SOLEDAD GUTIERREZ EGUÍA La muñeca de terciopelo y otros textos




LA MUÑECA DE TERCIOPELO ROJO

   “Necesitaba verla como alguien que ve”. El viejo almacén cerrado, le recordaba su infancia; —la soledumbre en el páramo de nieve más angosto—. Un cielo helado fragmentado en piezas sueltas de un rompecabezas, eso era ella.
   “¡Me pesa la cruz mamá!” ¿Quién grita? “Te incrustaron en la carencia de un bello nombre”. Un crujir de piso; un chirrido de puertas; una habitacion sola; y dos marionetas sostenidas en el escaparate, dormidas para la eternidad.
   Ojos de tiempo petrificado; bocas despojadas de aire, con toda la muerte en el rostro. Y ahora todo cobra sentido. La sonrisa macabra de la desposesión del cuerpo, bordada en sus ojos antiguos.
   “Las fiebres de mi frente bajo el paso inefable de la edad, delataron otrara, los pliegues lozanos de unas manos, tras el telón de tu huella, centinela. ¡Es bello mi nombre, mamá!” Y la redondez de unos ojos silenciosos despertó la furia de la bestia.
   Ella era buena, un pedazo de vida y un dibujo que representaba una casa, un globo rojo y una marioneta hendida en la garganta. “Permanecer oculta en la que fui. Interponerme en el destino de mi nombre”.
   Nada es inocente si respira, lo dijo dios. ¿Por qué insistir en la culpa? A la vida hay que llorarla y sin embargo… La explanada la llevó al viejo estanque; en su muy fondo, la placidez de una vela ardiendo sin oxígeno, la instó a recordar que olvidar es morir. Las marionetas también olvidaron; dependían de los vivos. Alguien cayó al aljibe y se vio caer… Y fue el esplendor de un rostro, un salto entre los sueños.
   Quien golpea la puerta del sueño, no regresa igual. El acto de recordar es un acto lúgubre. ¿Qué nubosa verdad habla en voz alta? Ahora un rostro la lleva de la mano hasta los infiernos. La verdad aprendió a mentir. Todo se repite en virtud del linaje.
   Una niña de “bello nombre”, entra al ático polvoriento. Una voz dulce y delgada, la incita a abrir el baúl del que surgieron las manos de la asfixia. Sus ojos vieron otros reinos. “¿A qué rito se acoge ahora tu execrada sombra?” “Si intentas acallar las voces solo lograrás que crezcan de tamaño”. Y en la piedad más deliciosa, alguien ata los hilos a sus muñecas, despojándola de la muerte. Una vez vi ángeles insistió; y la profundidad de un lago se dibujó en sus ojos.
   Su sombra agoniza en un escaparate.
   Un temblor de pasos se acerca, y una palma abierta, muestra en un acto solemnísimo, una muñeca de terciopelo rojo de un bellísimo nombre.


RENUNCIA

   Penetra como un tiempo frío, contemplación sin éxtasis; una voluntad desdeñosa que se desliza como la verdad sobreviviente de una parodia, y no hay —salvo sí, velos que la cubran— pretensión alguna que enturbie sus fundamentos.
   En la renuncia hay un gozo y no hay disfraz que nos libere de este estado de aquiescencia. “Invisibilizar el ejercicio de la incapacidad”. Ante el vértigo del desplome, la huida.
   Se desmorona, no sin impotencia, el oculto y formidable, “secreto”. Bajo ese estado lo hacemos, a escondidas. “Transmutarse al abandono de la lucha”. Criaturas sucediéndose a sí mismas. Trémulos niños sin brújula ni esplendor. Un sentir miserable y dulce, particular, casi nostalgia de pérdida.
   ¿Acaso no se renuncia a la vida al instante de nacer?
   El proceso compartido —trama que se repliega sin piedad— nos arrebata de la conmoción del júbilo y nos envuelve y arroja al ardor de varar en las orillas. 
   La sombra agigantada conoce la hiel en la garganta, este habitar en el “a salvo”; del estremecimiento y de la culpa.
   Y el payaso aplaude desde el sitial más alto y vierte su llanto en el escenario. Miles de gentes beben de la fuente y danzan con sus cabezas gachas, con ojos abiertos mirando con frenesí el suelo que los sostiene.
   ¡Que alguien aparte los rescoldos!
   ¡Que alguien mate al payaso que nos “descubre y muestra”!

   Hoy, quisiera verme más pequeña que un insecto, para ver al hombre más alto. Ascender hasta contemplar su abismo. Y la nada me expulsa a la violencia del inicio. En el impacto del cuerpo no hay estallido.
   ¡Qué de las sombras varada en la orilla!


VALLE DE SILENCIO

   Y aquello que no me dije al “morir de otoño” —como lo que pensé y dejé aventar—, aquellas indecibles, morirán conmigo, palabras anuladas en su propia savia.
   ¿Sabré siquiera que adoré al mundo?
   Me desconozco sin ser dentro, más que un milagro que cede a su envoltorio; el pasado de los otros que bebieron de mi sed y olvidarán. Me distancio pesadamente de lo que hoy, es. Soy, sucediéndome más allá de mí. Esparcida en cada cosa que ellos ven. Llovizna incómoda convertida en tristísimo pardal.
   ¡Tan ciego el sol, como si se mirara a sí mismo, desde tan cerca!

   Vacilando bajo un silencio embelesado, prendida a la quietud del letargo que poblé; a la espesura de un tiempo que oí moverse; no obstante ardiendo en otros recintos; retrocedí ante el zarpazo del ruido lúdico, y hay de pronto y tan encogido un mundo hecho de silencio, que nunca oí la urgencia de la sangre, ni la fría secuencia del llanto debajo de esos párpados, a los que al final del día, les di el descanso y la piedad de un valle de hierba inexplicable, brotando a contrapeso de un cielo bebedor de vientos.
   Un barquito de papel demora en tumbarse, como el sauce sobre el río, el tiempo que doy a mis ojos, una llama crepuscular moviéndose entre alas; un resplandor piadoso adivinando mi cara; un jardín radiante y profético; un estallido lento de ritual perfecto.
   Me enhebra el hilo blanco y pareciera—aún me oyen, tañe una campana— flotar entre cristales. Me resisto al brazo del vacío, jadeante y lejana, me vuelvo sin cuerpo; me pronuncio con el bramido en la boca. Desde nunca, desde el diluvio, pasajera en descenso me ciño a la danza de los bosques. Perdura intermitente en el poniente la inerte sombra del tiempo.
   ¿Si busqué el ocaso en el súbito invierno?
   Sé que hallé el verdor del valle.

   No hubo frío, salvo el de tener que mendigar en la alta cumbre, una risa que estrangule el último silencio.


VIAJE AL RECUERDO

   Era de un tiempo y un dolor hueco, como el centro hueco de un mundo.
   Hondo, como el gemido de un niño en una habitación oscura. La idea de lo que era, sonidos vacuos en la sed de mi entendimiento.
   Frente a un muro alto de hierbas, reconociendo la herida —“habrás de enfrentarla sola”—, lamiendo la herida; solo hay un modo de cruzar cuando el sueño es un recuerdo. Al despertar me extrañaré en el gesto. Hurgar los jardines de la memoria. ¿Alterar el pasado que no fue?
   La aguja del tiempo gira inextricable. Atravesarlo, porque es océano y arena; porque la dama halló el modo y es por siempre en mí la única verdad.
   Porque allí, no debí renunciar a lo imposible, y era de papel y era blanca y me podían pintar los niños con sus pinceles.
   Y el carro de la risa no pasaba y el payaso no lloraba y el tiempo era más que realidad, y era yo la reina blanca y, ¿qué se sentiría volar? Un pájaro; lo seguiría siendo si lo fuera.
   Aprendiz de ciega, el jardín azul te pertenece. La estalactita de hielo y los símbolos antiguos; la alquimia del fuego y la serpiente en el regazo de la tierra en el origen del mundo. Las fuerzas de la naturaleza naciendo en mí contra las tinieblas; y el Uróboros tatuado en la espalda.

   ¿Y quién dice, “el tiempo vaciará alguna vez el infinito”? ¿Infinito?
   Y el paraje acucia lo imposible, porque lo es, y esta muerto.



Soledad Gutierrez Eguía (La Plata, 30 de enero de 1974) / Escritora / Vive en City Bell / Video: jmp / Fotos: Delfina Lascano Vedia, archivo de La Talita Dorada /




José María Pallaoro lee a Soledad Gutierrez Eguía / 

6 comentarios:

María Soledad Gutierrez Eguía dijo...

¡Gracias José!

José María Pallaoro dijo...

De nada, Soledad.

Anónimo dijo...

👏👏👏👏👏

Constanza dijo...

Una genia!!!

Anónimo dijo...

Hermoso poema!

Anónimo dijo...

Muy bien Sole !!! Te felicito !!