Gabriel Báñez, El más grande novelista de La Plata


BENITO PUNK

Suponiendo que a uno le de el ramalazo telúrico, siempre es Lynch antes que Güiraldes. Nunca supe por qué. No por La Plata, ciudad a la que uno aborrece entrañablemente; tampoco por las simetrías reencarnadas, si es que el 2 de junio y 1951 sugieren postear algo para Benito. Hoy sin embargo la taba la ubicó Terranova,  expresivo, feliz: "Benito Lynch es punk, bastante más dark que Güiraldes". Mejor dicho, imposible.

     El hombre se agachó, recorrió el estanque con la mirada, y arrojó la cabeza de pescado al centro. Luego se quedó absorto, pero en el instante en que el agua se enturbiaba y el yacaré abría las fauces, él se apartaba. No escuchó el sonido seco. Cuando la bestia terminó de engullir, sonrió. Era una ceremonia extraña y violenta, pero le atraía. Cada tarde, a la caída del sol, repetía el acto.
     En la casona de diagonal 77, quedaban muchos recuerdos familiares y el pequeño zoológico: un carpincho, dos teros, conejos, una mulita, el yacaré, también un cuervo. Aunque el rito de alterar la paz del estanque formaba parte de un vínculo último y sagrado: le recordaba a don Benito, su padre, pero no sabía bien por qué. Acaso porque ese hombre ríspido de raíces irlandeses había sido no sólo intendente de la ciudad sino también director del Zoológico, acaso porque él, desde hacía muchos años, estaba como el yacaré: retirado en su estanque cerrado de la casona en La Plata.
     ¿Estancado el autor de El inglés de los güesos? ¿Retirado "El poeta"? ¿O simplemente apartado, escondido, después de los éxitos de sus libros, de sus traducciones y de las versiones cinematográficas a las que fue renuente?
     Sonrió nuevamente, esta vez sin ganas: "El poeta" era un apodo que íntimamente despreciaba. Quizá por eso al yacaré nunca le había puesto nombre, a ninguno de los animales en verdad. Algunas de las cartas que le llegaban de lectores y admiradoras preguntaban por ese potrillo roano del cuento, si le había pertenecido en la infancia. El hombre amaba los caballos, más que a ningún otro animal. Pero la casona no era la estancia de su infancia, La Plata mucho menos Bolívar. Raro. Los reporteros que buscaban entrevistarlo jamás se detenían en esos detalles. Cuando no le preguntaban por sus afinidades con Güiraldes, querían saber sobre tal o cual personaje -Mario en especial, su alter ego-, o por el llamado "criollismo" o por sus lazos con los naturalistas europeos, o por su amistad con Manuel Gálvez. Claro que últimamente no aceptaba reportajes, mucho menos charlas con editores o propuestas para nuevas ediciones. Las invitaciones de presentaciones de libros terminaban sin abrir en un cesto de su escritorio. No era soberbia ni altanería, al contrario. Era querer estar solo, tan simple y transparente como eso.
     En Buenos Aires alimentaban el mito del escritor oculto. Sostenían que Benito Lynch rumiaba en soledad el drama de un lejano amor trunco; que también guardaba el misterio de un romance con una mujer muy importante y de la sociedad porteña, pero casada con un político de renombre; que escribía en secreto una novela extensa en la que revelaba detalles de esa relación aunque con los nombres de los personajes modificados, etc. Existía, es cierto, un aura de leyenda en torno a su figura. Y la figura no lo contradecía: alto, huesudo, elegante, con rasgos enérgicos pero finos y el bastón que le daba un aire de sofisticación y clase. Por las tardes el ermitaño se permitía algunos gustos: la biblioteca del Jockey; un café con amigos en la calle 7; las charlas con ex compañeros del diario El Día de la vieja redacción de 51 entre 7 y 8; el consejo a un autor novel que le entregaba sus originales; una cita con alguna muchacha bastante más joven que él en un apartado del Tortoni cuando iba a la Capital. Nada más. Apartado de cenáculos, capillas o sociedades literarias -a las que rechazaba sabia y pulcramente-, sus salidas eran esporádicos paseos ciudadanos, un contacto mínimo con el afuera. El adentro estaba poblado de recuerdos, lo acompañaban a diario. Tampoco quería desprenderse de ellos: eran su alimento.
     Por la mañana había una rutina en esa construcción neoclásica y detalles belle époque que asomaba a la plaza Italia: tomar mate amargo, leer El Día, y luego revisar la correspondencia. Como a eso de las 10, Marta, la criada, le acercaba el primer té con limón de la jornada, serían varios. La rutina exigía un poco de conversación y ella la asumía como una lealtad antes que como un deber: ese rictus sombrío del escritor la predisponía mal. No por nada, el suicidio de su hermano Armando todavía impregnaba el aura de los Lynch. La muerte de su madre dos años después, en 1937, era otro de los recuerdos fijos. Conversaban un rato; él a regañadientes; ella con la insolente intimidad de quien se sabía "de la familia".
     Una anécdota, una casi manía: dar como fecha de nacimiento el 2 de junio de 1885. La buena criada se lo recordaba permanentemente y lo recriminaba: "Su madre Juana me contaba que lo tuvo un 25 de julio". Él, escueto y cortés, respondía: "Mi madre era uruguaya y astróloga".
     El diálogo era parte de un juego de soledades: la madre de Benito Lynch, en efecto, había nacido en Uruguay. Aunque una de sus pasiones estaba en la astronomía, no en la astrología. La otra verdad a medias del pasatiempo era que Benito había sido bautizado el 2 de junio de 1885. "Es fecha ceñera”, le gustaba bromear. No se equivocaba.
     De joven muy deportista -aficionado a los guantes, a la esgrima, al remo en Regatas o al fútbol en el Gimnasia amateur-, aquellos años tibios le reservaban tanta correspondencia de muchachas en flor como recuerdos invencibles. A la primera la mantenía encarpetada y escondida celosamente en el fondo de un armario de doble llave, a los segundos cada tanto los sacaba a relucir. Como conservador de buena estirpe, guardaba estilo y discreción. Hablaban de todo con Marta, menos de "esa mujer".
     Saturnina se llamaba. Había visitado la casona durante un buen tiempo, primero ayudándolo con la mecanografía de sus cuentos y novelas, más tarde como amiga y durante los últimos meses como "novia oficial". O casi. Porque el autor de Los caranchos de la Florida había hecho lo imposible por mantener el vínculo en la mayor de las reservas. Tenía sus razones.
     Marta jamás le había guardado ninguna simpatía.
     Como fuera, las charlas se extendían hasta las 11, hora en que la criada se marchaba al mercado de 4 y 49. Lo hacía en tranvía. Benito los aborrecía: "Con ese ruido no dejan pensar". Aunque últimamente ya no se quejaba tanto de los temblores ciudadanos y a la criada le daba que pensar: "Se está volviendo sordo". Era cierto: lúgubre, sordo, cada vez más encerrado en si mismo y víctima de la impronta los buenos tiempos. Haber sido feliz tenía sus riesgos.
     Uno de los pocos que intentaba animarlo era Juan Carlos Rébora, antiguo compañero de la redacción de El Día y luego rector de la Universidad de la ciudad. Aunque las opiniones de Rébora tenían un peso relativo debido a su amistad incondicional. Fue por ese motivo que el escritor se negó a recibir en persona el Doctor Honoris Causa con que la Casa de Estudios platense lo distinguiera: Rébora ocupaba el cargo mayor. En todo caso, prefería confrontar con su otro buen amigo Juan Carlos Mena: sus opiniones en materia literaria no estaban tan condicionadas. O con el Dr. Juan Carlos Olmedo Varela, quien a pesar de sus insistencias sobre los riesgos del humor melancólico, le dispensaba confidencialidad y conversación inteligente.
     -No se puede vivir en el encierro -lo animó una tarde, en el Jockey.
     -No vivo encerrado.
     -Es lo que dicen, y creo que tienen razón... Benito miró con dureza a Olmedo Varela. Apartó La educación sentimental, y dijo:
     -Hablan los que no saben.
     Tenía razón. Pocos, o casi nadie, conocían el misterio del escritor, su cicatriz sentimental. No era el solterón empedernido como se decía en aquellos años. Era el escritor herido. Años atrás había evitado las pompas del éxito de sus dos novelas más importantes, negándose a asistir al rodaje de Los caranchos de la Florida, con José Gola, Amelia Bence y un elenco digno del cine de oro argentino, primero, y luego rechazando de plano la invitación de Carlos Hugo Christensen, el director de El inglés de los güesos, para asistir a su estreno. En Buenos Aires se tejían todo tipo de conjeturas. Sin embargo, dos semanas después del estreno de las películas, el escritor viajaría a Buenos Aires a verlas. Fueron dos las ocasiones, y en ambas pasó desapercibido. Pero no estaba solo. El inglés de los güesos lo decepcionó.
     Una tarde de 1948, a la salida del Jockey, en 7 entre 48 y 49, un tranvía lo rozó de costado y lo arrojó al empedrado. El escritor no había escuchado las campanas de advertencia del motorman: estaba completamente sordo. De regreso de las curaciones, la criada lo volvió a recriminar: había abandonado el audífono en el fondo de un cajón de su escritorio. Jamás lo había usado, menos en público. "Es un aparato indigno", repetía con algo de razón. Después de ese incidente, sus escasas salidas se espaciaron aún más.
     Se dedicó con esmero y pudor a continuar esa novela secreta y de título impostado (Patricia) que venía alimentando en soledad y a la cual nadie pudo nunca acceder; se dedicó también al alimento rutinario de sus aves y animales, y se dedicó, más que a nada, a rumiar el pasado. Claro que a ese alimento de la nostalgia había que balancearlo: por un lado la infancia feliz de juegos en la estancia El Deseado, en Bolívar; más tarde sus correrías de juventud en el Nacional de La Plata y luego sus primeras crónicas sociales en El Día y las tertulias de redacción.
     Por otro lado, y como la contracara del novelista de éxito, su frustración amorosa y ese paulatino, discreto, distanciamiento del mundo social que tanto había nutrido a los Lynch. Era una soledad alimentada, sin duda.
     Esa tarde terminó de darle de comer al yacaré y pensó que los animales son animales y nada más. En algún lugar del campo bonaerense quedaba ese párrafo sobre la rústica felicidad de los boyeros en medio de las alambradas de siete hilos de los patrones de estancia. La ciudad crecía demasiado rápido. Se quedó absorto mientras el dolor punzante le recorría el estómago. Luego se incorporó y volvió a su escritorio. Esa noche no comió, estuvo corrigiendo. Tres meses después lo internaban en el Instituto Médico Platense. Era el año 1951, y murió tan anónimamente como había vivido durante los últimos años. En algunos medios de la Capital recordaron su fallecimiento con un pequeño recuadro. Se había ido el más grande novelista de La Plata.


De: Corte y Confección, 18 de noviembre de 2008. En “Posted by”, La Comuna Ediciones, La Plata, 2009.
Gabriel Báñez (La Plata, 1951 – 2009).

Benito Lynch (Buenos Aires, 25 de julio de 1880 - La Plata, 23 de diciembre de 1951). Foto: BL (AGN).

Patricia Coto, La poesía está cansada



EL DÍA TIENE SU PROPIO ALMANAQUE…

El día tiene su propio almanaque.
Día tras día, piensa (sueña)
con una fecha o con otra.
Hoy puede ser, por ejemplo, 8 de abril,
y mañana 28 de enero.
Hoy puede ser septiembre verde
o junio de pecho a tierra.
Día tras día, el cuerpo inventa su propio tiempo,
su pasión por el alba irrevocable
y camina a tientas de la sonrisa
hasta que la realidad, que bosteza
en el umbral de la cama,
nos guillotina con este otro filo
de los relojes y los péndulos.


LO PEOR ES TENER LAS PALABRAS SECAS…

Lo peor es tener las palabras secas,
desolladas, tendidas al sol,
en el patio más oculto de la casa.
Entonces, cuando las buscamos,
ya no podemos reconocer el pelaje de un sueño extinguido,
el aroma de una bandera que encendíamos.
Y no tenemos defensa posible,
ni siquiera una acusación honorable.
Simplemente las olvidamos,
las dejamos a un lado
mientras nos arrullaban el corazón y la piel tibia.
Simplemente, quisimos existir
sin pensar con la segunda alma,
aquélla que viaja en las palabras,
aquélla que ya no está en ninguna parte.


LA PLENITUD NO ES ESCRIBIR…

La plenitud no es escribir,
aunque, al término del poema,
una sonrisa pueble todo el cuerpo.
Después de la última palabra,
acaso del punto,
si es que aún hay signos,
queda un vacío que mendiga su lugar,
queda un vacío que se arrastra
desde a un pozo a quemarropa.
El vacío existe, aunque no sea nombrado;
es más, el vacío existe
porque las piezas del poema encajan perfectamente.
El vacío existe porque es la otra forma de escribir
que aún ignorábamos.


LA POESÍA ESTÁ CANSADA…

La poesía está cansada.
Condenada a escribir sobre los grandes temas,
a crear un lenguaje absolutamente nuevo y original,
hoy sólo desea el brazo de un hombre,
para avanzar a tientas por la realidad esquiva.
Hoy la poesía sólo quiere un cuerpo,
para vivir con los golpes de todos los hombres.


UNAS GOLONDRINAS HAN CONSTRUIDO SUS NIDOS…

Unas golondrinas han construido sus nidos
en una canaleta del techo.
Y el viento es azul sobre el óxido.
El viento es azul sobre un techo de harapos.
El viento es azul y es siempre y es todavía.

Mañana cerrarán por última vez
los portones de la fábrica.
Ya lo sabíamos.
Todo lo que cae es un grito.
Ya lo sabíamos
cuando las máquinas quedaban
como caparazones de animales extinguidos.
Ya lo sabíamos.
Primero, fueron los más jóvenes, los
recién llegados.
Después los viejos, los que ya no podían
dar nada.
Después, nosotros, todos.
Nadie a salvo. Nadie.
Nadie. Nada.


Ya lo sabíamos.
Y ahora que el tiempo afila sus manos,
sabemos que el día que vendrá
es apenas una golondrina,
casi ciega.


CADA HOMBRE TIENE SU OLOR…

Cada hombre tiene su olor,
no sólo el que viene del carro poblado de herramientas,
no sólo el del café aguado del amanecer
o el de su saliva amarga
frente al portón del taller.
Cada hombre tiene su olor, no sólo el de la novia emblemática
que lo esperó en los días incompletos,
no sólo el de la esposa
extinguida entre ropas viejas y tacones desmoronados.
Cada hombre tiene su olor,
aquél que respira el día por venir,
el día no escrito en calendarios,
el día ausente que aguarda
para dar un zarpazo a la esperanza. 


PAÍS

I

Entonces, las figuritas del Billiken.
Belgrano, que no terminaba nunca de morirse,
dando su reloj a su médico de cabecera.
No le quedaba ni el hambre de ese día
y en Buenos Aires, descuartizaban el poder,
como si fuera el último caballo del fin del mundo.
Pienso en voces enmascaradas,
en archivos cuidadosamente guardados,
en gobernantes con maquilladores,
publicistas, asesores de imagen.
Pienso en un país donde los antifaces se desgarran
sobre otros antifaces
y nos da pánico llegar hasta la piel y rasgarla
y abrir los músculos, los cartílagos,
las enramadas de nervios
y encontrar el humo feroz
de los que incendiaron el pasado,
de los que sembraron sal sobre la memoria,
de los otros nuestros
que irguieron un país de vidrio.

II

País donde degollaron los por qué.
País donde peinamos el amanecer
para que la realidad se mire en el espejo.
País pasajero, país de la tormenta
y del pan en la ventana.
País como un sorbo de agua,
que se escurre entre los sueños.

III

Un país. País paisaje. País de otros que
miran desde un avión, desde una
escalera de cristal.
País de abajo, de las raíces,
de la dormición de las voces.
País de los acordes futuros,
de una gran orquesta que avanza en el desierto,
que enciende una fiesta en la madrugada. 


TENTAR A LA LUZ

“… Una luz
que el sol no sabe…”
Pedro Salinas

I

Es terrible nacer
en un temporal de palomas.

Es más terrible aún
que florezca nuestro vuelo
en un amanecer de halcones.

Pero algo es más terrible todavía:
poseer la brisa de una paloma
pero haber anidado en la sed de los halcones.
Haber bebido plenamente su mirada.

II

Pero algo quizás sea más terrible:
saber que éste no sea el umbral,
que aún no ha llegado
la acechante vigilia del infierno,
su desbordado amor,
como el hambre de un terremoto,
su pasión,
en capullo de garras.

III

Pero algo es más terrible aún.
Que al regresar a tu casa,
no te reconozca el portal
y permanezca ciego a tu creciente.
Que tus padres te hayan engendrado
en otra madrugada
y el hijo vague en otro aire,
en otra sombra.
Que clames por tu piel,
por la fragua de tu voz,
y nadie,
           nadie,
sepa hallarte entre los despojos
que este horizonte inexpugnable ha dejado.


A VECES EL MUNDO

A Analía Balderraín

A veces el mundo
es más pequeño
que la casa de la infancia,
que la casa de sueños y harina,
que sus muros insobornables
de verdín y niebla.
A veces el mundo
es más pequeño
que un ladrillo de barro indiferente
en el desamparo del patio.
Es más pequeño
que una despojada peña
en la vena más ciega
del hombre.



Selección de textos: José María Pallaoro; de las antologías: “Relatos para morir con los ojos abiertos”, Los albañiles, 1997; “Poesía 36 autores”, La Comuna Ediciones, 1998; y de los libros: "Libro de navegación" (2003), "Libro del espejo ardiente" (1985) y "Libro del vigía" (1978).
Patricia Coto (La Plata, 17 de junio de 1954). Foto: Archivo de la talita dorada. 

Marcelo Ortale, Todavía esperándote


1
(Selección)


Vi tu ausencia de todo
haciendo señas.

Yo que iba
y venía
por naufragios.

Por vos creció en mí el canto,
nave de amor al aire.



Entrado por tu amor,
por tu amor salgo.

Yo soy tu voz conmigo
en la alborada.

Mujer del más reciente
desamparo.

Centro de la claridad
que yo rodeo.



Yo que venía de las noches
continuas
tuve que detenerme
en tus pupilas.

Yo que venía
atravesando
bosques
hacia tus claras manos.

Yo que he llegado al júbilo
nuevo
de no querer otro horizonte.



Siento una soledad sin música,
un oscuro murmullo enamorado.


2
(Selección)

Pájaro triste
posado
en el muro
la palabra
espera
el vuelo prometido.

Yo le mostré
la luz,
el aire.

Y el ruiseñor es cuervo.



Pese a tu cósmica
fugacidad
quería
reclamarte
una palabra
justa.


Escribo
a la mayor
soledad humana
con la palabra
intento
recuperar
un día
para el hombre.

Sabiendo
las palabras
que me sobran
voy
por la necesaria



Crecí
mi voz
al mundo.

Como raíz
o pájaro agotado
me detuve.



3
(Selección)

Solo nosotros
todavía
pesamos en la tierra.

Todos los días
amanece el pájaro
y el árbol.

La tristeza
solamente
se mueve
entre nosotros.

Todos los días.

Últimamente la familia
se me enfermó de tiempo.

Y amanece cruelmente.
Y anochece.



Uno por uno
caerán
un día.
Se caerán
mis pocos
amigos
verticales.
La casa
quedará
vacía.

Uno por uno
y uno.


4
(Selección)

A un hombre lo cercaron,
piedra y piedra,
sombra y sombra,
le han enterrado un pozo
sin estrellas
y está empozado y solo
con un jazmín crecido
extrañamente.



A la flor
le piden
vivir
por el aroma
que la seca.

Y la flor
vive.



Del gesto herido
de la tierra
nace la flor.

Última seña
del amor
inmenso
todavía
esperándote.



En: “Decisión de la luz”, Ediciones Caracol, Buenos Aires, 1967. Selección de textos: José María Pallaoro. Foto: “Decisión de la cámara”, Marcelo Ortale en Pasaje Dardo Rocha, La Plata, Archivo de la talita dorada.
Marcelo Ortale (La Plata, 1942). Periodista.

Aurora Venturini y la rama dorada


AURORA VENTURINI Y LA RAMA DORADA 1
Un encuentro


Por José María Pallaoro


La cita era a las tres de la tarde. Llegué tres menos cuarto, y para no esperar en el auto decidí caminar hasta calle 13 para dar la vuelta hasta calle 11, y luego tocar el portero. Hacía frío y había sol. Un día hermoso de invierno, un día…, ustedes ya saben. Me entretuve observando los árboles de la vereda. Fresnos. Liquidámbares. Limpiatubos. Ligustros disciplinados sin hojas (seguro por la mosquita blanca o por pestes que caen del cielo). En la esquina, un par de árboles de tronco gris, lisos, delicados al tacto, no recordé en ese momento su nombre. Tampoco lo recuerdo ahora. Son tres menos cinco, abro la puerta del auto, saco mi valija, luego la bolsa de mimbre que me regaló mi prima hace algunos años y que yo regalé a Elena en ese mismo año. En la bolsa de mimbre hay en una bolsa de residuos naranjas y limones que corté hace un rato de las plantas de mi jardín; hay, además, en el fondo, una decena de libros de Aurora. Cierro la puerta. A dos pasos veo una cagada fresca de perro, no debo pisarla, y recordar no pisarla cuando vuelva. Toco el portero. Planta baja. 1. Nadie contesta. Igual digo mi nombre. Espero. Un cuerpo extraño se acerca a la puerta, el vidrio denso, amarilleado, lo veo a través de él, y escucho el raspado de la cerradura. Recorro un pasillo semioscuro, es breve, más por los tres peldaños que subo y un par de metros después bajo. El departamento es pequeño. Aurora está sentada en una silla de ruedas, me sonríe. La beso. Le digo algo acerca de las frutas. Dice si tengo un jardín. Le cuento del jardín. Ahora estamos solos. La chica va por las habitaciones, va de un lugar a otro, como de visita. La idea es no quedarse quieta. Parece no interesada en nuestra charla, quizás desee estar en otro lugar.

*
Militares. Nunca me gustaron. Hasta entonces. Y venían a La Plata. Era un coronel. Con la gorra bien puesta, bien enterrada. Todos nosotros tenemos como un aura, y este hombre brillaba, nos habló de las cosas que nosotros pensábamos. Habló extraordinariamente, maravillosamente, me convenció, nos convenció. Fuimos un grupo de intelectuales. Nadie se acuerda, pero estaba Reyes, de los frigoríficos. Cipriano Reyes.
Hace poco se hizo una película, digo.
No, no la vi. Lo conocí muchísimo, era muy buena persona, pero claro, él quería ser gobernador y no le daba. Gente que no sabe hasta donde pero quieren, ¿no? Llegan, y ¿para qué llegan? Lo cierto es que nosotros hicimos la nuestra, y bueno, yo la quería más a Eva. Evita fue para mí el verdadero peronismo, populista. Ahora me pidieron una columna en Clarín sobre la Señora, y la tengo apuntada. Una mujer con luz propia. Hablo sobre Scalabrini Ortiz, cuento dos anécdotas. La del indio en la pulpería. La de la cena en La Plata. “Regálenos los trencitos”. “Todo a su medida y armoniosamente”.
Tenía una respuesta para cada pregunta, dice Aurora.


*
¿Te puedo leer “El silencio”?
Sí, eso apareció en Página/12, soy columnista.
Leo para Aurora y para mí:
“Lo que voy a contar nunca lo conté. Pasaron ya veinte años de aquel suceso, durante los cuales acontecieron verdaderos prodigios científicos. Me animo ahora a escribir, apenas algo, sobre aquel episodio que me sucedió en la localidad de City Bell, esa ciudad cercana a La Plata.

Vivía yo entonces en una quinta. Dormía frente a un ventanal horizontal que me permitía ver un campo de vacas y caballos, bastante amplio. Pero no tanto. Las noches plenas de los campos urbanos, que eso era aquel predio vecino a la urbe, no significa campo profundo, son noches bulliciosas, con grillos chillones, perros inquietos, rumores y otros ruidos inclasificables. El silencio rural aquí no existe.

De pronto la llana llanura se platinó intensamente. Vi que algo descendía no desde una nave ni desde una intensa luz, no, desde una vibración inmaterializada. Reinó la paz silente más impresionante. Creció el silencio rural, casi con agresividad. No me es posible acertar cuánto duró la espectral maravilla. ¿Días? ¿Un segundo? Acaso me habré dormido y desperté cuando la empleada de servicio entró a mi habitación protestando porque opinaba que los cables de alta tensión caídos en el césped significaban peligro para los niños que levantaban cualquier cosa del suelo. Luego volvió desaforada. Las piletas de todas las quintas se habían vaciado, hasta el fondo. Después llegó el encargado de cortar el pasto, también desaforado. Quería saber quién había sido el mal nacido que le había quemado una buena parcela de achiras y rosales. Callé. Actitud extraordinaria de mi parte, que soy proclive al diálogo. Callé como respondiendo a órdenes que superaban mi costumbre de proclamar novedades. Una novedad que habría agregado un oropel a mi estatus de escritora en aquella ciudad. Me quedé callada. Lo que voy a contar, nunca lo conté”.




 
*
En serio pasó. Lo conté ahí. Me han pasado cosas extraordinarias que nunca he contado. Me di cuenta que hay algo más. El perro que dormía conmigo siempre, Lobín, era un ovejero de los cárpatos, lindo animal, también se quedó quieto. Sorprendido, haciendo esos soniditos de los perros… bu, bu. Hasta los sapos se callaron. Hay algo más. Me llamó un tipo de City Bell, no quiso dar el nombre, y dijo que él también lo había visto. ¡Cuántos lo habrán visto y se callaron porque esas cosas son extrañas! Uno tiene miedo que lo tomen por tonto, ¿no? Como cuando yo escribí sobre la seguridad de que hay más allá otra cosa. Resulta que una amiga mía, compañera de la universidad, Dawsen el apellido, noviaba con Carlitos Cottella, esa chica tenía en su poder un libro que le había prestado, La rama dorada, y lo necesitaba porque tenía que rendir Estética. Voy a la casa de ella. Me recibe la mamá que es una señora irlandesa y me dice que no está en ese momento pero yo le voy a dar el libro y me lo dio. Me fui caminando hacia la calle 7 y diagonal 80 donde está la fuente. Ahí estaba Carlitos Ringuelet. ¿De dónde venís? Yo vengo de la casa de los Dawsen. ¡No puede ser, no está más la casa! Se fueron de La Plata. No, no, si vengo de allá, de la casa, y la mamá me acaba de dar el libro. Pero, ¿qué historia me estás inventando?, me dice. Lo trajiste de tu casa, vos nunca pudiste ir a lo de los Dawsen. Vení, vamos a ver, yo te voy a mostrar.
Desandamos el camino y no había nada, había oficinas de abogados y esas cosas. No me quiso creer. Pero es cierto. Es atemorizador, es espantoso.

*
Como vos, yo viví en City Bell. No era completamente zona rural. Era un campo urbano. Yo me crié en las afueras de La Plata. La sección Quinta, donde está el seminario. La distracción que teníamos cuando éramos muy pequeños en ese entonces era con los chicos del barrio ir a comer las hostias no consagradas y jugar con los monaguillos y los seminaristas en el patio.
Sí, era una vida silvestre, de juntar huevos por el campo, de las gallinas salvajes. Que mi abuela me decía “cuidado con el huevo de basilisco que te deja duro”. Había que ponerse debajo del brazo para empollarlos. Esas historias tan hermosas. La fortuna. Me encantaba. Era realmente romancesco.

*
Javier Villafañe.
Sí, fijate que nos dieron la jubilación de escritores juntos. Con María Granata, también. Y la medalla se la llevó una muchacha que trabajaba acá, se la robó, pero no importa. Lo sentí mucho. Una mano larga.
María Granata hizo un viaje parecido al tuyo, de poeta a narradora reconocida.
Somos muy amigas.
Sí, viene de la poesía y se va a la prosa. Ganó un premio importante. El premio Strega de la Argentina otorgado en Italia. Fue finalista con Borges, Sabato, Mujica Lainez. Un gran disgusto para Manucho Lainez que se enojó porque lo quería ganar.

*
Había mucho lobby en esos años. Uff... A mi no me daban nada porque era peronista, abrían el sobre. Yo ponía un piedrita, algo, y nunca estaba después. Una vez presenté unos cuentos demasiado lindos en La Nación. No encontraban ni siquiera el original para devolvérmelo. Estaba metido debajo de un mueble. Yo había ido con Gustavo (García Saraví) que siempre peleaba por mí.

*
Las Ocampo a mí me recibían.
Yo escribo un poco parecido a Silvina. Pero mi relación fue con los Ponce de León. Con Ringuelet. Con García Saraví. Estamos todos en la antología del 40. Habíamos formado un grupo que se llamaba “Del bosque”.
Ediciones del bosque.
Sí, fue por 1947. Raúl Amaral que había llegado de 25 de Mayo era el director. Estaba Roberto Saraví Cisneros que traía muchas ideas. Alberto Ponce de León dirigió la colección de Poetas Jóvenes, venía de Filosofía igual que yo, era mayor y abogado. Delia Fernández Aparicio la de Poemas en Prosa. Alejandro Denis Krause la de prosa. Jaime Sureda los Cuadernos Bonaerenses. Todo en la imprenta de Gadea. Publicaron en Ediciones del Bosque, además de los mencionados entre muchos otros, Alejandro de Isusi, Enrique Catani, Horacio Núñez West, María de Villarino, María Dihalma Tiberti, María Elena Walsh, María Granata, Osvaldo Guglielmino, Pablo Atanasiú, Roberto Themis Speroni, Vicente Barbieri… Estábamos todos. Yo doné la colección a la Biblioteca López Merino. Yo mando muchas cosas ahí. Ahora yo tengo muchas cosas que no sé a quien se las voy a donar. Aunque no pienso todavía. Aunque yo ya me morí como dije en la charla que di el otro día. Por si acaso, quiero asegurarme de todos los diplomas. Los premios, que son muchos. ¿Adónde van a ir a parar? El otro día mi sobrino, que es artista, el escultor en hierro de las obras que están expuestas, te digo para que vayas a la Biblioteca. Hay esculturas de él. Gustavo Castro. Busca en la basura cualquier cosa. Y encuentra un libro de Javier Villafañe. Alguien lo tiró a la basura con otras cosas. Esas cosas me hacen mal. Venden las bibliotecas. Alguien vino el otro día a hacerme firmar un libro mío dedicado a Cora Cané. Cora falleció, y alguien vendió su biblioteca.

*
Le cuento a Aurora un par de anécdotas mías en la librería de Lenzi, ahí en diagonal 77 casi Plaza Italia. En una hay un estante con una veintena de libros de Alberto Girri dedicado a un poeta que vivió muchos años en La Plata. Hacia un par de días había hablado por teléfono con él. Estaba viviendo en un geriátrico. Lo instalaron cómodamente los hijos. Consulto con Lenzi, y me dice que estaba muerto, el poeta, que un familiar (posiblemente un nieto) le acercó los libros. Se estaban deshaciendo de su biblioteca. Su familia. Un destino en apariencia común.
Era medio…, dice Aurora moviendo los dedos de la mano derecha. Conmigo tuvo una fea discusión. Se desubicó. Estaba yo por irme, por escaparme, y dice “…las malas mujeres están de más.” Roberto Saraví le pegó una piña que lo dejó sentado. Con el correr de las aguas bajo los puentes me vino a pedir un empleo, le dije que no.

*
Había gente que delataba a otros escritores. Mi peor enemigo era una mujer que fue amante de Eugenio Aramburu. Ella hablaba de Pedrito, y ahora está tan mal. Como me gusta. Soy siciliana.

*
Cuando presentaste El marido de mi madrastra, luego de las disertaciones y las preguntas, te levantás y decís: “Ya me hartaron”.
No, no, hay gente que va a molestar.
¿Como ese señor que quería hacer taller?
Ah, sí, ese hombre, ¡Dios mío! Ahora que no tengo nada que hacer, ya vendí las vacas… y quiero escribir. ¡Como si escribir fuera soplar y hacer botellas! Lo eché a patadas.

*
De alguna manera tuvimos infancias parecidas. En casa había tambo, había quinta. Mi mamá ordeñaba todos los días, para nosotros era un juego. El estar en ese hábitat quizás nos llevó a leer también.
Sí, mi abuelo italiano era muy lector. Leía La Divina Comedia, al Dante. Caminaba y leía. Caminaba y recitaba. El vino de Italia con ciento cincuenta pesos. Ya habían comprado, con Maldonado que era un paisano, un terreno. Y ahí puso la prefabricada, y ahí vivió la esposa y los chicos. Trabajó en lo de Vassena, y llevaba las cuentas y compraba ladrillos. Adelante estaba haciendo la casa. Trabajo siciliano. Ladrilleros. Obreros. Se hizo otra casa al lado. ¿Te das cuenta lo que eran? Trabajando toda la vida. Además a la noche cuidaba el Parque Saavedra. Estaba cerca. Se parecía a un alemán porque era de la rama normanda.

*
Escribís desde chica. Cerca de los veinte años publicaste tu primer libro.
Yo escribí en el diario El Día a los dieciséis años.
¿En “Prosa y verso”?
Sí, ahí nos iniciamos casi todos.
Tu primer libro es Corazón de árbol, que apareció en 1941 y reeditaste en 1944. Tenías diecinueve años.
¿Querés que te cuente algo? Antes había salido otro libro, pero no lo cuento. Corazón de árbol no era tan malo. Ya despuntaba una poesía plena. El que fue muy bueno es el que apareció en Ediciones del Bosque, Adiós desde la Muerte, en 1948.
Aurora, ¿te puedo recordar alguna línea?

...
Y después siguió una cantidad de libros. Borges me dio el Premio Iniciación. La vida mía ha sido de escribir nomás.

*
La chica se está preparando. ¿Era hasta las cinco, no?
No, no, está bien. Seguimos un rato más.
Alberto Ponce de León escribió una novela, La quinta que fue premio Emecé y el libro de poemas Tiempo de muchachas. Tanto vos como Roberto Themis Speroni escribieron monografías sobre Tiempo de muchachas.
Sí, pero no me quedó ningún ejemplar.
Sugestivo el título: La ausencia ardiente.
Claro. Se quemó. Poncho fumaba en pipa. Estaba aparejado, digamos, con una chica en Quilmes. Se peleó y se fue a Buenos Aires. Alquiló un burdel, una habitación por una noche. Estaba con la pipa. Se quemó vivo. Parecía un africano. Fuimos con su hermano, con Horacito, para verlo... Speroni era un bohemio total.
Hablamos de los poetas fundacionales, de poetas actuales de La Plata. Algunas cosas mejor mantenerlas en la intimidad de estas cuatro paredes.
Nos reímos.
A mí me admira.
Ahora son muchos los que te admiran, digo.
Y, ahora sí, fijate de Clarín, me echaron dos veces, si vuelvo es para escribir sobre Eva Perón.
En Página/12 colaboraste con breves relatos y ahora con pequeñas biografías.
Sí, pero me cansé. Van cada dos semanas, casi siempre.

*
Aurora nació en La Plata un 20 de diciembre de 1921. Es de la generación de los nacidos entre el 18 y el 22, de Tomás Diego Bernard, Pedro Catella. “Los chicos terribles del 40”, como le gusta decir. Amiga de John William Cooke, nacido en La Plata un 14 de noviembre de 1920. Al Bebe y a Aurora los trajo al mundo la partera doña Honoria Bossi de Contarelli. Hermanos de cigüeña, hermanos de repollo, se divertían los amigos que abrazaron la misma causa política.
Yo soy doctora en Filosofía, Letras no. Y Ciencias de la Educación, especializada en Psicología.
En Pogrom del cabecita negra está Yuna, le digo.
Casualmente, ahora la borré.
¿Le cambiaste el nombre?
Sí.
Vos llamás a tus traducciones “Versiones respetuosas”: Rimbaud, Lautremont.
Del Otro Monte, a diferencia de Monte Cristo.
¿Te gusta la versión de Aldo Pellegrini?
Sí, pero yo le pongo todo. Trabajé en los Cantos de Maldoror como diez años. Respeto las rimas y el espíritu.
En tu trabajo personal te pudiste soltar más en la narrativa que en la poesía. Tu poesía es más clasicista, por denominarla de algún modo, en los motivos, la cultura griega, la religiosidad, la rima.
Yo creo que Jesús era hijo de José pero que tenía más de Dios que otros. Fue Juan el bautista el que lo dijo. Hay que leer bien las escrituras. Yo con el padre Carlos tengo grandes discusiones, con el exorcista. En cuanto a los Cantos…, vendí todo, toda la serie, toda la edición.
Aurora, tenés gran interés por el surrealismo, lo onírico, lo esotérico, lo dramático, lo fantástico…
Yo viajo a los museos, veo a los anticuarios, voy a las iglesias, yo soy una medievalista.
Villon.
Claro. Es una época que parece que la hubiera vivido. Me gustan las catedrales. Mucho, de ahí los temas, ¿no?
En las reediciones seguís corrigiendo tus textos.
Sí, trabajo con las palabras.
En la narrativa has encontrado más libertad.
Sí, es más libre. Siempre fui muy respetuosa del mester de juglaría, del mester de clerecía. No me salí de las reglas. Me parecía que era faltarle el respeto a la poesía. En la prosa hay más libertad.
Igual se filtra.
Claro. Es un arte mayor.
 
*
Salir de las sombras. Yo estuve muerta. Me rompí los huesos contra el suelo de la manera más zonza. Me van a arreglar. Lo cierto es que cuando estaba en las sombras fue tremendo, lo cuento en mi próximo libro. Una voz me decía “estás muerta” y yo que no. Mi propia fuerza me hizo despertar, y estaba mi cuñado y le digo “hola”. Ellos dicen que yo tuve una borrachera de drogas. Pero yo digo que no, ojalá fuera eso. Estuviste del otro lado.
Sí. Lo escribo en el libro. Yo voy a caminar, pero no me animo a caminar ese corredor. Por los peldaños. Le digo El túnel de Sabato.
¿A Sabato? No llegué a capturarlo. Era mayor. Físico. Se casó con Matilde. Tristes los padres.
Me recita unos versos en francés. No sé francés.
Está dedicado a vos, me dice.
No me animo a pedirle que haga una versión respetuosa.
Verlaine lo descompuso a Rimbaud, que era un chico del campo, el otro una porquería. Villon era un encanto, con la gorra.
Aurora dice unas líneas.
Leé el poema que se acuesta con el cura. Uno deja de escribir a los dieciocho años, Isidore muere en una pensión atendido por un sirviente de la casa, sífilis.
Son los malditos.
Son los mejores.

*
Te gusta hacer asado, me pregunta.
Sí, miento.
Cuando la primavera y pueda caminar, comemos uno.
La beso. Afuera hace frío y hay sol. Un día hermoso de invierno, un día…, ustedes ya saben.

AURORA CLIC 2
Un desencuentro

Toco uno toco dos toco tres toco hasta seis.
Tu tu tu…
– ¿Quién habla?
–Yo.
–Ah, ¿y qué quiere?
–Hablar con la señora.
–A ver, espere.
– ¿Cuál es su gracia?
–Pallaoro. José María Pallaoro.
–Espere.
Hay una radio encendida, hay una gata que maúlla, hay un perrito que es bocina. Hay…
– ¿Cómo era su gracia?
–Pallaoro. José María.
– ¿Papeolologo?
–No, no, Pallaoro. O si prefiere “Pa-la-oro” con doble L.
–Ah.
Hay una radio encendida, hay una gata que maúlla, hay un perrito que es bocina. Hay… un susurro que domina “Papiolologo, Pavulogioro o algo así”.
–No se preocupe. Ella lo va a llamar.
–¿En serio? ¿Recuerda mi apellido?
–Sí, sí, Papioliologo. No se preocupe.
Clic.



[1] La Plata, 6 de julio de 2012. City Bell, 8 de julio de 2012.
[1] Publicado en blog Los ojos, 3 de mayo de 2013.
Publicado en La Tecl@ Eñe, año XII, número 61, diciembre de 2013. Director Conrado Yasenza.
Fotos: José María Pallaoro. La Plata, casa de Aurora Venturini, 6 de julio de 2012. Archivo de la talita dorada.