Hoy es 23 de diciembre y acaba de
terminar el recreo. Llego a la celda y repito la rutina diaria. Me lavo, busco
algo para comer de lo que compré en la despensa y me instalo para comenzar esta nada a la que ya
estoy acostumbrado mientras espero el rancho de la noche.
Una celda es un bolsillo, una caja
llena de melancolía y sed.
Hoy, por ser víspera de Nochebuena, el
recreo se prolongó un poco más. Enseguida llega la comida y desde ya, la
soledad es mi piel, con la carga que en una celda tiene la palabra soledad. Me
siento ante la mesada armado de la cuchara de madera para comer la versión
carcelaria del guiso carrero. Supongo que todos los presos están haciendo lo
mismo, cada uno en sus celdas, porque el
pabellón está en silencio y puedo escuchar los ruidos de la calle. Oigo
con nitidez las voces de los pibes jugando, el estallido de los cohetes, los
retos de las madres. Diría que hasta puedo adivinar el color de los ojos del purrete más atorrante de la cuadra.
En realidad, puedo adivinar la Navidad en cada casa, en cada persona del
afuera. Porque está muy cerca. El nacimiento de la esperanza me invade y nunca
un parto fue más esperado.
Nochebuena será mañana, aunque acá se
repitan las rutinas y los gestos. Pero en realidad, nada es igual. Hay una
tensión especial. Como si el aire se estirara y estuviera a punto de rajarse.
La sed se adhiere a mi cuerpo reseco.
¡Qué joder! La esperanza está por
nacer. Y con esa expectativa me tiro a dormir.
…………………
Ya es 24 de diciembre y paso en limpio
algo goyesco que escribí antes de dormir:
Queden abiertos al viento, viejos
esqueletos, estructuras desarticuladas!
¡Busquen llenarse de memoria,
desplieguen sus alas!
¡Liberen la ternura sin rubor, den
cuerda a sus almas, trepen a los
sueños!
Porque aquí no termina todo.
Afuera hay un sol nuevo cada mañana
Y
esta medianoche
Una estrella traerá un mundo-otro plural.
“Nosotros” será la palabra.
¡Constrúyanse de un solo golpe porque
el vientre nuevo parirá un nuevo rostro!
Ventanas.
Un pájaro, quizás,
Y todo cambiará a partir de la
madrugada…
....................
Es de noche y después de un largo
recreo, comimos locro que estaba realmente bueno. Un regalo. Por ser Nochebuena
nos dan un tratamiento más distendido y permisivo, menos rígido, como si se
permitiera todo.
Todo, digo, y es una exageración.
Porque seguimos presos y encerrados cada uno en su calabozo. Y en esta mínima
celda, la 786 del pabellón 15, escucho ese todo que es golpear la puerta,
gritar, asomar la cabeza al pasillo y charlar con el vecino. Porque ya es de
noche y no han apagado las luces. Hoy nos conceden poder hablar en voz alta y
hasta mantener un diálogo con el que está enfrente. En realidad, escribo en
medio de los golpes y de los gritos. Son mil tipos pegando contra la chapa de
las puertas, gritando. Golpeando con bronca, con odio. Todos al mismo tiempo.
Como si cada chapa de cada puerta resumiera nuestro mundo personal, privado,
chiquito como la celda que habitamos.
Porque aquí también es Navidad.
¿Alguien se dará cuenta en el afuera?
Y golpeamos y gritamos como si
vomitáramos. Alguien intenta cantar mientras yo busco una alegría. Una sola. Un
nuevo parto. Renacer. Y aparece cada uno de mis compañeros. La Tana, con su
mirada regaladora de cielos, pronunciando mal la rr; el Gallego y su Polaca; el
Petiso; la Lumpona; el Potrillo; el Hippie y Cachabacha; Larguirucho, la
inolvidable Gallega que desafiando convenciones se arriesgó a visitarme; mi
Mimí Pinsón que también tenía problemas con la rr y me contaba que un pego le
había ladrado; Cata, la de Humanidades que era maestra aquí y por pedir verme
la trasladaron al peor destino que podían otorgarle; Aníbal, esté donde esté;
Rafael; todos los que compartimos la Navidad inminente en este bolsón de
carencias y angustia; los compañeros presos en Devoto con el Indio, el Fauno,
Larguirucho y el resto; todos los compañeros del afuera, hermanos del alma que
pese a la aparente dureza por estar curtidos en la lucha, siempre se les escapa
el afecto y la calidez en el apretón de manos, en la risa o en sus gestos.
Todos juntos en mi memoria, como comensales de una mesa clandestina, con
nombres que no son los reales, pero con ese amor inmensurable que nace de
compartir los sueños y los mismos riesgos, que quiere decir ofrecer la propia
vida como tributo si fuera necesario. Porque lo sabemos. Y desde ya, mis flacas
soñadas, mis nunca y no me importa, porque en realidad son un sueño, y desde
ya, un recuerdo a mi familia de sangre, a esos viejitos míos y a mis hermanos,
cuñadas y sobrinos. Porque necesito ya, en este instante, una alegría que me
haga sentir libre como cualquier habitante del afuera. Una alegría que pueda
trascender los muros que rodean la prisión y llegar hasta todos ellos, que son los míos. Una alegría que pueda mandar de un
solo golpe.
Pero los sueños no crecen. Los aborta
el grito. Quiero no estar preso. Desesperadamente. Quiero estar afuera con el
mundo que escucho a retazos desde mi ventana.
Brindar con mis compañeros, con
alguna flaca amada, con mis viejitos del alma y mis dos hermanos que
solidariamente vendrán mañana a visitarme como si hubiéramos compartido el
mismo pan dulce, la misma jarana. Quiero abrazar mi historia más chiquita, más
personal, más íntima, esa que está llena de nombres callados. De deseos
contenidos. De mis nunca. Pero la locura se levanta al golpe. Son todos locos.
Somos todos locos abandonados al puro instinto. Y yo no quiero golpear. Lo
juro. Pero mis puños están pegando contra la puerta. Fuerte. Y mis manos están
rojas. Y golpeo. Golpeo para que la locura pase de largo. Lo sé. Lo sé. Esto se
clavará en mi memoria. Sangrará cada Navidad de cada año que venga. Pero
necesito una presencia. Una imagen aunque no tenga nombre. Por eso les escribo
a ustedes, a los que no conozco, que no me conocen, con los que un día volveré
a decir nosotros. Una gota que calme este infierno. Porque tiene algo de
tragedia esta Navidad de la explosión digitada al estar permitida, al habernos
marcado de antemano los límites. No. No es triste esta noche. Repito. Tiene
algo de tragedia. Pero pasará. Lo sé. Pasará. Y esperan acurrucados los días
grises, la rutina, ese tiempo detenido que siempre habita las prisiones. Y los
gritos siguen copulando con los golpes. Los presos sociales dan vivas a la
desesperación. Cualquier cosa vale como pretexto: los culos de los homosexuales
del pabellón 13 y hasta el Che o Perón cuando se acuerdan de este puñado de
presos políticos, celosamente custodiados. Más guardados aún que ellos.
Encierro dentro del encierro. Al fin y al cabo, todos tuteamos la misma herida.
En medio de esta gigantesca orgía de
dolor compartido, con internos que asoman sus cabezas y lanzan fuego por sus
bocas utilizando el combustible de sus calentadores, con los golpes que no
cesan en medio de una guerra de estallidos, yo escribo para trascender la
cárcel y sentirme libre.
Y golpeo, qué joder. Golpeo porque si
no muere mi alma. Porque pienso las cosas que no deben pensarse en esta soledad
y pego contra la puerta, pego, pego, pego. Las doce se acercan. Llegan. Levanto
el jarro lleno de agua y grito: ¡Feliz Navidad, carajo! Feliz Navidad a todos.
¿Me escuchan allá, en el afuera? ¿Escuchan mis golpes y mis gritos? ¿Me sienten
ahí, en esa mesa, con ustedes? ¿Me han liberado en cada brindis?
………………..
Llegó el 25 de diciembre. No recuerdo
en qué momento me dormí. Pero Nochebuena ya pasó. Ahora estoy sentado contra
una pared en el patio de recreo. La esperanza sigue en mi puño y no me importa
que me castigue un sol implacable mientras permanezco aquí, como en una
reposera, la espalda contra el viejo muro exterior descascarado del pabellón de
castigo.
Los altoparlantes pasan música a todo
volumen. Son canciones que representan otra tortura. Miro el patio y es una
imagen de película. Nosotros, con las cabezas rapadas y los uniformes grises
que nos cuelgan como bolsas, somos mástiles de raídas banderas, pero no
olvidadas ni traicionadas. Y eso vale.
Escuchamos las voces chillonas que
llegan desde el patio de los homosexuales. Los miramos pasear de la mano su
celo con ostentación. Tratan de ser graciosos y sus risas tímidas y femeninas
cortan sus cuerpos de hombres. Entre nuestro patio y el de ellos funciona una
parte de la granja del penal y entre las matas de pasto, se asoman las orejas
de algún conejo despistado mientras los patos pasean en fila, como si imitaran
a la guardia armada que marcha sobre el muro que nos cerca.
Una escena casi campestre, un paisaje
de almanaque recortado del afuera. Un retazo trasplantado que huele a hierba, a
viento verde. Aquí, entre rejas. Una paradoja que roza el absurdo.
En nuestro patio una rata disputa con
los gorriones un pedazo de pan. Entonces siento los quejidos que llegan desde
los calabozos de castigo. Están repletos. Anoche, mientras la esperanza llegaba
a mi celda, los parias fueron reprimidos, golpeados. Los parias, los que no
tienen familia ni nadie que reclame por ellos, los que carecen de voz. Ellos no
tuvieron esperanza nueva.
Los otros presos políticos charlan a
la sombra en otro rincón del patio.
Yo me quedo aquí. En lo alto hay un
bellísimo cielo celeste. Necesito este momento de espaldas al muro, apretando
en el puño la esperanza recién nacida. Quiero recibir el sol en plena cara y
que me pegue. Que me pegue hasta el dolor.
Entonces me repito, como el Mateo de
Sartre, “esa libertad que había buscado tan lejos estaba tan próxima que no
podía verla, que no podía tocarla. No era más que yo. Porque yo soy mi libertad”.
Eduardo
“Lalo” Painceira (La Plata, 26 de septiembre de 1939).
En
El límite de un conejo, primera
parte, capítulo 15 (Navidad de 1971, Unidad Penal Nº 9 de La Plata). Ediciones
EME, La Plata, 2018. Fotos: jmp, archivo de La Talita Dorada. Julián Axat, Lalo
Painceira y José María Pallaoro en City Bell.
2 comentarios:
Emcionante,profundo,verdadero y bello.Lalo es un santo
laico.
Enorme Lalo... Buen viaje. Cuánta tristeza...
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