MIRAR
A LOS OJOS
Sé de un hombre que dedicó gran parte
de su vida a estudiar al tigre blanco de Siberia, considerado uno de los
mayores enigmas de la tundra. Desde muy joven obtuvo copia de las pocas
imágenes que siempre tenían carácter fragmentario y elusivo, lo que había alimentado
el mito. Por alguna razón, aquella historia lo impulsó a enfrentarse con el
misterio e intentar resolverlo. Entonces se preparó en bibliotecas y laboratorios
hasta que accedió al territorio de la criatura. En la estepa, otrora dominio de
tártaros y mongoles, supo que su propia existencia ya no tenía retorno.
Al descender del tren, Igor Milenko, el
científico serbio, sintió en su cuerpo la densidad plasmática del aire, propia
del techo del mundo. Una vez allí, se acomodó en una humilde proveeduría de
cazadores. Dejó pasar unos días para que su cuerpo asimilara los cambios por la
altura y el frío. Fueron jornadas de adaptación no solo para sus pulmones, sino
también para su manera de sentir y de pensar.
Comenzó un riguroso registro de los
bosques, donde le aseguraban habitaba el tigre blanco. Culminó su primera
campaña con la llegada del otoño. A su regreso y ya en su hogar, se dedicó a
diseñar el plan definitivo. Calculaba que tres meses serían suficientes para encontrar
al tigre. Entonces, se despidió de su familia sin saber si esa sería la última
vez. El objetivo era hallar a su Némesis blanco para registrarlo y fotografiarlo
sin que advirtiera la presencia humana. Por segunda vez se alojó en aquella sórdida
cabaña de suministros para cazadores. A los siete días partió en trineo y viajó
sin detenerse durante ocho horas hasta la orilla del bosque. Allí comenzó una
lenta caminata hasta donde construyó su guarida, un iglú vegetal, dentro del
cual sus párpados quedaban lacrados por el frío. Milenko utilizó su refugio
para ocultarse, comer y dormir. Cuando el sol volvía a brillar sobre la nieve, al
despertar, su corazón se aceleraba y otra vez aparecía esa potencia de existir
que lo caracterizaba. Poco a poco, en aquel bosque de siberia, sintió que se
transformaba en uno más de sus habitantes a punto de salir de su somnolencia
hibérnica, como los majestuosos tigres. Su tenaz esfuerzo por sobreponerse a las
severidades que lo rodeaban había dado a luz una nueva capacidad en su interior
que ayudó a encontrar el verdadero sentido de su vida. Lo que había buscado
fuera de sí lo había hallado muy dentro del bosque, en lo más hondo de su
corazón. Él, que ya no era él, estaba ahí, en el abismo que lleva hasta el
principio de lo absoluto e indivisible. Y lo más importante, que ese lugar era también la morada del tigre.
Mucho antes de poder encotrarse con esa
bestial deidad había aprendido a distinguir las voces del agua en deshielo, a
descubrir el sendero que el felino recorría para otear desde un acantilado el
magnífico océano Pacífico. Todo esto exigió esfuerzo físico y espiritual de un
tiempo aletargado y mastodóntico, un tiempo que comenzó a menguar en él un
destino por otro. Poco a poco dejó de centrarse en la imagen del animal; en su
lugar comenzó a estudiar el lenguaje con el que el bosque le habla a sus
habitantes. Recién entonces, y casi sin advertirlo, vio algo.
Años después, un periodista, conmovido
por el largo tiempo que ese hombre había soportado en el bosque, le preguntó:
“Luego de esperar y esperar sin que apareciera el tigre, sin poder comprobar
científicamente su existencia, ¿no especuló con la idea de abandonar todo y dar
por concluido el peligro al que se exponía?”. El hombre de ciencia viró su
cabeza hasta dejar enfrentada su cara con la del periodista, lo miró y luego de
una pausa respondió: “Mi ayudante que venía de tanto en tanto, me proveía lo
necesario y se llevaba mis desechos para no contaminar el lugar y no ser
detectado por los animales del bosque. Después de sesenta días viviendo
absolutamente aislado, cuando llegaba, yo no podía mirarlo a los ojos. Pero él
tampoco a mí. Si nuestras miradas se hubiesen cruzado…, tal vez hubiéramos
llorado. ¿Entiende lo que intento decirle? No podíamos mirarnos. Y cuando
partía de regreso a su casa a cientos de kilómetros, lo observaba con la pena
de no haber podido hacerlo. Fue en ese instante, mi ser implosionó con un resplandor
que cegó todo a mi alrededor. Recién en ese momento, sabiendo que no volvería a
verlo por largo tiempo, lloré. Y pensé, ‘no podré quedarme mucho tiempo más
aquí’. Sentí que los seres humanos no pueden vivir solos, absolutamente solos.
Sentí entonces el porqué. Creo haberlo contemplado a través de una puerta que
alguien me dejó entreabierta en aquel bosque. El vacío de nuestras almas solo
se alivia cuando hay un otro igual que nos acompaña. En esos años lo pensé
muchas veces, y finalmente lo comprendí”.
El tiempo siguió convirtiendo a Milenko
en un hombre viejo que amaba la circunstancial compañía de sus congéneres, pero
más aún la de sus animales domésticos. Jamás olvidó esa sensación de vacío
absoluto, ese inasible dolor que produce no poder mirar a los ojos. Y se sintió
feliz, por el recuerdo, por haber encontrado el sentido de su vida. Porque el
día en que el tigre lo miró a los ojos, como un refulgente destello del sol, él
supo que no habría registro: nada del encuentro quedaría grabado, excepto en su
corazón.
City Bell, mayo de 2017
Ernesto
Faustino Urtubey (La Plata, 16 de febrero de 1959). Profesor de
Historia. Reside en City Bell.
Foto de portada:
Estudio de Ernesto Urtubey en City Bell. Con Dalmiro
Sirabo y José María Pallaoro.
Foto final:
Ernesto Urtubey en las vías del ferrocarril de City Bell.
Archivo de
la talita dorada.
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