JAMÁS ALMORCÉ, CENÉ O BEBÍ CON
SEBASTIÁN
Me había tomado seis meses decidir
visitar a Sebastián. Cierto pudor no me permitió hacerlo antes. Debía estar
mejor, recuperada, y entonces salir de la madriguera. Pero no ocurría cambio
alguno, y el tiempo pasaba. Tenía un libro y un CD que debía devolver y además,
Sebastián me había mandado un mail que por supuesto no había podido
contestar.
Salí del auto decidida. Creo que
alisé mi aspecto con las manos, confiando en poder disimular mis roturas
internas con el desaliño general de la ciudad.
Sebastián se alegró al verme. Su
negocio pequeño se llenó de gente. Debió ser un viernes o sábado por la noche.
No sé cómo, en un instante Sebastián
se encontró en el centro de la tienda, parado, quieto. Yo al lado, quieta
también, escuchándolo. El resto de las personas desenfocadas moviéndose
alrededor nuestro, aceleradamente. No sé cómo Sebastián empezó a contarme sobre
sus ataques de pánico, del rivotril, de los dos perros que invaden su cocina,
de él como San Sebastián, el de la torre y allí la imagen arquetípica destelló
en mi mente y quedé en blanco. Desconcertada de tanta intimidad revelada y
todavía cegada por la imagen del santo, mezclada un poco con la de San Jorge y
el dragón, balbuceé alguna frase estúpida. Nunca antes habíamos compartido
confidencias tan personales, solo el rico mundo de las ideas de las imágenes en
movimiento.
No sé cómo se rompió el círculo en
donde estábamos. Seguramente Sebastián tuvo que recomendar alguna película o
dar alguna sinopsis o poner las cajitas en las bolsas blancas que yo siempre me
niego a llevar. Me anotó un nombre y un teléfono en mi agenda, engrosando así
la lista de psicólogos que voy juntando en la vida para cuando decida tener
uno. Y me fui. Bañándome antes en los ojos claros y transparentes de
Sebastián.
Caminé hacia el auto, me imagino que
con pasos cortitos y rápidos, pensando que la vida es rara. Sentía la cara
caliente. Estaba aturdida. Tenía que volver pronto a la madriguera. También
estaba contenta.
Septiembre de 2011.
EN EL JARDÍN TENGO UNA
CALANDRIA MUERTA
En el jardín tengo una calandria muerta
como una reina. Gemas sobrevuelan y se apiñan como un collar dorado y verde que
resplandece con la luz. Brillan. El día amaneció inundado porque torrentes de
agua cayeron durante la noche velándola. Le saco fotos. Voy y vengo. Cuando
vengo le muestro a mi madre la imagen de La tentación de San Antonio, el
tríptico pintado por el Bosco. Ella tiene el fuego de San Antonio, actualmente
llamado Herpes Zoster, por eso le explico que antaño, según Réquiem de Alain
Tanner, este cuadro pintado en la época de Colón, tenía poderes curativos para los
que padecían enfermedades de piel. Se encontraba no como ahora en el Museo de
Arte Antigua de Lisboa, sino en el Hospital San Antonio de Lisboa. ¡Qué
hermosos colores tiene! Dijo dos veces fascinada, pero cuando le detallo de qué
se trata comenta que es un cuadro espantoso. ¡Qué cosas horribles pintaban!
Ya saliendo del taller le digo que
se fije en la luz que baña al jardín. No le da importancia pero luego la
percibe y me dice que no sabe de una palabra que la describa. Yo le digo que
para mí es una luz naranja. Enseguida llama a Lur que está fotografiando las
nubes. Lo viene haciendo desde hace un par de años. Alguna vez le he mencionado
a Stieglitz. Nos sentamos a mirar el cielo lleno de azules, lilas, violetas,
rosas, amarillos. Pero el robe de chambre de mi madre es el objeto que más
concentra la luz reflejando como un espejo este atardecer. Quiero el rayo, le
dice. ¿Qué rayo amona? ¡Quiero ver el rayo que tienes! Luego entendemos que se
trata de las fotos de anoche, de las imágenes capturadas que anunciaron
eléctricamente el agua.
Lo que tenés también se llamaba la
enfermedad de los remordimientos, porque como ellos, va y viene, nunca muere
verdaderamente. ¿Vos tenés muchos? Pregunto mientras vemos la escena de Luz de
invierno de Bergman en donde el suicida presionado por su esposa va a ver al
pastor de su comunidad y éste solo puede hablarle desesperado de su fraude como
creyente y ministro (apenas sale de la sacristía el hombre se pega un tiro.)
Cómo voy a creer en esto de los remordimientos dice mi madre, ¿O tú te crees
que mi prima Aurea que hace años que padece culebrilla y es más buena que el
pan debe tener un remordimiento? Le digo que no vale reflexionar sobre otra
persona y salirse por la tangente y le vuelvo a preguntar si ella considera que
tiene remordimientos. Entonces me contesta que a su edad no piensa complicarse
la vida pensando en estas cosas.
Vuelvo a caminar por el jardín,
contemplo el vientre hinchado del pájaro, voy hacia el almendro, recojo los
frutos caídos por la tormenta. Separo las almendras de las maravillosas
cáscaras carnosas que pronto empezarán a envejecer. Me gustan mucho estas
pieles, tan sensibles al tiempo, tan cambiantes de color, alojando en su
interior otra protección de la semilla dura como un carozo. Debería pintarlas.
Hoy no he leído, ni a Jung, ni a
Bolaño, ni a César Aira. Tampoco cociné. Ayer toqué el clarinete: improvisé un
poco y leí las partituras. Luego dibujé el limonero. En medio de la llovizna
salí a matar caracoles, como un personaje eterno y nocturno del jardín, creo
que ya pintado por el Bosco. Voy y vengo, atenta y adormecida, contando los
remordimientos que nadie quiere y que vuelan como moscas sobre los pájaros
muertos.
Febrero de 2014.
Hace mucho tiempo, en 1964, me llamaron
una vez y para siempre Maite Osa, porque mi papá nació en un caserío de
Guipúzcoa y mi mamá, que vino de un pueblito diminuto, tapado de nieve en los
inviernos de Castilla la Vieja, ya había elegido antes el nombre para mi única hermana.
Siempre disfruté dibujar y pintar, esa
placentera concentración que hace desaparecer la realidad bochinchera y lo
lleva a uno por jardines solitarios. Muy de vez en cuando siento la necesidad
de escribir. Tal vez dura un año y luego se adormece hasta el próximo período.
Me fui a La Plata a estudiar Bellas Artes,
allá por 1984 y me quedé a vivir hasta el 2002. Luego, por varios años viajé
para dar clases en la Facultad. Ahora solamente trabajo en escuelas de San
Nicolás de los Arroyos, lugar donde nací, donde vivo y donde se crió mi única
hija Lur.
Me gusta leer, tocar el clarinete, zurcir
prendas rotas, hacer compost, sacar fotos, hacer videos, cocinar para amigos,
ver películas de Godard, Dreyer, Bergman, Jonas Mekas, Harun Farocki, Claudio
Caldini, ir al trabajo en bicicleta, distinguir el canto de los pájaros,
enterrar semillas y ver cómo crecen árboles.
Hace unos meses que escucho música de
Thomas Peter y de Hans Koch, dos músicos suizos que andan de gira por
Latinoamérica y que tuve la oportunidad de conocer.
http://www.deezer.com/es/album/15284973
Los últimos libros que me regalaron son:
Confabulaciones de John Berger y El contexto de un jardín, Alexandrer Kluge.
Hace poco compré Tadeys de Osvaldo Lamborghini y saqué de la biblioteca popular
local Memorias del subsuelo de Fedor Dostoievski para hacer teatro leído con
alumnos de la Escuela Secundaria del Penal Nº 3.
En esta foto, yo que porto sombrero, estoy
con Carolina Cordisco, grabadora y amiga de Rosario.
Maite
Osa (San Nicolás de los Arroyos, provincia de Buenos Aires, 1964). Artista
visual. “Jamás almorcé, cené o bebí con Sebastián” pertenece a una serie
denominada Comensales, que ahora forma parte de un ensayo experimental
audiovisual. Imágenes: Maite Osa.
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