ANTES, DURANTE Y LUEGO
DE HACERNOS EL AMOR
Antes, durante y
luego de hacernos el amor,
un ejercicio
que practicamos con
frecuencia,
intento desnudarte
de tus desnudas
desnudeces.
Quiero decir, saber
con quién lo hago,
quién es ese
pequeño mapa
en relieve y
colores
blancos, rojos,
rosados, notoriamente oscuros,
ese dulce animal en
movimiento,
avispa gigantesca,
jaguaresa
amaestrada,
marta carnívora,
ibis, cigüeña,
delfín escurridizo,
colibrí libador de
todo el polen
del mundo o, quizá,
quién es esa
sólo mujer
que me amedrenta y
hace fuerte,
me suplica y ordena,
me sopla que estoy
vivo
en mitad de la
muerte más gozada.
Es natural,
lo entenderás, que
te pregunte
acerca de tu
nombre,
tus impresiones
digitales,
los signos del
zodíaco
que te vigilan
desde el cielo
(y otros lugares)
la manera
como te gusta hacerlo,
el apellido de tus
padres.
O ya, con menos
ambigüedades,
si soy el único y
postrero,
el amador,
el inocente,
el cruel al que se
quiere por razones
poco explicables.
Pero nunca he
podido escudriñarte,
saber tus dónde y
hasta cuándo y cuánto,
qué porción de ti
misma
me pertenece,
cuál te reservas
para tus legados
de senos y
pulseras,
y sobre todo cuál
ha sido ya adquirida
en perpetuo
usufructo
por el pasado,
un corredor de
bolsa,
un corredor
de tus buscados
corredores,
un astuto notario,
otro inventor
de interrogantes y
sevicias.
(Qué tontería, no?
estas raíces de los
celos,
tan intrincadas,
tan enredadas entre
sí
como cabellos,
algas,
confusión de
caricias, partes del cuerpo que
ni se sabe de quién
son, qué esperaban
de tu especialidad
en arañazos
y complacencias?)
Te interrogo,
preciso tus respuestas
inclusive las menos
verosímiles:
que fuiste una
abadesa, que cuidabas infantes
o golondrinas,
que cada tanto
arrojabas sonrisas
en el agua,
que tejías el
mimbre o tus propios sollozos,
que eras como una
náyade
sobreviviente
o, si no,
simplemente, que ejercías
las artimañas de
las ciencias
ocultas, ese
secreto que no es
tal
y que los hombres
inventamos que
existe.
Pero no es
conveniente para ti
aquella desnudez
que te requiero,
casi translúcida,
aquella quemazón de
ropas y memorias,
de espejos que son
yo
únicamente,
de tapados y bocas
semi abiertas,
de enormes
salivales,
una lección que te
enseñaron
los cisnes y la
bruma, los viejos manuscritos,
las cortesanas y
alabastros.
En las inmediaciones
de la nuca,
la yema de los
dedos, los corpiños,
las poco
frecuentadas axilas como golfos,
subyacen,
justamente,
lo que quiero saber
y no lo quiero,
tu experiencia en
cuestiones
de licuación y
escalamientos.
Entonces da
comienzo tu tarea
de levantar murallas,
paredones,
tapias de amianto o
de lloviznas,
engañosos
grisáceos,
frases difuntas
que yo resucito con
torpeza.
Menciono
tu silencio, tus
labios apretados,
tus catafalcos
de marfil y
yacencias,
tus quebradizos
yesos,
tus sílabas
ahorcadas, tus silencios,
tus silencios
larguísimos,
tu introversión
a los doseles que
imagino
(los de la calle
Charcas, por ejemplo)
tus silencios, mi
amada,
tus silencios
convexos, mi querida,
penosamente tus
silencios.
En
“Puerta de embarque”, Editorial Biblos, 1986.
Gustavo
García Saraví (La Plata, 1920 – Buenos Aires, 1994).
Imagen: Detalle de
tapa de Puerta de embarque.
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