Libros de Horacio Preler. Archivo de la talita dorada |
HORACIO
PRELER: EL ETERNO ADEMÁN DE PERPLEJIDAD
Por
Adrián Ferrero
Resulta curioso que me encuentre escribiendo esto una tarde de invierno
de 2019, evocando a Horacio Preler (La Plata, 1929 - 2015) uno de los más
grandes poetas que tuvo mi ciudad. He dialogado toda la tarde con dos de sus
libros, prácticamente escuchando el susurro (no el murmullo) moderado y
apolíneo de su lírica, que se despliega en versos que se caracterizan por la
levedad, como quería Italo Calvino en sus Seis
propuestas para próximo milenio (1988). Horacio tuvo, precisamente, una
escritura de la levedad. Sin que se pueda predicar de ella música ligera alguna.
Una música morosa como podría ser un piano interpretando los “Nocturnos” de
Chopin. Despojado y calmo, que invita más a la contemplación fija en un punto que
a hacer circular la mirada en derredor. Más a situar la vista fija en un punto que
en la amplitud de un plano general, detenerse y observar con minucia los
detalles. En efecto, Horacio fue un poeta de los detalles.
Y es que, en efecto, durante la etapa en que lo frecuenté (con un grupo
de amigos e incluso con la madre de mi
hija, hacia los años noventa), él no tenía por costumbre leer lo que estaba
escribiendo. Tampoco lo que había escrito. Menos aún de participarnos lo que
tenía entre manos en ese momento (es más, ignorábamos si lo tenía). Como si el
solo hecho de pronunciarlo fuera sinónimo de profanarlo o de extraviarlo en una
alcantarilla. Más bien, por el contrario, asistía al espectáculo del poema
ajeno pero, sin embargo, no como extranjero, sino como un observador atento y gentil,
cordial y de costumbres civilizadas, porque ninguna palabra le daba lo mismo. El
punto exacto entre ausencia de jactancia (esto es, la modestia), y el celo por los
proyectos del presente (la discreción).
Detalle de tapa número 1 de El espiniyo, 2005 |
Nos reuníamos en torno de una larga mesa del Centro Cultural “Islas
Malvinas”, precisamente rodeados de su Plaza, a leer y a leernos, a conversar
sobre literatura con posiciones en ocasiones muy distintas porque las poéticas,
las ideologías y las formaciones eran dispares. Pero jamás se trataba de
intercambios confrontativos. La cita tenía lugar con motivo de conversar no
sólo sobre poesía o narrativa. Lo recuerdo reconcentrado, meditativo. Pero no se trataba sin embargo de
un retraimiento que supusiera melancolía ni tampoco una retirada desaprensiva del
mundo. Menos aún desdén o indiferencia. Tampoco sentido de superioridad o soberbia.
Sino, por el contrario, daba la impresión de evitar el ruido del mundo para facilitar la reflexión. Una meditación que
hacía extensiva luego a la escucha detenida para brindar una opinión en todos
los casos acertada. Porque Horacio Preler era precisamente eso: certero ¿Quizás
sería esa misma escucha del poema que le llegaba cuando él escribía los propios?
El motivo por el que íbamos a esa mesa todos los viernes (la palabra
“tertulia” no me gusta) era, me parece a mí, precisamente sobre todo para que
nos escuchara. Para leerle. Porque creo que todos unánimemente o íntimamente
(mejor) teníamos la secreta convicción de que su palabra era la definitiva. Su
aprobación era un respaldo que reforzaba la potencia de un poema o, en cambio,
a partir de su comedimiento nos deteníamos para revisar el punto en el que parecíamos haber tropezado
con el lenguaje.
Nos reuníamos también para conversar entre nosotros, los que estábamos más
o menos en la misma. Se trataba de un día, ese viernes, que yo esperaba con ansiedad
durante el resto de la semana de estudio y de trabajo. Nos leíamos con pasión y
no creo faltar a la verdad si digo que no cundió jamás ni la envidia ni un
espíritu competitivo. Esos defectos quedaban neutralizados por el amor a la
vocación, en primer lugar. Y en segundo lugar porque quienes asistíamos no teníamos
ambición profesional sino un profundo amor por lo que hacíamos sin aspiraciones
de triunfos. A lo que sumo respeto ético y estético por los compañeros. Sí, en
cambio, teníamos en claro que aspirábamos a trabajar con profesionalismo, que
no es lo mismo. A quienes conocí en torno de esa mesa era gente con sentido de
grandeza. Empezando por el propio Horacio Preler.
Encuentro en La Plata, Horacio Preler y Noé Jitrik entre otros escritores. Archivo de la talita dorada |
Horacio Preler fue abogado. Pero se consagró intensamente a la poesía. No
sólo fue poeta. Abrazó ese arte como un estilo de vida. Publicó su primer libro
en 1966, como lo declaró y se vio de pronto rodeado de poetas. El paso natural
fue formar parte de un grupo de creadores. Y ese salto ya lo catapultó a una
atmósfera artística sin retorno, por supuesto. Si bien lo sospecho con poco
espíritu gregario. En todo caso sí de reunión con su familia. Pero respecto del
mundo de la literatura tengo la impresión de que siempre manifestó reserva. No
era un hombre dado a las efusiones. Tampoco a los grandes gestos teatrales.
Me atrevería a decir que, pese a su solidaridad y a su presencia, fue un
artista profundamente insular. Eso se advierte en su lírica (o, al menos, yo lo
advierto en estos dos libros que leí esta tarde: La vida se interroga, de 2011 y Pájaros
oscuros, de 2013, que son los únicos poemarios de que dispongo luego de una
intensa y denodada búsqueda (no quise molestar a su familia).
Fue capaz de escribir versos como “¿El antiguo poema retardará el
silencio (...)?”. O: “Vuelve el polvo al polvo / y el silencio a la
tierra”. Nótese la insistencia en el
silencio que era, precisamente, la nota distintiva que uno podía observar en su
presencia como rasgo filosófico de una poética que él transfería a una
biografía y a una praxis vital, ya no solo como rasgo de carácter. Se trataba
de un habitar el mundo de una manera singular, acorde a su poética. Y ese
silencio le permitía ante todo una cierta clase de escucha. Porque el silencio
permite precisamente ante todo la atención. Me parece que Horacio eso lo tenía
perfectamente claro. Porque era un gran atento al mundo. Nada le daba lo mismo.
Simplemente que su participar del mundo pasaba por escuchar y sentir los
significados, los sentidos que suponían más implícitamente aún, esto es, más
dentro de sí, que lo que él pudiera manifestar en público. Era un hombre que
sabía indagar en las cosas profundas sin ser solemne.
Mantenía un tono de voz siempre cordial, civilizado, cortés, jamás
crispado. Permitiendo hablar al otro y dejando en claro que era un hombre con quien
se podía mantener una conversación interesante,
sin perder el tiempo. Horacio Preler no intervenía demasiado en las discusiones.
Pero de tanto en tanto dejaba deslizar, o no, mejor, dejaba caer (porque las
palabras tenían peso y volumen para él, vuelvo de la levedad de Calvino) una
frase, una expresión, una observación y eso era suficiente para que “la lección
del maestro” tuviera lugar. Y para que, precisamente, cundiera un inmediato silencio.
Porque sobrevenía con él la calma y el poema, como nosotros nos aquietábamos
ante la escucha de una voz tan serena pero a la vez con tal conocimiento de la materia
poética y de la lengua literaria. Su indicación era precisión. Es más: su
precisión era maestría. Como un escalpelo. De un modo u otro, estaba claro que
era quien presidía esas reuniones, sin afán de protagonismo ni menos aún de ser
un emperador con su corte de adulones.
Sus libros dan la sensación por momentos más de meditar que de cantar o
celebrar. Y de hacerlo en ocasiones con júbilo y en otras con cierto amargo desencanto.
Pero siempre sin énfasis. Se trata, ante todo, de una poética, por llamarla de
algún modo, ecuánime. Quizás por la época que le tocó vivir, en la cual la
poesía (que para él era mucho más que una vocación), comenzaba a declinar y a abandonar
este mundo, arrinconada por otros discursos, otras prácticas sociales y otras
temporalidades, la veleidad de otros poetas y esa mesura que era definitoria en
su personalidad y la de su lírica, ya había comenzado a languidecer. Pese a
ello, obstinado, sus libros están intactos y los he leído no sólo con
admiración sino con fervor. Con la más firme seguridad de que estoy leyendo a
un clásico. Guardan total vigencia, sin que el otoño haya hecho declinar uno
solo de sus versos. De las hojas de sus libros pulcros, cuidados como árboles
que, valga la metáfora, hunden raíces poderosas en la tierra de la poesía a la
cual el mundo, cosa curiosa, suele ser más indiferente. Se advierte meditación
y trabajo con la lengua. No hay prisas. Hay, en cambio, consideración hacia el
prójimo traducida en respeto hacia él en el poema. Se trata, en efecto, de una
poética respetuosa, por fuera de todo efectismo.
Partió y aún me parece mentira. Como si yo supiera (y él también lo
hiciera) que podemos volver a encontrarnos a la vuelta de la esquina. Es como
si presintiera a Horacio en la ciudad pese a la ausencia o es como si su
ausencia lo volviera más presente, por paradoja, aún.
De su obra no me marcho. No admito abandonar a la persona Horacio
Preler. A su ética del poema. Y me concentro en este libro que ya cité, de su madurez:
La vida se interroga (2011). Ahora
que Horacio ya no nos acompaña, como es natural cobra su sentido más intenso aún su lectura. Y, sobre todo, cobra
sentido su escritura. Me formulo preguntas acerca de en qué circunstancia habrá
escribo tal o cuál poema. Qué emoción lo estaría embargando al hacerlo. Esas
preguntas que solo se formula un escritor al leer a otro escritor: ¿cómo habrá
nacido este poema en particular?, ¿cuál habrá sido su reacción (y no otra) al
escribir ese poema que recorto del resto?, ¿cómo habrá armado el libro, bajo la
forma de una recopilación o de un proyecto que tenía planeado de antemano?, ¿cuáles
eran las cosas que más conmovían a Horacio Preler del mundo que lo rodeaba, de
su entorno? Preguntas, preguntas, preguntas. Incertidumbres, como corresponde a
toda buena poesía. A proyectar en el poema todo aquello que un escritor ha
vivido como creador y puede vislumbrar en otro. Por más que sea uno de sus
mayores. O, parar el caso, uno de sus maestros. Alguien a quien frecuentó no
desde la intimidad sino desde lo que es: un escritor. Desde ese lugar nos
vinculamos. Pero fue al mismo tiempo un encuentro que pese a que pueda parecer
meramente profesional comprometía nuestra más profunda vocación y eso nos
mantenía en comunión.
Horacio Preler, José María Pallaoro y César Cantoni. Archivo de la talita dorada |
Su ausencia confiere a este libro el carácter de documento, de palabra,
paradójicamente, viva. Por sustracción de presencia y llegada de ausencia la
letra de sus libros lo invocan y lo traen como si fuera su voz y no su
escritura sino la que dijera esta tarde en este estudio en que leo los poemas.
Leyendo a Horacio Preler lo escucho. Es fenómeno naturalmente que consterna por
la pérdida de semejante poeta. Pero al mismo tiempo, los libros lo traen como
esa figura amistosa que fue. Uno siente eso con Horacio Preler. Que su poesía
le habla. Y es posible advertir esa
inclinación hacia la contemplación en Horacio: desde los insectos hasta el agua
de un patio o un naranjo. A todo lo dota de un sentido trascendente en el mejor
sentido de la palabra. No porque le otorgue un carácter sagrado o místico. No.
Sino porque le otorga el verdadero lugar que tiene ese objeto o ese espacio en
el universo. El que le cabe de modo perfecto. En el que encaja porque le estaba
destinado. Hasta conformar una armonía. Pero a la vez se trata de un lugar moderado.
Ese espacio en el que un objeto calza porque es el espacio que le estaba
consagrado. Es la pieza de un rompecabezas que forma o traza una figura mayor
dentro de la cual se integra un contorno. Un contorno que tiene un significado.
Se trata de una trascendencia contemplativa. Eso es todo. La de alguien que
asiste al espectáculo del mundo entre atónito y perplejo. Pero sin emociones
fuertes. En este libro en particular Horacio Preler reproduce como epígrafe una
frase de Pierre Jean Jouve en la que este escritor afirma que la poesía “es
algo irreductible, / que no puede pertenecer a ningún sistema de ideas, no
puede servir / a ninguna ética, a ninguna ciencia / a ninguna política”. Y sin
embargo, estoy en desacuerdo con que esta frase sea predicada de la poesía de
Horacio Preler. Es cierto. La poesía es irreductible. De eso no cabe la menor
duda. Pero sí hay en la poesía de Horacio ideas (y diría que hasta un sistema,
porque hay cosmovisión), hay una ética (una ética del poema, una ética del
poeta en relación a su prójimo, una ética en relación a la creación, una ética del
lenguaje, hay principios intransigentes a los que no está dispuesto a renunciar).
Puede que no sea reductible a ninguna ciencia (en este punto sí acuerdo, la
poesía de Horacio es todo menos objetiva y menos aún tiende a un método, más
bien se deja guiar por una intuición que sin embargo siempre acierta). Los estímulos
del mundo lo capturan y sí percibo en la lírica de Horacio una política. Cita,
por ejemplo, a Brecht, lo que ya lo inscribe en una cierta tradición de
creadores. Porque ninguna cita ni ninguna invocación es inocente. De modo que
en este gran oxímoron en el que siento que Horacio nos ha hecho caer como en
una celada, en su trampa, en una trampa de poeta (sin ser contradictorio sino
deliberado y también siendo inteligente sin ser tramposo, lo que es algo muy
distinto, sino en todo caso cometiendo una travesura) percibo una suerte de
juego, una humorada en la que ha aspirado a burlarnos y quizás hasta a burlarse
con sabiduría de sí mismo. Esta también es una idea. Jugar con el poema es como
jugar con el lector y hacerle sentir que la poesía puede ser muchas cosas al
mismo tiempo: ser juego de lenguaje, ocasión festiva. O, en su caso: destilada modestia.
Incluso es capaz de despistar a los lectores. Y el autor, el escritor ya
consumado a esta altura que es Horacio Preler, se permite y hasta promueve esos
pequeños equívocos sin importancia, diría el italiano Antonio Tabucchi. Porque
además de sentir, además de su naturaleza intensamente emocionante pese a su
armonía, además de pensarnos como sociedad en la que somos seres políticos, pertenecientes
a una comunidad en la que efectivamente hay conflictos que él no niega ni de
los que reniega, citando a Brecht y dejando este punto en claro, zanjando la
cuestión, también sabe qué lugar tiene el poeta en esta comunidad. Y nos deja
pensando. Profundamente. No sólo experimentando el acontecimiento sensible del
poema en ese instante congelado de la contemplación. Que en su caso ha sido
meditada arquitectura. Sensible constelación de significados que han armado una
construcción que no suele ser erudita sino más bien despojada. Ello no es
sinónimo de que se carezca de lecturas. Menos aún de lecturas inteligentes.
Simplemente que no hay ostentación y la biblioteca está implícitamente escrita
en el poema. Los libros no son nombrados. Los poetas no son invocados.
Asistimos, esos sí, a una palabra con sentido de la elaboración. Junto a ello,
está la representación en el seno del poema de lo que Horacio Preler considera es
el universo no tanto como destino final que no tendrá fin (o sí) sino más bien
como quien consiente en jugar, como todo escritor, a la ambigüedad. A que las
máscaras del poema. Esas que le permiten ser muchas cosas, aún con las que está
en desacuerdo pero son interesantes para que, con afán de apertura y de modo
inclusivo, hagan contrapunto con sus propias ideas. Sin renegar de sus
convicciones aspira a incorporar a su poesía la riqueza infinita del mundo en
todas sus manifestaciones. Humanas, animales, inanimadas. Planteando una poesía
que será lenta, morosa. Que se tomará su tiempo pensando justamente en el
lector ese mismo estado: el del cuidado y el del respeto. Y el de replicar en
el lector el efecto profundamente creativo
que ha dado origen al poema. La alquimia de su génesis.
Horacio Preler en City Bell. Archivo de la talita dorada |
Poemas que caben entre unas pocas líneas, unos pocos espacios en blanco.
Un poemario breve pero sugestivo. Una puntuación que será la que determine, su velocidad
y su elocuencia. La que él aspira a imprimirle a este mundo que ha perdido el
juicio. Pero del que el poema es su antídoto. Donde haya ruido Horacio traerá
la música. Y donde haya apuro, Horacio traerá la calma. Ese lugar en el que uno
puede guardarse en el silencio. Horacio, allí, ha encontrado su morada. Y, a
través de sus libros, nos invita a que hagamos exactamente lo mismo. Un
recuerdo conmovido en esta tarde e invierno. En que Horacio se ha marchado,
pero al mismo tiempo, y de modo paradojal, se ha hecho presente con su palabra,
se ha quedado en esta ciudad traduciendo su presencia en versos que
verdaderamente son pequeños objetos de perfecta composición. Y gracias a la
cual he detenido un día de desplazamientos y movimiento, hasta la parálisis
emocionante de su recuerdo y de su voz en la voz de su poesía.
Horacio
Preler (La Plata, 21 de septiembre de 1929 - 6 de agosto de 2015)
Adrián Ferrero (La Plata, 9 de noviembre de 1970). Escritor,
crítico y Doctor en Letras por la Universidad Nacional de La Plata, Argentina.
Publicó libros de narrativa breve, poesía e investigación.
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