comenzó a menguar en él un destino por otro. Poco a poco dejó de centrarse en la imagen del animal; en su lugar comenzó a estudiar el lenguaje con el que el bosque le habla a sus habitantes. Recién entonces, y casi sin advertirlo, vio algo.

Años después, un periodista, conmovido por el largo tiempo que ese hombre había soportado en el bosque, le preguntó: “Luego de esperar y esperar sin que apareciera el tigre, sin poder comprobar científicamente su existencia, ¿no especuló con la idea de abandonar todo y dar por concluido el peligro al que se exponía?”. El hombre de ciencia viró su cabeza hasta dejar enfrentada su cara con la del periodista, lo miró y luego de una pausa respondió: “Mi ayudante que venía de tanto en tanto, me proveía lo necesario y se llevaba mis desechos para no contaminar el lugar y no ser detectado por los animales del bosque. Después de sesenta días viviendo absolutamente aislado, cuando llegaba, yo no podía mirarlo a los ojos. Pero él tampoco a mí. Si nuestras miradas se hubiesen cruzado…, tal vez hubiéramos llorado. ¿Entiende lo que intento decirle? No podíamos mirarnos. Y cuando partía de regreso a su casa a cientos de kilómetros, lo observaba con la pena de no haber podido hacerlo. Fue en ese instante, mi ser implosionó con un resplandor que cegó todo a mi alrededor. Recién en ese momento, sabiendo que no volvería a verlo por largo tiempo, lloré. Y pensé, ‘no podré quedarme mucho tiempo más aquí’. Sentí que los seres humanos no pueden vivir solos, absolutamente solos. Sentí entonces el porqué. Creo haberlo contemplado a través de una puerta que alguien me dejó entreabierta en aquel bosque. El vacío de nuestras almas solo se alivia cuando hay un otro igual que nos acompaña. En esos años lo pensé muchas veces, y finalmente lo comprendí”.

El tiempo siguió convirtiendo a Milenko en un hombre viejo que amaba la circunstancial compañía de sus congéneres, pero más aún la de sus animales domésticos. Jamás olvidó esa sensación de vacío absoluto, ese inasible dolor que produce no poder mirar a los ojos. Y se sintió feliz, por el recuerdo, por haber encontrado el sentido de su vida. Porque el día en que el tigre lo miró a los ojos, como un refulgente destello del sol, él supo que no habría registro: nada del encuentro quedaría grabado, excepto en su corazón.


City Bell, mayo de 2017






 
Ernesto Faustino Urtubey (La Plata, 16 de febrero de 1959). Profesor de Historia. Reside en City Bell.
Foto de portada: Estudio de Ernesto Urtubey en City Bell. Con Dalmiro Sirabo y José María Pallaoro.
Foto final: Ernesto Urtubey en las vías del ferrocarril de City Bell.
Archivo de la talita dorada.


ADEVO DI CIANNI Mirar el fuego





PIENSO LUEGO PIENSO

UNO

Uno yace como puede
en los suburbios de sí mismo.
Y  escribe como si eso fuese todo
lo que hace falta saber
para seguir de pie
sobre los negros barriales
de uno, la balsa de caña
que nos condena diariamente
a flotar, sin timón ni viento,
sobre el  ácido río de la fiebre.

Pero el verso es siempre el mismo
asunto del alma condenada
a los forzados trabajos de la carne,
clamando siempre un poco de luz,
de prieta luz como de paloma
que se resiste a ser tragada por el horizonte.


LA PESADILLA DE TODA FLECHA

Te morirás sin conocer al arquero
que te sacó de su aljaba,
el que disparó por su cuenta y antojo
para gloria y memoria de una puerta más
del templo de Papel Pintado.

Y menos conocerás el blanco
al que te diriges ciegamente.
Sólo ese temor, insuperable,
que al salir de la aljaba
ha comenzado y no cesa:
que tal vez no exista ningún blanco
y que no llegues a nada
cuando se te acabe el impulso.

Porque tarde o no tan tarde
has de saber que el tiro al aire
es pesadilla de toda flecha.

¿En qué pensar, mientras tanto?
¿En confiar con terquedad de asno
en ese arquero presuntuoso e impío,
flecha que jamás decidió ser disparo,
y menos aún lo de elegir ese blanco
que puede no estar esperándote?

Mientras tanto,
y para no caer en la única demencia
que espera a toda flecha,
una anhelo infernal te obsesiona:
¿cómo hacer para que el blanco
no sea el único sentido del disparo?


EL CENTRO DE LA ESFERA

Llegar a Itaca,
a ese puerto para el cual
fue construida esta nave,
ver la límpida bandera
flamear gallardamente
tras haber recorrido todo el mástil.

Pero qué Odisea
llegar enviscerado
al centro de la esfera.
Lo más probable
es que te demore fácilmente
cualquier Circe,
que se te pudran
las negras maderas del navío
en un viscoso oleaje de bahías,
conforme la bandera
con flamear a media asta,
a merced de un velludo viento selvático
que no ocultará en la arena
su marca de pezuña.

Llegar a Itaca
sobre tantas marejadas de carne.

Tu  ciego rapsoda
deberá taparse con hierro las orejas,
castrarte con dientes de sirena
y azuzarte el trasero
con la estaca que cegó a Polifemo.

Sólo en Itaca
serás el Odiseo que maquinó aquella argucia
del devastador caballo,
un destructor de cíclopes,
alguien que pone su casa en orden.


Y NO ALCANZA

Al principio no eres más
que un etéreo y opaco
gránulo de transparente nieve,
tembloroso y oscilante
al comienzo de la pendiente.
Y en  seguida el empujón
y a vivir a lo que salga
o como sea,
inevitablemente,
rodando
en armoniosa bajada,
porque finalmente
no habrá de ser otra cosa
lo que haces: rodar
y engrosarte de ti mismo,
ganar velocidad,
tamaño y sonido,
llegar más rápido,
ensordecerte
con el heroico estampido
que producirá ese colosal
alud de ti mismo
y que constituye tu vida
en caída,
en festejada caída,
o si prefieres tu descenso,
tu épico descenso.

Qué telúrica catástrofe
será entonces tu final
cuando,
majestuoso e inmóvil
como una ballena varada,
se acerquen a mirarte
atónitos habitantes
de tu magnífico e inconsolable
deceso.

Más de uno podrá decir
que no has nacido en vano.
Más de otro también dirá
que nacer no basta
y que a rodar hay que aprender,
y aún así no alcanza.

Lo dirán, sí.
La gente es mala y comenta.


TOMAR PARTIDO

Desde tu contrario
parece llamarte tu verdadera identidad.

Sientes que vientos rivales te habitan la mente.
Resbaladiza palestra de ángeles y diablos
parece ser tu cabeza.
El día y la noche,
las dos caras de ti mismo,
esa moneda de opuestas cantidades
con la que habrás de pagar
lo que pida tu destino
será mientras vivas
el único valor que encontrará
tu mano.

En un único viento se mece la paloma.
Y hasta el río, que nunca es el mismo,
mantiene siempre la simple identidad del agua.

Ah, ser enteramente un homicida
sin que la piedad ni la clemencia
se entrometan con tu garra,
ser de punta a punta un santo
impermeable a la crueldad y otras negruras.

Mas siempre,
y seas el que seas,
habrá en ti un turbio y falaz contubernio
de gavilán y paloma.


LA BATALLA ES ETERNA

Hasta en la flor hay batallas.
Todo es benigno a la distancia,
callado como el sol
y casi siempre inocente
como los ojos de un cordero.

Algo que pisamos
de tan simple que es.
En la penumbra de un trébol
un puñado de rojizas hormigas
acaban de apresar a una incauta langosta.
Por suerte habremos de observar
solamente lo grosero:
sus minúsculas naturalezas en pugna
te librarán de escuchar y ver
como es que en verdad
se librará esa masacre.

En un charco de agua
del tamaño de la pisada de un caballo
puede haber más depredación y violencia
que en la guerra de Troya.

Hasta en la flor hay batallas.

Todo tiene diente.
Y cada movimiento es mordisco.
Hasta el beso es mordisco,
porque siempre algo nos arranca
su aparente dulzura.

La vida no es otra cosa
que un interminable
y minucioso mordisco
de franca supervivencia,
de irresistible poderío.
Se es en cada dentellada,
se existe en tanto se mastica,
y eso es así
desde la rosa a los rinocerontes,
desde un sapo con cola hasta Sócrates.


Y QUE NUNCA INTERESE

Comenzar de nuevo,
volver a ese rudo amanecer
de decisiva piedra
como un esquimal desengañado
vuelve a su témpano natal
después de haber pisado vanamente
una tierra gangrenada de asfalto,
a punto de partirse en dos
por un vital síncope de lava.

Comenzar otra vez
en una europa selvática,
con los días repletos
de lisuras y relieves vírgenes,
y las estrellas tan cerca
que olerían a belfos de reno,
y salir a ser
íntegramente,
ferozmente
hecho de sangre hasta los pelos,
en cada segundo de crucial
supervivencia,
y terminar o no
más vivo que el sol,
que el mar,
que el trueno,
con ojos sin razones
que no fueran viscerales,
bajo una luz ruda y descalza
que va a lamer tu diestra,
y tus núbiles mejillas de trueno,
mientras sigues el olor del reno
que ya has sentenciado
en las paredes de tu cueva,
a la luz de tu hoguera
y de tu hembra,
en una noche honda y  gruesa
como esa carne cruda
que habrás de destrozar
con el rayo de tu piedra,
bajo la noche con un cielo
embrutecido de estrellas
babeantes como bisontes
y que a nadie interesa.


LA FIESTA PIDE PEZUÑAS

¿No es la carne la única invitada
a esta inmensa mesa a la intemperie?
¿No se le pide al comensal
una buena dentadura,
interminable vientre,
ojos ávidos, caprinos,
un corazón amurallado
con la piel de un león
y el sexo despabilado
y convenientemente ciego?

¿Qué hace el alma
en esas gruesas regiones
de la víscera y el diente?
¿No es acaso la intrusa
que deberá justificar su miopía
como un monaguillo
que con palomas y lirios
ha entrado a un aquelarre?

¿No es Romeo sin antifaz
ante una Julieta sin ojos?


ALGO DE QUE AGARRARSE

Una palabra,
un pensamiento
firme como un peñasco,
duro como el acero
para hacerle frente al infortunio
o a la mismísima fortuna
de este paraíso minado
donde eres uno más,
apenas uno,
ante el dragón que gruñe
en el fondo de toda rosa.

Algo como un clavo
o rama o mango
de qué agarrarte,
no este escudo de espuma,
esta espada de niebla
para protegerte de ti mismo
y de los otros.

Si tuvieras una limpia
y constante razón
para hacer ir a la tristeza
como una hiena apaleada
y quedarte de pie,
afrontándola,
como una paloma afronta
la tormenta,
como la afronta un árbol,
como una flor la afronta.
Algo para esperar
que pase ese mal trago
o que no pase,
pero estar ahí,
de pie y de cara,
sin el pecho del héroe
ni la frente del sabio
o del mártir,
no,
solamente así,
de pie
y con la cara que te tengas
ante lo que sea:
como una paloma,
como un árbol,
como una flor
ante el mal tiempo.


APENAS UN ADELANTADO

¿Llegará ese día,
esa hora, ese minuto
en que por fin podré decir:
estoy morando en mí
hasta con belleza,
soy el dulce jardinero
que con docta mansedumbre
recorre ese vergel que recomiendan
aturdidas abejas
y todas las palomas?

A eso apunto,
ese es todo mi fin,
mientras me voy haciendo
a mano,
a puñetazos y mordiscos,
y a los tiros,
en tanto me abro camino
a machetazo limpio,
perturbando pantanos,
aves de rapiña,
oscuridades.

He visto en mí
un templo maya
en pleno frenesí litúrgico
con sus sacerdote aviesos y verdes,
he visto las burbujas
de una olla caníbal,
narices anilladas hurgando mi axila,
soñolientos caimanes rojos,
un millón de hormigas de lava
pulverizando a una anaconda.

Por el momento es bien poco
lo que alcanzó a ser:
un colono de mi sangre,
apenas un adelantado
con su nao en manos aborígenes,
y solo,
siempre muy solo
para poder hacer de mí
algo claro y limpio,
un alto seco y seguro
y finalmente habitable.


ESPEJOS Y ABISMOS

Es como mirar el fuego
mirar el mar.

El primer hombre
debió darse a la piedra
para endurecerse y seguir.
Pero bastó esa obediencia
a la llama de una noche
gruesa como mastodontes
y más fría y perversa
que las entrañas de la luna,
para que el hombre
soltara el silex en la segura
vigilia que custodiaba un fuego
afilado hasta el alba
y se asomase a sí mismo
como a un grieta fulgente,
epitelial, relampagueante,
peligrosa y fascinante
de tan progresivamente abismal,
con tanta sirena en celo,
llamándote.

Y el mar es otro fuego,
otra grieta de luz
y otro avieso abismo
al acecho,
expectante,
llama azul encabritada
de crepitante espuma,
como saliva de escualo,
y que te llama
y te exige
y te empuja
hacia ese otro mar
insondable y absurdo
que te contiene
y que contienes
en tu imposible cifra
de ameba.

Como el fuego,
el mar te obliga a ti mismo,
al arbitrio
de un molusco ciego,
a merced de un brutal
destino de ángel ciego.


HUESPED

Hoy descubrí finalmente
ese caballo de madera
que será mi huésped
hasta la noche en que la luna
me busque en vano tierra arriba.

Observé las siete murallas
que creí inexpugnables,
al deiforme Héctor
dulcemente en casa,
tan lejos del atroz Pelida,
observé a Elena,
todavía fiel y en Esparta,
y a los remotos griegos,
tan pastoriles y fatuos,
tañendo esas liras
que envanece la celeste
pringosidad de las musas.
Y a un Homero muchacho
afilando la vista en una daga.

Pero el artero caballo
estaba lo mismo,
el vientre hinchado
de ávidas espadas
y la traición a un paso.
Pienso que esa negra bestia
existió siempre.
También las creídas murallas de Hylión,
el rapto de la adúltera,
la cólera y el talón de Aquiles,
yo.


LA CUMPARSITA

El gorrión gris terroso
bajó a la rama del limonero
con ganas de advertirme algo.
¿Qué? ¿Advertirme qué?

Ni siquiera a visitarme.

Lo conseguido no es motivo
Para desvincular tanto pájaro.
Los pájaros del alma.
Los gorriones de Auschwits,
De Hiroshima,
De Iraq.

Dios en el cielo
Como un pez en el agua.
Quién lo baja de allí.
¿Por qué es un tango la vida?
¿Un tango cursi?
Ni siquiera eso.

Los gorriones del sol.
Los gorriones son del sol.
Y de las costillas del aire.

¿Y los amigos…?
Ni siquiera eso.

Como un pez en el agua,
el progenitor de las amebas
y de los agujeros negros
juega al balero con un planeta vacío.
Mi cabeza…

¿Y el sol qué?
El sol poniéndose
como una gallina bermeja
sobre un matorral de espinas negras.

¿La Cumparsita, Job?
 Faulkner: para morir
primero hay que sufrir un poco.

¿Dónde los amigos?

Por suerte no eres un niño
que vive en la isla de Borneo:
allí la pitón reticulada
se traga un perro como si nada.

¿El sol?
El sol nada.

¿Sigues con eso? La anaconda verde del Amazonas
también es capaz de… estar bien lejos.

Ni siquiera.
Pero está bien por hoy.
El sol no es más que eso:
Un grano de luz en la penumbra  de un cuervo.

Y está muy bien alguno que otro amigo ausente.


RETOZA LA CEBRA

Entramos en un sanatorio
como en un templo délfico.
Tras un aséptico altar de acero
sobre el cual se manipula
la liturgia de un vademécum,
de sellos profesionales,
de recetarios enérgicos,
el sacerdote de blanco
nos reclama con dedos de pitonisa
las profundas fotografías viscerales,
la contabilidad de mi sangre,
la verdad lisa y llana
de nuestros elementos residuales.

¿Vida o muerte?
¿El sol para nuestros ojos
o para la flor que abonaremos
desde abajo?
Con indefensa mirada larval,
pretendemos leer un miserable anticipo
en cada célula facial
del imperturbable sacerdote.
¿Qué podrá salir de esa boca divina,
de ese marmóreo portal
tras el cual podrá estar la luminosa doncella
o un toro negrísimo?

Por fin el irreductible veredicto
que se torna descarnadamente inteligible
después de tanto jeroglífico.
El albo mago sonríe,
es el ser más bueno de la tierra.
“No es nada”, nos dice:
“es psíquico”.
Seguramente
 nos recomendará un psiquiatra,
otro mago como él, ángel de luz.
Pero qué felicidad otra vez
o a partir de entonces.
No se vio una mosca
merodeando nuestros intestinos,
ellos huelen bien,
y en el corazón sigue habiendo palomas,
los pulmones son verdaderas postales del Artico.
Salimos del templo con el billete premiado.
El cielo es una moneda azul
que volvemos a tener en el bolsillo.
Agradecida, la cebra retoza de gozo
en la verde sabana.
El implacable león
hoy no la repetirá en sus ojos
cuando la tarde caiga sobre el río donde vuelves
a mirarte.


MAREA NEGRA

Que devuelvan el mar,
que le devuelvan su azul,
su sal.
Que le saquen ese negro veneno
que hace andar a las ruedas
y a las fábricas
(¿qué tienen que ver el mar y sus cometas
con toda esa inmunda energía
de chimeneas?),
que arranquen ese antiazul
de las olas,
de la sal,
de las escamas,
que se arrodillen
como leprosos caníbales
ante ese atroz cormorán
goteando hidrocarburo
sobre la negra arena:
que le devuelvan las alas
y el cielo
a esa vida estupefacta
que nos muestran los diarios
antes de que muera.
Que se apuren a buscar
esos ultrajados delfines
agónicos,
que los limpien y veneren
como a Infantes Reales
que los son,
que laven y lustren
cada escama mancillada
de esos peces ennegrecidos
y agónicos:
no son máquinas de nada,
no tienen tornillos ni neumáticos
para que le metan
esa negra vitamina de nada.
Que dejen el mar
como la mejilla de una sirena.
Y si finalmente
es del todo inevitable que deban
matarse,
hay lugares para ello,
bien a propósito,
ideales:
volcanes,
apagados y activos
que han demostrado ser
excelentes verdugos,
y si aún así falta algo
o no alcanza,
no digan que la luna no cuenta
con un imperdible lado oscuro
para tirar al montón
hasta que no quede ninguno.

Pero bajo el sol no,
y menos aún sobre la hierba:
no avergüencen a los pájaros,
no muestren sus vergüenzas
a las impúberes flores,
no cometan estupro en el mar
con sus zagalas de nácar.

Pero antes limpien el mar,
su azul,
su sal.
Y cada gaviota:
pluma por pluma,
y cada pez:
escama por escama,
Sirena por sirena. 


PIENSO LUEGO PIENSO

No paro de pensar,
no se puede parar:
pensamientos nobles, virtuosos,
dignos del bronce, de la lápida,
pensamientos aviesos, rapaces,
falsos y huecos
como tinajas de plástico,
pensamientos errados y tercos,
y tan depredadores uno con otros,
que se persiguen como pirañas en celo,
caníbales y autocaníbales,
pensamientos limpios pero sin cola,
rojos o negros, con bocas de saurio,
de hurón, de mamba negra
y la aleta dorsal negra y filosa,
pensamientos de cola mordida,
corridos por pensamientos gendarmes,
prepotentes, policías,
pensamientos incestuosos, ladrones,
malolientes, genocidas
que se  amotinan en los sueños
y rompen al alba
como una manada de lobos de fuego,
pensamientos obscenos, caprinos,
castos, de cola sin cola,
que no pueden verte quieto
un instante sin relamerse,
segregando como oscura hemorragia
una ávida saliva de escualo,
de santos de espuma verde de fauno,
siempre, tres veces siempre,
has de tener pensamientos
muertos de hambre por ti
todo el tiempo contigo,
sin parar un segundo,
ladrándote los talones
a cada segundo,
para que piense
que te morirás pensando
que si paras de pensar
se te vendrá el cielo encima
y miras el cielo y no entiendes
qué significa semejante
jungla sideral,
miras la luna
y es una luna de asombro
tu negra boca mirándola,
miras tu carne
bajo tantas estrellas
sucias de distancia,
y oscuro sobre la tierra
oscura te preguntas
qué podrá ser toda
esa carne oscura,
a oscuras,
bajo desde el revés de la luna,
redonda y oscura
como el más sencillo
pensamiento de esta noche
de pérfidos fulgores violáceos,
rosario insoportable
de aserradas cuentas de hielo
grueso y oscuro,
espeso y oscuro,
pesado y oscuro,
cada vez más oscuro.




EL ANCLA DE LA GUITARRA

Con el número dos comienza la pena.
Leopoldo Marechal

Una guitarra de coral
Me fue dada para que le arrancara
Sonidos de ballenas y sirenas
Antes de que el amanecer se adueñe
De los muelles.

Los marinos de ojos tatuados
Caminaran por la borda de los barcos
Cuando los peses voladores
Enmudezcan al tomar impulso
Coral afuera.

La guitarra e coral sonará en las manos
De los príncipes del mar.
Músicas de otros mundos,
La música griega que se perdió para siempre.



Algo que suele tener el  filo de un pájaro
Me dio en los ojos y se abrió la vida 
Como las fauces rosadas de un colibrí
Que no quiere despertarse
Del rubio pecho de una rosa.



El presidio de la luna
Se llenó de adolescentes.
Entró de todo.
Cleopatra, Julieta,
Romeo, y otros tantos imbéciles
Pero también entró mí mujer
Y estoy a punto de entrar yo. 



Solamente en el frescor del Salmo XXIII
Podría dormir como Dios duerme,
Al píe de ese pastor
Cuyo báculo podrá limpiar
Cada mal pensamiento,
Cada nuevo temor de despertar
Y no ver nada, salvo esta oveja descarriada
Que no necesita la acechanza de un lobo
Para temblar de miedo y empezar otra vez
Como si nada.



El trompo giraba entorno así mismo
Con un impulso interior incontrolable,
Sujeto a su propia fuerza
Con un vigor demencial que no podía controlarla
Verde trompo con una llama verde,
No dejó un lugar en la arena sin tocar,
Hasta que una gran ola verde
Le cambió el impulso y el rumbo
Y se perdió en los aires azules y blancos
Y se detuvo en la luna
Donde siguió girando
Hasta que la agujereó toda
Y allí quedó como un palo verde,
Inmóvil y en paz.


 
Selección de textos de JMP, de los libros de poemas inéditos Pienso luego pienso y El ancla de la guitarra.
Adevo Di Cianni es Profesor en Castellano, Literatura y Latín. Poeta y escritor. Nació en La Plata el 8 de agosto de 1954. Vive en Barrio Monasterio.
Fotos: Jmp. Diciembre de 1993. Archivo de La Talita Dorada.