BENITO PUNK
Suponiendo que a uno le de
el ramalazo telúrico, siempre es Lynch antes que Güiraldes. Nunca supe por qué.
No por La Plata, ciudad a la que uno aborrece entrañablemente; tampoco por las
simetrías reencarnadas, si es que el 2 de junio y 1951 sugieren postear algo
para Benito. Hoy sin embargo la taba la ubicó Terranova, expresivo, feliz: "Benito Lynch es punk,
bastante más dark que Güiraldes". Mejor dicho, imposible.
El hombre se agachó, recorrió el estanque
con la mirada, y arrojó la cabeza de pescado al centro. Luego se quedó absorto,
pero en el instante en que el agua se enturbiaba y el yacaré abría las fauces,
él se apartaba. No escuchó el sonido seco. Cuando la bestia terminó de
engullir, sonrió. Era una ceremonia extraña y violenta, pero le atraía. Cada
tarde, a la caída del sol, repetía el acto.
En la casona de diagonal 77, quedaban
muchos recuerdos familiares y el pequeño zoológico: un carpincho, dos teros,
conejos, una mulita, el yacaré, también un cuervo. Aunque el rito de alterar la
paz del estanque formaba parte de un vínculo último y sagrado: le recordaba a
don Benito, su padre, pero no sabía bien por qué. Acaso porque ese hombre
ríspido de raíces irlandeses había sido no sólo intendente de la ciudad sino
también director del Zoológico, acaso porque él, desde hacía muchos años,
estaba como el yacaré: retirado en su estanque cerrado de la casona en La
Plata.
¿Estancado el autor de El inglés de los güesos? ¿Retirado
"El poeta"? ¿O simplemente apartado, escondido, después de los éxitos
de sus libros, de sus traducciones y de las versiones cinematográficas a las
que fue renuente?
Sonrió nuevamente, esta vez sin ganas:
"El poeta" era un apodo que íntimamente despreciaba. Quizá por eso al
yacaré nunca le había puesto nombre, a ninguno de los animales en verdad.
Algunas de las cartas que le llegaban de lectores y admiradoras preguntaban por
ese potrillo roano del cuento, si le había pertenecido en la infancia. El
hombre amaba los caballos, más que a ningún otro animal. Pero la casona no era
la estancia de su infancia, La Plata mucho menos Bolívar. Raro. Los reporteros
que buscaban entrevistarlo jamás se detenían en esos detalles. Cuando no le
preguntaban por sus afinidades con Güiraldes, querían saber sobre tal o cual
personaje -Mario en especial, su alter ego-, o por el llamado
"criollismo" o por sus lazos con los naturalistas europeos, o por su
amistad con Manuel Gálvez. Claro que últimamente no aceptaba reportajes, mucho
menos charlas con editores o propuestas para nuevas ediciones. Las invitaciones
de presentaciones de libros terminaban sin abrir en un cesto de su escritorio.
No era soberbia ni altanería, al contrario. Era querer estar solo, tan simple y
transparente como eso.
En Buenos Aires alimentaban el mito del
escritor oculto. Sostenían que Benito Lynch rumiaba en soledad el drama de un
lejano amor trunco; que también guardaba el misterio de un romance con una
mujer muy importante y de la sociedad porteña, pero casada con un político de
renombre; que escribía en secreto una novela extensa en la que revelaba
detalles de esa relación aunque con los nombres de los personajes modificados,
etc. Existía, es cierto, un aura de leyenda en torno a su figura. Y la figura
no lo contradecía: alto, huesudo, elegante, con rasgos enérgicos pero finos y
el bastón que le daba un aire de sofisticación y clase. Por las tardes el ermitaño
se permitía algunos gustos: la biblioteca del Jockey; un café con amigos en la
calle 7; las charlas con ex compañeros del diario El Día de la vieja redacción de 51 entre 7 y 8; el consejo a un
autor novel que le entregaba sus originales; una cita con alguna muchacha
bastante más joven que él en un apartado del Tortoni cuando iba a la Capital.
Nada más. Apartado de cenáculos, capillas o sociedades literarias -a las que
rechazaba sabia y pulcramente-, sus salidas eran esporádicos paseos ciudadanos,
un contacto mínimo con el afuera. El adentro estaba poblado de recuerdos, lo
acompañaban a diario. Tampoco quería desprenderse de ellos: eran su alimento.
Por la mañana había una rutina en esa
construcción neoclásica y detalles belle
époque que asomaba a la plaza Italia: tomar mate amargo, leer El Día, y luego revisar la
correspondencia. Como a eso de las 10, Marta, la criada, le acercaba el primer
té con limón de la jornada, serían varios. La rutina exigía un poco de
conversación y ella la asumía como una lealtad antes que como un deber: ese
rictus sombrío del escritor la predisponía mal. No por nada, el suicidio de su
hermano Armando todavía impregnaba el aura de los Lynch. La muerte de su madre
dos años después, en 1937, era otro de los recuerdos fijos. Conversaban un
rato; él a regañadientes; ella con la insolente intimidad de quien se sabía
"de la familia".
Una anécdota, una casi manía: dar como
fecha de nacimiento el 2 de junio de 1885. La buena criada se lo recordaba
permanentemente y lo recriminaba: "Su madre Juana me contaba que lo tuvo
un 25 de julio". Él, escueto y cortés, respondía: "Mi madre era
uruguaya y astróloga".
El diálogo era parte de un juego de
soledades: la madre de Benito Lynch, en efecto, había nacido en Uruguay. Aunque
una de sus pasiones estaba en la astronomía, no en la astrología. La otra
verdad a medias del pasatiempo era que Benito había sido bautizado el 2 de
junio de 1885. "Es fecha ceñera”, le gustaba bromear. No se equivocaba.
De joven muy deportista -aficionado a los
guantes, a la esgrima, al remo en Regatas o al fútbol en el Gimnasia amateur-, aquellos años tibios le
reservaban tanta correspondencia de muchachas en flor como recuerdos
invencibles. A la primera la mantenía encarpetada y escondida celosamente en el
fondo de un armario de doble llave, a los segundos cada tanto los sacaba a
relucir. Como conservador de buena estirpe, guardaba estilo y discreción.
Hablaban de todo con Marta, menos de "esa mujer".
Saturnina se llamaba. Había visitado la casona
durante un buen tiempo, primero ayudándolo con la mecanografía de sus cuentos y
novelas, más tarde como amiga y durante los últimos meses como "novia
oficial". O casi. Porque el autor de Los
caranchos de la Florida había hecho lo imposible por mantener el vínculo en
la mayor de las reservas. Tenía sus razones.
Marta jamás le había guardado ninguna
simpatía.
Como fuera, las charlas se extendían hasta
las 11, hora en que la criada se marchaba al mercado de 4 y 49. Lo hacía en
tranvía. Benito los aborrecía: "Con ese ruido no dejan pensar".
Aunque últimamente ya no se quejaba tanto de los temblores ciudadanos y a la
criada le daba que pensar: "Se está volviendo sordo". Era cierto:
lúgubre, sordo, cada vez más encerrado en si mismo y víctima de la impronta los
buenos tiempos. Haber sido feliz tenía sus riesgos.
Uno de los pocos que intentaba animarlo
era Juan Carlos Rébora, antiguo compañero de la redacción de El Día y luego rector de la Universidad
de la ciudad. Aunque las opiniones de Rébora tenían un peso relativo debido a
su amistad incondicional. Fue por ese motivo que el escritor se negó a recibir
en persona el Doctor Honoris Causa
con que la Casa de Estudios platense lo distinguiera: Rébora ocupaba el cargo
mayor. En todo caso, prefería confrontar con su otro buen amigo Juan Carlos
Mena: sus opiniones en materia literaria no estaban tan condicionadas. O con el
Dr. Juan Carlos Olmedo Varela, quien a pesar de sus insistencias sobre los
riesgos del humor melancólico, le dispensaba confidencialidad y conversación
inteligente.
-No se puede vivir en el encierro -lo
animó una tarde, en el Jockey.
-No vivo encerrado.
-Es lo que dicen, y creo que tienen
razón... Benito miró con dureza a Olmedo Varela. Apartó La educación sentimental, y dijo:
-Hablan los que no saben.
Tenía razón. Pocos, o casi nadie, conocían
el misterio del escritor, su cicatriz sentimental. No era el solterón
empedernido como se decía en aquellos años. Era el escritor herido. Años atrás
había evitado las pompas del éxito de sus dos novelas más importantes,
negándose a asistir al rodaje de Los
caranchos de la Florida, con José Gola, Amelia Bence y un elenco digno del
cine de oro argentino, primero, y luego rechazando de plano la invitación de
Carlos Hugo Christensen, el director de El
inglés de los güesos, para asistir a su estreno. En Buenos Aires se tejían
todo tipo de conjeturas. Sin embargo, dos semanas después del estreno de las
películas, el escritor viajaría a Buenos Aires a verlas. Fueron dos las
ocasiones, y en ambas pasó desapercibido. Pero no estaba solo. El inglés de los güesos lo decepcionó.
Una tarde de 1948, a la salida del Jockey,
en 7 entre 48 y 49, un tranvía lo rozó de costado y lo arrojó al empedrado. El
escritor no había escuchado las campanas de advertencia del motorman: estaba completamente sordo. De
regreso de las curaciones, la criada lo volvió a recriminar: había abandonado
el audífono en el fondo de un cajón de su escritorio. Jamás lo había usado,
menos en público. "Es un aparato indigno", repetía con algo de razón.
Después de ese incidente, sus escasas salidas se espaciaron aún más.
Se dedicó con esmero y pudor a continuar
esa novela secreta y de título impostado (Patricia)
que venía alimentando en soledad y a la cual nadie pudo nunca acceder; se
dedicó también al alimento rutinario de sus aves y animales, y se dedicó, más
que a nada, a rumiar el pasado. Claro que a ese alimento de la nostalgia había
que balancearlo: por un lado la infancia feliz de juegos en la estancia El
Deseado, en Bolívar; más tarde sus correrías de juventud en el Nacional de La
Plata y luego sus primeras crónicas sociales en El Día y las tertulias de redacción.
Por otro lado, y como la contracara del
novelista de éxito, su frustración amorosa y ese paulatino, discreto,
distanciamiento del mundo social que tanto había nutrido a los Lynch. Era una
soledad alimentada, sin duda.
Esa tarde terminó de darle de comer al
yacaré y pensó que los animales son animales y nada más. En algún lugar del
campo bonaerense quedaba ese párrafo sobre la rústica felicidad de los boyeros
en medio de las alambradas de siete hilos de los patrones de estancia. La
ciudad crecía demasiado rápido. Se quedó absorto mientras el dolor punzante le
recorría el estómago. Luego se incorporó y volvió a su escritorio. Esa noche no
comió, estuvo corrigiendo. Tres meses después lo internaban en el Instituto
Médico Platense. Era el año 1951, y murió tan anónimamente como había vivido
durante los últimos años. En algunos medios de la Capital recordaron su
fallecimiento con un pequeño recuadro. Se había ido el más grande novelista de
La Plata.
De: Corte y Confección, 18 de noviembre de
2008. En “Posted by”, La Comuna Ediciones, La Plata, 2009.
Gabriel Báñez (La Plata, 1951 – 2009).
Benito Lynch (Buenos Aires, 25 de julio
de 1880 - La Plata, 23 de diciembre de 1951). Foto: BL (AGN).
1 comentario:
Muy bueno, como todo lo que escribió
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