El origen
Nacerá la criatura.
Será esta tarde de
agosto en que de pronto les aparezca un hijo.
Es extraño. Sentir
que de pronto pueda ser de uno u otro, indistintamente.
Dos hombres, en lo
más recóndito y honesto de sí mismos, esperan que esa paternidad no les
corresponda.
Mientras, la mujer
parirá una niña. Sola en el hospital.
Con esa niña y esa
duda.
Una certeza rosada
y frágil.
La ternura
La mujer siempre
iba con el niño detrás, pedaleando con fuerza. Cada tarde, camino del muelle.
El niño de entonces
recuerda. No el hombre que ahora es, sino el niño de antes. Recuerda las tardes
del muelle. El mar.
La sombra de los
barcos, siempre tan lejos. Y la mirada de la madre, más lejos aún.
Tanto como ahora,
cuando nadie sabe donde está. Los ojos y las manos de esa mujer que él puede
ver y tocar y, sin embargo, que no sabe, que nadie sabe dónde está.
Algunas veces, el
hombre que es, le desea la muerte a esta mujer extraviada, desconocida para
siempre.
Pero otras, el niño
que va en bicicleta con su madre sólo siente deseos de llorar.
Los trenes
Cada mediodía, se
detienen con el niño cerca del cruce de los trenes para verlos pasar. Son
fabulosos. Los trenes. El sol, dando de lleno sobre el hierro oscuro del viejo
puente. Ese chirriar obsceno que parte el aire, a la hora de la siesta.
Un magnífico animal
de humo que todavía atraviesa las noches de mi infancia, llevando y trayendo
rostros que nunca pude nombrar, mapas y fotos de países lejanos, lugares
exóticos, mujeres increíbles y hombres con miradas de fuego.
El olor
Pronto, los
pullóveres dejarán de tener tu olor. Pronto, nada tendrá ya tu olor sobre esta
tierra. Pronto, no sabré qué hacer para guardarte, resguardarte, preservar tus
tibiezas, la fuerza de tu olor. Qué haré ahora, con esta piel vacía, cuando
todo desaparezca.
El manzano
Finalmente mandé
sacar el manzano de la huerta. Como un amor que nace enfermo y no puede dar
frutos, debía terminar y salir de mi vida.
Dirán que fui
cruel, sabrán que no. Le di oportunas primaveras a sus flores blancas. Las
manzanas prometían ser dulces y crecer enteras como una persona que se precie y
decida ser feliz. Pero al llegar el verano caían sin fuerza antes de la
cosecha. Entonces, se llenaba de palomas y cotorras que, al igual que los
cuervos, venían por los restos.
Confieso que era
bella la luna sobre las ramas del manzano enfermo y yo solía pegarme al cristal
frío sólo para admirar su plenitud, su circular blancura en dirección opuesta.
Imaginaba un pájaro que atraviesa la noche o el último avión que abordé para
cruzar de un continente a otro.
Siempre con la
esperanza a cuestas, lloraba sobre el hombro de un futuro cercano y volvían a
nacerle flores blancas, crecía el entusiasmo y la indulgencia de otro otoño sin
hacha.
No hubo nada que
hacer. El jardinero no aceptó cavar la tierra para quitar la enorme raíz que el
manzano ha dejado en mi huerta.
Dijo que un pozo
semejante sería triste y se llevó los troncos y las ramas.
Todo parece más
vacío ahora, aunque el sol da de lleno sobre el limonero.
Como un amor que
nace enfermo y esperamos que cure, lo regué cada día, cada estación del año.
Cuando un amor así
brota de la tierra, todos los males y todos los bienes se desparraman.
Guardamos la esperanza en la caja de Pandora.
En: “La vida leve”, Ediciones La Carta de
Oliver, 2014.
Selección: Jmp. Gracias, Norma, por tu libro.
Norma Etcheverry (Ranchos, 1963). Reside en
La Plata.
Foto: NE en FB.
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