“La vida es el sueño de una sombra”
Píndaro
PRÓLOGO
La fiera apareció
–era su escena–.
La presentí a mis espaldas
mientras transitaba
senderos nunca hallados;
circunvoluciones,
acertijos,
diagramas.
Sentía su jadeo
su pequeñez,
su orgasmo unipersonal.
Algo
que me impulsó a dame cuenta.
(Sin alarido absurdo
ni histérica sorpresa
comprendí que la bestia
era un espejo.)
RACCONTO
I
El reloj de pared
va a dar la hora;
el candelabro,
la vajilla,
las sillas en su sitio
–sólo una ocupada:
la de la cabecera del señor–.
El reloj da la hora
el comensal levántase.
Las velas se consumen.
II
La sociedad me excluye
a mí, el aristócrata,
de la ciudad
ahora arrullada
por los iconoclastas
de la noche,
esos mediocres siervos
del sillón sin pantuflas
ni leños ni lecturas.
III
No hay diálogo
la lengua se descarna
en búsquedas,
el verbo carcome
la yugular.
(El cuello permanece expectante
de adjetivación.)
IV
Jamás podré apartarme
de tramados gobelinos
donde el sueño se aferra a la pared
y su secuela es una cándida
muchacha de pupilas de lince,
teniendo a la derecha su figura
y a la izquierda su mito.
(Infortunadamente,
el mayordomo
fue a buscar una llave.)
V
Anochece,
caen de mis ojos
lagañas de acuarios congelados,
de museos informes,
de zoos indecisos.
Me despiertan
mi copa
y la utopía.
VI
Yo conocí una vez
la luz del sol
en un amanecer
lleno de extrañas premoniciones,
hasta que comprobé
la austeridad lunar.
VII
Te atestiguo, noche,
con tu sol invertido,
con tus complacencia de hóspita lesbiana
en asexual temática.
(La ley de los opuestos
reposa en anaqueles.)
VIII
Eres un estadio
donde los cipreses y las calles,
mintiendo la gestalt de su armonía,
copulan.
Luego,
lo estéril de tu sombra.
IX
El cigarrillo –esclavo de la lumbre–
busca en ti
un punto de salvación
inédita: la luz,
porque es prueba de su muerte.
(Tu oscuridad, sincronizadamente,
nos aspira y exhala.)
X
Después
del crepúsculo
percibo
las garras de la rosa.
Sin embargo,
la niebla es más sutil
que mis pisadas.
XI
Salgo,
las gárgolas
meditan sobre su rara estirpe
de artesanía y musgo.
El gato negro escapa
como si se hubieran
apagado los cirios
de la misa diabólica.
(Nuestro señor de las tinieblas
pareciera que a veces
necesita descansar.)
Prosigo,
en mi sigilo encuentro
semáforos en gris
y dos callejas
formando cruz.
Siento un alborozo:
voy a morir en paz,
pero me llama
el resplandor de un bar.
XII
Abro la puerta,
(descolgaron los ajos
conjeturo.)
Entonces,
después del primer vaso,
pido otra vuelta y cuelgo
el complejo formal
en el perchero.
XIII
El colmillo gotea
(acaso la copa rebasada.)
Afuera,
masticando su soledad,
aguarda una mujer sin nombre.
XIV
Ya reparto mis dones:
por ejemplo
el frívolo mordisco,
con sabor a hiedra,
que he heredado
de ese muro
donde no regocijan
incisión
ni caricia.
XV
Necesito
la tierra de mi solar natal,
en el fondo de mi ataúd,
para congraciarme
con historia y escudo.
Requiero, en fin,
el íntimo sarcófago
que me impida
ser partícipe
del beso que se inmola
al mediodía.
XVI
Elévense
cadáveres que invoco:
tú, muñeca de trapo;
tú, soldadito inocuo,
salgan en esta noche
a danzar la vieja infancia,
la inocencia.
(Para acoplarse han tenido
infinidad de reinos
donde la luna duerme.)
XVII
Mi cripta
deberá ser
únicamente
un juguete inasido,
una pollera insípida,
un estertor anónimo.
XVIII
En medio de tapices,
donde un buitre se come la carroña
de ocultas cacerías,
espero el gran momento
antes que el alba
desteja las tinieblas
del insondable ciclo.
XIX
Me siento cansado:
el vómito
ha sido de tersura
y desgarro.
–La hemoglobina juega
su ritual en la sangre
no consagrada–.
Paradójicamente,
suenan unas campanas.
EPÍLOGO
Entré en el laberinto
–allá en mi mundo
jamás me satisfizo
verme obligado a doblar la esquina–.
Flores de plástico,
como hechos de parlante memoria,
deglutían carnívoras
la mosca de mi aséptico ensueño:
alas y podredumbre eran sorbidas
con tal racionalismo profesional
que, succionaba la linfa de mis huesos,
les grité mi perfume.
Burlé reptiles
apenas liberados del cascarón intuido,
luché con trogloditas
disfrazados de oráculos,
me rozaron arañas
y esqueletos.
(Al otro día comentaba los hechos
como si hubiera viajado
en el ingenuo tren fantasma
de la feria.)
“Sobre vampiros”, Ediciones Flor y Truco, Buenos Aires, 1973.
Tapa y dibujos de Miguel Ángel Ricciotti. Archivo de la talita dorada.
Seguimos difundiendo poetas, escritores, que no deseamos que
el olvido sepulte.
Es nuestro grano de arena, en este, nuestro oficio
terrestre.
En todo caso, que sea el lector quien tenga la posibilidad de la
última palabra.
Juan Ramón Couchet
nació en La Plata en 1929, donde murió el 14 de agosto de 1992. Publicó, entre 1966 y 1987, los libros de
poemas: “Ovni”, “Las trompetas y el juego”, “Del amor en la ciudad” (edición
compartida), “Sobre vampiros”, “Mis crímenes y los del obispo”, “La inédita
aventura de Henry Rider Haggard”, “Los plebeyos hacedores de Frankenstein”,
“Itinerario de museo y humo”, “Las fauces del tobogán”, “De barcos fantasmas y
otros cuentos”, “El topo y la muchacha de los cabellos lacios”, “Absurdo y
linaje” y “El vano justiciero”.
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