EL FANTASMA EN
EL JARDÍN
Ves
y oyes mucho; pero el ruido que hiere tus oídos
no
es más que aparente.
OMAR KHEYYAM
Ella salió rápidamente de la casa con
la certeza de la presencia de alguien en el jardín. El sol estaba brillante y
el cielo de un azul límpido y aterciopelado. Se detuvo un momento sorprendida
ante la belleza del aromo florecido que se balanceaba con el viento. Marchó después
por uno de los senderos laterales bordeados de setos y ya se aprestaba a regresar
a la casa cuando lo vio.
El obispo, con el flaco rostro de una
palidez extrema que coronaba su negra vestimenta como los pétalos de una exótica
marimoña, se quedó inmóvil y rígido junto a un cedro dorado… Lo que tanto había
temido se producía al fin; ese encuentro, muchas veces presentido en
interminables noches de vagabundeo por el parque erizado de sombras, se realizaba
a la luz del día… La joven percibió su breve movimiento, como el del animal
asustado que se apresta a huir, y le sonrió. Lo hizo con dulzura, con tal
exquisita dulzura, que el extraño personaje perdió el miedo y decidió quedarse.
La muchacha se le acercó lentamente y
el hombre la espero con docilidad. Ella observó los cabellos plateados, su piel
casi transparente a la fuerza de ser pálida y el rictus de tristeza de sus
descoloridos labios, y volvió a sonreír. Pensó:
“Me asusté de un buen pastor de rostro
bondadoso.”
Dijo:
–Tuve miedo de usted, padre.
Él también sonrió.
–No eres la primera que se asusta de mí.
La mujer recapacitó durante un
instante.
–Seguramente fue por lo brusco de su
aparición, junto al cedro –dijo por fin alegremente.
–O por mi palidez –respondió el
clérigo–.
A muchos, lo que les impresiona es mi palidez… Pero eso ya no lo pueden curar
los médicos –agregó cándidamente.
Ambos rieron.
Charlaron después durante un rato y,
ante el asombro de ella, el clérigo respondió de inmediato a sus preguntas que
la atormentaban. Eran profundos, infinitos, los conocimientos del anciano en
teología, magia y ocultismo…
De pronto enmudecieron. Oyeron pisadas
que a la mujer a la joven le parecieron cautelosas. La turbó el miedo y, sin despedirse del clérigo, huyó
hacia la casa.
Una anciana, de mejillas rosadas, se
acercó con rapidez al obispo. Murmuró:
–Estoy preocupada por ti, Luis. Te observé
durante un largo rato. Hablabas y gesticulabas (hasta te oí reír), como si te
dirigieras hacia alguien invisible. Está obscureciendo…; entremos…
El clérigo sonrió tristemente y, tomándola
del brazo, marchó hacia la casa.
Rodolfo
Falcioni fue el primer “escritor” que conocí. Vivió durante algunos años en
City Bell, a dos cuadras y media de la casa de mis padres, tal vez un poco
menos porque, en ese tiempo, se podía “cruzar campito”. Más allá del valor de
su prosa (toda mirada es subjetiva), es indispensable dejar testimonio de
quienes nos antecedieron, escritores y poetas que estaban “a la vuelta de la
esquina”.
En
Las máscaras, “este libro se publicó
siendo Gobernador de la Provincia de Buenos Aires el Coronel Domingo A. Mercante,
y Ministro de educación el doctor Julio César avanza. Terminóse de imprimir el
10 de mayo de 1952, bajo la dirección de la División Publicaciones del
Ministerio de Educación, en los talleres gráficos de Ángel Domínguez, Calle 7
N° 160, La Plata”, “este libro obtuvo el Premio-edición de Cuentos en el
Concurso de autores noveles que realizara el Ministerio de Educación de la
Provincia de Buenos Aires en el año 1951…”.
Rodolfo
Falcioni (La Plata, 24 de junio de 1916 – 27 de noviembre de 1979). Vivió muchos
años en City Bell. Foto: Jmp
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