Aurora Venturini y la rama dorada


AURORA VENTURINI Y LA RAMA DORADA 1
Un encuentro


Por José María Pallaoro


La cita era a las tres de la tarde. Llegué tres menos cuarto, y para no esperar en el auto decidí caminar hasta calle 13 para dar la vuelta hasta calle 11, y luego tocar el portero. Hacía frío y había sol. Un día hermoso de invierno, un día…, ustedes ya saben. Me entretuve observando los árboles de la vereda. Fresnos. Liquidámbares. Limpiatubos. Ligustros disciplinados sin hojas (seguro por la mosquita blanca o por pestes que caen del cielo). En la esquina, un par de árboles de tronco gris, lisos, delicados al tacto, no recordé en ese momento su nombre. Tampoco lo recuerdo ahora. Son tres menos cinco, abro la puerta del auto, saco mi valija, luego la bolsa de mimbre que me regaló mi prima hace algunos años y que yo regalé a Elena en ese mismo año. En la bolsa de mimbre hay en una bolsa de residuos naranjas y limones que corté hace un rato de las plantas de mi jardín; hay, además, en el fondo, una decena de libros de Aurora. Cierro la puerta. A dos pasos veo una cagada fresca de perro, no debo pisarla, y recordar no pisarla cuando vuelva. Toco el portero. Planta baja. 1. Nadie contesta. Igual digo mi nombre. Espero. Un cuerpo extraño se acerca a la puerta, el vidrio denso, amarilleado, lo veo a través de él, y escucho el raspado de la cerradura. Recorro un pasillo semioscuro, es breve, más por los tres peldaños que subo y un par de metros después bajo. El departamento es pequeño. Aurora está sentada en una silla de ruedas, me sonríe. La beso. Le digo algo acerca de las frutas. Dice si tengo un jardín. Le cuento del jardín. Ahora estamos solos. La chica va por las habitaciones, va de un lugar a otro, como de visita. La idea es no quedarse quieta. Parece no interesada en nuestra charla, quizás desee estar en otro lugar.

*
Militares. Nunca me gustaron. Hasta entonces. Y venían a La Plata. Era un coronel. Con la gorra bien puesta, bien enterrada. Todos nosotros tenemos como un aura, y este hombre brillaba, nos habló de las cosas que nosotros pensábamos. Habló extraordinariamente, maravillosamente, me convenció, nos convenció. Fuimos un grupo de intelectuales. Nadie se acuerda, pero estaba Reyes, de los frigoríficos. Cipriano Reyes.
Hace poco se hizo una película, digo.
No, no la vi. Lo conocí muchísimo, era muy buena persona, pero claro, él quería ser gobernador y no le daba. Gente que no sabe hasta donde pero quieren, ¿no? Llegan, y ¿para qué llegan? Lo cierto es que nosotros hicimos la nuestra, y bueno, yo la quería más a Eva. Evita fue para mí el verdadero peronismo, populista. Ahora me pidieron una columna en Clarín sobre la Señora, y la tengo apuntada. Una mujer con luz propia. Hablo sobre Scalabrini Ortiz, cuento dos anécdotas. La del indio en la pulpería. La de la cena en La Plata. “Regálenos los trencitos”. “Todo a su medida y armoniosamente”.
Tenía una respuesta para cada pregunta, dice Aurora.


*
¿Te puedo leer “El silencio”?
Sí, eso apareció en Página/12, soy columnista.
Leo para Aurora y para mí:
“Lo que voy a contar nunca lo conté. Pasaron ya veinte años de aquel suceso, durante los cuales acontecieron verdaderos prodigios científicos. Me animo ahora a escribir, apenas algo, sobre aquel episodio que me sucedió en la localidad de City Bell, esa ciudad cercana a La Plata.

Vivía yo entonces en una quinta. Dormía frente a un ventanal horizontal que me permitía ver un campo de vacas y caballos, bastante amplio. Pero no tanto. Las noches plenas de los campos urbanos, que eso era aquel predio vecino a la urbe, no significa campo profundo, son noches bulliciosas, con grillos chillones, perros inquietos, rumores y otros ruidos inclasificables. El silencio rural aquí no existe.

De pronto la llana llanura se platinó intensamente. Vi que algo descendía no desde una nave ni desde una intensa luz, no, desde una vibración inmaterializada. Reinó la paz silente más impresionante. Creció el silencio rural, casi con agresividad. No me es posible acertar cuánto duró la espectral maravilla. ¿Días? ¿Un segundo? Acaso me habré dormido y desperté cuando la empleada de servicio entró a mi habitación protestando porque opinaba que los cables de alta tensión caídos en el césped significaban peligro para los niños que levantaban cualquier cosa del suelo. Luego volvió desaforada. Las piletas de todas las quintas se habían vaciado, hasta el fondo. Después llegó el encargado de cortar el pasto, también desaforado. Quería saber quién había sido el mal nacido que le había quemado una buena parcela de achiras y rosales. Callé. Actitud extraordinaria de mi parte, que soy proclive al diálogo. Callé como respondiendo a órdenes que superaban mi costumbre de proclamar novedades. Una novedad que habría agregado un oropel a mi estatus de escritora en aquella ciudad. Me quedé callada. Lo que voy a contar, nunca lo conté”.




 
*
En serio pasó. Lo conté ahí. Me han pasado cosas extraordinarias que nunca he contado. Me di cuenta que hay algo más. El perro que dormía conmigo siempre, Lobín, era un ovejero de los cárpatos, lindo animal, también se quedó quieto. Sorprendido, haciendo esos soniditos de los perros… bu, bu. Hasta los sapos se callaron. Hay algo más. Me llamó un tipo de City Bell, no quiso dar el nombre, y dijo que él también lo había visto. ¡Cuántos lo habrán visto y se callaron porque esas cosas son extrañas! Uno tiene miedo que lo tomen por tonto, ¿no? Como cuando yo escribí sobre la seguridad de que hay más allá otra cosa. Resulta que una amiga mía, compañera de la universidad, Dawsen el apellido, noviaba con Carlitos Cottella, esa chica tenía en su poder un libro que le había prestado, La rama dorada, y lo necesitaba porque tenía que rendir Estética. Voy a la casa de ella. Me recibe la mamá que es una señora irlandesa y me dice que no está en ese momento pero yo le voy a dar el libro y me lo dio. Me fui caminando hacia la calle 7 y diagonal 80 donde está la fuente. Ahí estaba Carlitos Ringuelet. ¿De dónde venís? Yo vengo de la casa de los Dawsen. ¡No puede ser, no está más la casa! Se fueron de La Plata. No, no, si vengo de allá, de la casa, y la mamá me acaba de dar el libro. Pero, ¿qué historia me estás inventando?, me dice. Lo trajiste de tu casa, vos nunca pudiste ir a lo de los Dawsen. Vení, vamos a ver, yo te voy a mostrar.
Desandamos el camino y no había nada, había oficinas de abogados y esas cosas. No me quiso creer. Pero es cierto. Es atemorizador, es espantoso.

*
Como vos, yo viví en City Bell. No era completamente zona rural. Era un campo urbano. Yo me crié en las afueras de La Plata. La sección Quinta, donde está el seminario. La distracción que teníamos cuando éramos muy pequeños en ese entonces era con los chicos del barrio ir a comer las hostias no consagradas y jugar con los monaguillos y los seminaristas en el patio.
Sí, era una vida silvestre, de juntar huevos por el campo, de las gallinas salvajes. Que mi abuela me decía “cuidado con el huevo de basilisco que te deja duro”. Había que ponerse debajo del brazo para empollarlos. Esas historias tan hermosas. La fortuna. Me encantaba. Era realmente romancesco.

*
Javier Villafañe.
Sí, fijate que nos dieron la jubilación de escritores juntos. Con María Granata, también. Y la medalla se la llevó una muchacha que trabajaba acá, se la robó, pero no importa. Lo sentí mucho. Una mano larga.
María Granata hizo un viaje parecido al tuyo, de poeta a narradora reconocida.
Somos muy amigas.
Sí, viene de la poesía y se va a la prosa. Ganó un premio importante. El premio Strega de la Argentina otorgado en Italia. Fue finalista con Borges, Sabato, Mujica Lainez. Un gran disgusto para Manucho Lainez que se enojó porque lo quería ganar.

*
Había mucho lobby en esos años. Uff... A mi no me daban nada porque era peronista, abrían el sobre. Yo ponía un piedrita, algo, y nunca estaba después. Una vez presenté unos cuentos demasiado lindos en La Nación. No encontraban ni siquiera el original para devolvérmelo. Estaba metido debajo de un mueble. Yo había ido con Gustavo (García Saraví) que siempre peleaba por mí.

*
Las Ocampo a mí me recibían.
Yo escribo un poco parecido a Silvina. Pero mi relación fue con los Ponce de León. Con Ringuelet. Con García Saraví. Estamos todos en la antología del 40. Habíamos formado un grupo que se llamaba “Del bosque”.
Ediciones del bosque.
Sí, fue por 1947. Raúl Amaral que había llegado de 25 de Mayo era el director. Estaba Roberto Saraví Cisneros que traía muchas ideas. Alberto Ponce de León dirigió la colección de Poetas Jóvenes, venía de Filosofía igual que yo, era mayor y abogado. Delia Fernández Aparicio la de Poemas en Prosa. Alejandro Denis Krause la de prosa. Jaime Sureda los Cuadernos Bonaerenses. Todo en la imprenta de Gadea. Publicaron en Ediciones del Bosque, además de los mencionados entre muchos otros, Alejandro de Isusi, Enrique Catani, Horacio Núñez West, María de Villarino, María Dihalma Tiberti, María Elena Walsh, María Granata, Osvaldo Guglielmino, Pablo Atanasiú, Roberto Themis Speroni, Vicente Barbieri… Estábamos todos. Yo doné la colección a la Biblioteca López Merino. Yo mando muchas cosas ahí. Ahora yo tengo muchas cosas que no sé a quien se las voy a donar. Aunque no pienso todavía. Aunque yo ya me morí como dije en la charla que di el otro día. Por si acaso, quiero asegurarme de todos los diplomas. Los premios, que son muchos. ¿Adónde van a ir a parar? El otro día mi sobrino, que es artista, el escultor en hierro de las obras que están expuestas, te digo para que vayas a la Biblioteca. Hay esculturas de él. Gustavo Castro. Busca en la basura cualquier cosa. Y encuentra un libro de Javier Villafañe. Alguien lo tiró a la basura con otras cosas. Esas cosas me hacen mal. Venden las bibliotecas. Alguien vino el otro día a hacerme firmar un libro mío dedicado a Cora Cané. Cora falleció, y alguien vendió su biblioteca.

*
Le cuento a Aurora un par de anécdotas mías en la librería de Lenzi, ahí en diagonal 77 casi Plaza Italia. En una hay un estante con una veintena de libros de Alberto Girri dedicado a un poeta que vivió muchos años en La Plata. Hacia un par de días había hablado por teléfono con él. Estaba viviendo en un geriátrico. Lo instalaron cómodamente los hijos. Consulto con Lenzi, y me dice que estaba muerto, el poeta, que un familiar (posiblemente un nieto) le acercó los libros. Se estaban deshaciendo de su biblioteca. Su familia. Un destino en apariencia común.
Era medio…, dice Aurora moviendo los dedos de la mano derecha. Conmigo tuvo una fea discusión. Se desubicó. Estaba yo por irme, por escaparme, y dice “…las malas mujeres están de más.” Roberto Saraví le pegó una piña que lo dejó sentado. Con el correr de las aguas bajo los puentes me vino a pedir un empleo, le dije que no.

*
Había gente que delataba a otros escritores. Mi peor enemigo era una mujer que fue amante de Eugenio Aramburu. Ella hablaba de Pedrito, y ahora está tan mal. Como me gusta. Soy siciliana.

*
Cuando presentaste El marido de mi madrastra, luego de las disertaciones y las preguntas, te levantás y decís: “Ya me hartaron”.
No, no, hay gente que va a molestar.
¿Como ese señor que quería hacer taller?
Ah, sí, ese hombre, ¡Dios mío! Ahora que no tengo nada que hacer, ya vendí las vacas… y quiero escribir. ¡Como si escribir fuera soplar y hacer botellas! Lo eché a patadas.

*
De alguna manera tuvimos infancias parecidas. En casa había tambo, había quinta. Mi mamá ordeñaba todos los días, para nosotros era un juego. El estar en ese hábitat quizás nos llevó a leer también.
Sí, mi abuelo italiano era muy lector. Leía La Divina Comedia, al Dante. Caminaba y leía. Caminaba y recitaba. El vino de Italia con ciento cincuenta pesos. Ya habían comprado, con Maldonado que era un paisano, un terreno. Y ahí puso la prefabricada, y ahí vivió la esposa y los chicos. Trabajó en lo de Vassena, y llevaba las cuentas y compraba ladrillos. Adelante estaba haciendo la casa. Trabajo siciliano. Ladrilleros. Obreros. Se hizo otra casa al lado. ¿Te das cuenta lo que eran? Trabajando toda la vida. Además a la noche cuidaba el Parque Saavedra. Estaba cerca. Se parecía a un alemán porque era de la rama normanda.

*
Escribís desde chica. Cerca de los veinte años publicaste tu primer libro.
Yo escribí en el diario El Día a los dieciséis años.
¿En “Prosa y verso”?
Sí, ahí nos iniciamos casi todos.
Tu primer libro es Corazón de árbol, que apareció en 1941 y reeditaste en 1944. Tenías diecinueve años.
¿Querés que te cuente algo? Antes había salido otro libro, pero no lo cuento. Corazón de árbol no era tan malo. Ya despuntaba una poesía plena. El que fue muy bueno es el que apareció en Ediciones del Bosque, Adiós desde la Muerte, en 1948.
Aurora, ¿te puedo recordar alguna línea?

...
Y después siguió una cantidad de libros. Borges me dio el Premio Iniciación. La vida mía ha sido de escribir nomás.

*
La chica se está preparando. ¿Era hasta las cinco, no?
No, no, está bien. Seguimos un rato más.
Alberto Ponce de León escribió una novela, La quinta que fue premio Emecé y el libro de poemas Tiempo de muchachas. Tanto vos como Roberto Themis Speroni escribieron monografías sobre Tiempo de muchachas.
Sí, pero no me quedó ningún ejemplar.
Sugestivo el título: La ausencia ardiente.
Claro. Se quemó. Poncho fumaba en pipa. Estaba aparejado, digamos, con una chica en Quilmes. Se peleó y se fue a Buenos Aires. Alquiló un burdel, una habitación por una noche. Estaba con la pipa. Se quemó vivo. Parecía un africano. Fuimos con su hermano, con Horacito, para verlo... Speroni era un bohemio total.
Hablamos de los poetas fundacionales, de poetas actuales de La Plata. Algunas cosas mejor mantenerlas en la intimidad de estas cuatro paredes.
Nos reímos.
A mí me admira.
Ahora son muchos los que te admiran, digo.
Y, ahora sí, fijate de Clarín, me echaron dos veces, si vuelvo es para escribir sobre Eva Perón.
En Página/12 colaboraste con breves relatos y ahora con pequeñas biografías.
Sí, pero me cansé. Van cada dos semanas, casi siempre.

*
Aurora nació en La Plata un 20 de diciembre de 1921. Es de la generación de los nacidos entre el 18 y el 22, de Tomás Diego Bernard, Pedro Catella. “Los chicos terribles del 40”, como le gusta decir. Amiga de John William Cooke, nacido en La Plata un 14 de noviembre de 1920. Al Bebe y a Aurora los trajo al mundo la partera doña Honoria Bossi de Contarelli. Hermanos de cigüeña, hermanos de repollo, se divertían los amigos que abrazaron la misma causa política.
Yo soy doctora en Filosofía, Letras no. Y Ciencias de la Educación, especializada en Psicología.
En Pogrom del cabecita negra está Yuna, le digo.
Casualmente, ahora la borré.
¿Le cambiaste el nombre?
Sí.
Vos llamás a tus traducciones “Versiones respetuosas”: Rimbaud, Lautremont.
Del Otro Monte, a diferencia de Monte Cristo.
¿Te gusta la versión de Aldo Pellegrini?
Sí, pero yo le pongo todo. Trabajé en los Cantos de Maldoror como diez años. Respeto las rimas y el espíritu.
En tu trabajo personal te pudiste soltar más en la narrativa que en la poesía. Tu poesía es más clasicista, por denominarla de algún modo, en los motivos, la cultura griega, la religiosidad, la rima.
Yo creo que Jesús era hijo de José pero que tenía más de Dios que otros. Fue Juan el bautista el que lo dijo. Hay que leer bien las escrituras. Yo con el padre Carlos tengo grandes discusiones, con el exorcista. En cuanto a los Cantos…, vendí todo, toda la serie, toda la edición.
Aurora, tenés gran interés por el surrealismo, lo onírico, lo esotérico, lo dramático, lo fantástico…
Yo viajo a los museos, veo a los anticuarios, voy a las iglesias, yo soy una medievalista.
Villon.
Claro. Es una época que parece que la hubiera vivido. Me gustan las catedrales. Mucho, de ahí los temas, ¿no?
En las reediciones seguís corrigiendo tus textos.
Sí, trabajo con las palabras.
En la narrativa has encontrado más libertad.
Sí, es más libre. Siempre fui muy respetuosa del mester de juglaría, del mester de clerecía. No me salí de las reglas. Me parecía que era faltarle el respeto a la poesía. En la prosa hay más libertad.
Igual se filtra.
Claro. Es un arte mayor.
 
*
Salir de las sombras. Yo estuve muerta. Me rompí los huesos contra el suelo de la manera más zonza. Me van a arreglar. Lo cierto es que cuando estaba en las sombras fue tremendo, lo cuento en mi próximo libro. Una voz me decía “estás muerta” y yo que no. Mi propia fuerza me hizo despertar, y estaba mi cuñado y le digo “hola”. Ellos dicen que yo tuve una borrachera de drogas. Pero yo digo que no, ojalá fuera eso. Estuviste del otro lado.
Sí. Lo escribo en el libro. Yo voy a caminar, pero no me animo a caminar ese corredor. Por los peldaños. Le digo El túnel de Sabato.
¿A Sabato? No llegué a capturarlo. Era mayor. Físico. Se casó con Matilde. Tristes los padres.
Me recita unos versos en francés. No sé francés.
Está dedicado a vos, me dice.
No me animo a pedirle que haga una versión respetuosa.
Verlaine lo descompuso a Rimbaud, que era un chico del campo, el otro una porquería. Villon era un encanto, con la gorra.
Aurora dice unas líneas.
Leé el poema que se acuesta con el cura. Uno deja de escribir a los dieciocho años, Isidore muere en una pensión atendido por un sirviente de la casa, sífilis.
Son los malditos.
Son los mejores.

*
Te gusta hacer asado, me pregunta.
Sí, miento.
Cuando la primavera y pueda caminar, comemos uno.
La beso. Afuera hace frío y hay sol. Un día hermoso de invierno, un día…, ustedes ya saben.

AURORA CLIC 2
Un desencuentro

Toco uno toco dos toco tres toco hasta seis.
Tu tu tu…
– ¿Quién habla?
–Yo.
–Ah, ¿y qué quiere?
–Hablar con la señora.
–A ver, espere.
– ¿Cuál es su gracia?
–Pallaoro. José María Pallaoro.
–Espere.
Hay una radio encendida, hay una gata que maúlla, hay un perrito que es bocina. Hay…
– ¿Cómo era su gracia?
–Pallaoro. José María.
– ¿Papeolologo?
–No, no, Pallaoro. O si prefiere “Pa-la-oro” con doble L.
–Ah.
Hay una radio encendida, hay una gata que maúlla, hay un perrito que es bocina. Hay… un susurro que domina “Papiolologo, Pavulogioro o algo así”.
–No se preocupe. Ella lo va a llamar.
–¿En serio? ¿Recuerda mi apellido?
–Sí, sí, Papioliologo. No se preocupe.
Clic.



[1] La Plata, 6 de julio de 2012. City Bell, 8 de julio de 2012.
[1] Publicado en blog Los ojos, 3 de mayo de 2013.
Publicado en La Tecl@ Eñe, año XII, número 61, diciembre de 2013. Director Conrado Yasenza.
Fotos: José María Pallaoro. La Plata, casa de Aurora Venturini, 6 de julio de 2012. Archivo de la talita dorada.

Aurora Venturini, Sé que vendrá la noche de mi muerte


POEMA INICIAL

Con este cielo diáfano, parece
que el corazón se hubiera levantado
desde el húmedo lecho del otoño
hasta la cabellera de algún árbol.

Un quieto ruiseñor amanecido,
abrió las alas y partió su canto
y compartió una flor, con una abeja,
debajo de la copa del espacio.

Yo siento que en mi pecho
ahora, el corazón acobardado,
quiere huir a la hierba, entre las lilas,
con una leve ondulación de pájaro.

Como un muchacho triste,
corazón de recuadro.
Corazón escolar
que alguien, muy terco, dibujó en un árbol.


TRANSMIGRACIÓN

Sé que vendrá la noche de mi muerte
entre una doble floración de lilas,
con balido de oveja, con cencerro,
con olor a naranja mandarina.

Mi alma por los campos
será otoño de fiesta
y desde el agua inquieta de la infancia
volveré como quiera.

Y seré lo que quise ser, un árbol,
una leve mariposa leve,
el corazón helado de la lluvia
y el surco en que se vierte.

Y seré lo que quise ser, un río,
un mapa, un perro. Noche de mi muerte
vendrá muy sola por el campo solo,
callada y bellamente.


EL ROJO

Si muerto el labio, no murió el acento,
adónde el rojo irá, ya desprendido?
Al rosal florecido,
a la amapola que nació del viento.

Irá la muerte con andar de cirio
de rojos corazones enhebrados
por tantos labios que hubo desangrados,
tiñendo la alta plantación del lirio?

O nutre, allá, su entraña,
para vivir la vida que no espera
con lumbre verdadera,
cuando los vidrios del amor empaña.


GALEON PINTADO

Sobre mares pintados van a caer gaviotas
y las ondas errantes transparentan naufragios.
En el alma del agua duerme el gris de las cosas
que lábiles fugaron del universo alto.

Alas con plumas, picos, marineras canciones
de pájaros que fueron piratas como hombres
transcurren raudamente y al fatigarse ponen
ancla en los arenales, raíces de las orbes.

En resaca de orillas grises como la pluma
duendes del fondo juntan una por una astillas,
reconstruyen galeones que flotan en las brumas
y galeones avaros de la costa fenicia.

Sidón y Tiro vuelven de la resaca azul,
las viejas factorías desenrrollan sus telas
y el ancho mar se tiñe como un
cartaginés de múrex purpúreo de acuarela.

Grande melancolía de los puertos empieza,
lampos de fuego arrojan desde proa fantástica
y los trirremes hunden a los galeones, sea
en las batallas phoenix o en las batallas áticas.

Y uno que está pensando que ha perdido la vida,
que ha perdido la luna que era suya en la infancia,
sube a la nave fiera que el mascarón deriva
en los estriberones ilusos de la página.



Selección de textos: José María Pallaoro. Poemas “Poema inicial” y “Transmigración” en “Corazón de árbol”, 1941. Poema “El rojo” en “Lamentación mayor”, 1954. Poema “Galeón pintado” en “Los últimos poemas”, correspondientes a 1970-1976. En: “Antología personal” (1940-1976). Ramos Americana Editora, 1981.
Aurora Venturini (La Plata, 20 de diciembre de 1921 – 18 de noviembre de 2015).
Foto: José María Pallaoro en casa de la escritora Aurora Venturini. Archivo de la talita dorada.
Aurora Venturini y la rama dorada, en LA TECLA EÑE 

Lalo Painceira, La melancolía en La Plata es endémica y ataca fundamentalmente en los días grises de otoño o de invierno




       Lo escribí antes: La melancolía en La Plata es endémica y ataca fundamentalmente en los días grises de otoño o de invierno. Y aquí, frente a mi ventana y ante la visión de una plaza desolada, siento que ese virus me ataca y se expande en mí como metástasis, hoy, en pleno siglo XXI. Entonces, de repente, siento el peso de la memoria afectiva como un mazazo en medio de mi frente cavando en ella para que afloren los recuerdos, porque la melancolía llega siempre desde el tiempo perdido, desde las ausencias, desde el vacío. Lo aconsejable es no ofrecerle resistencia. Entregarse. Vivirla como si se hubiera ingerido lisérgico o fumado un tímido porro, y alucinar. Siempre en presente. Decir “anoche” o “esta madrugada” refiriéndome a algo vivido hace 50 años.
      Siempre fui discutidor. Tanto, que todavía, antes de responder, comienzo con un “no”, aunque esté de acuerdo con lo afirmado por el otro. Y en aquél entonces, discutía. Como si en cada afirmación enfrentara al mundo aunque todos coincidiéramos. Me trepaba al último libro leído para sostenerme aferrado a las citas y lanzaba el latigazo y no paraba hasta sentir el chasquido que es la certificación de haber dado en el blanco. Y dejo que ingrese en mi memoria el recuerdo como si fuera hoy.
      El flaco Rippa llevó una noche al “Capitol” a un intelectual prototípico, de baja estatura, flaco y gruesos anteojos, de hablar nervioso y rápido, acompañando la palabra con gestos de sus manos. Le decían Dippy y era de Tandil. Nunca lo había visto antes. Lo gracioso es que Rippa vino hacia mi mesa directamente y lo sentó frente a mí, ubicándose él en la silla del medio, entre los dos. Muy suelto dijo nuestros nombres a modo de presentación y como si fuera un árbitro de box nos ordenó: “¡Hablen, discutan!” Y los dos nos callamos para terminar en una carcajada. Cuando quisimos empezar a dialogar no nos escuchábamos porque había mucho ruido en el “Capitol”, un murmullo de cincuenta voces hablando al mismo tiempo y era insoportable. Dippy hablaba bajo y rápido y pude entenderle que era escritor. El café estaba lleno, gente parada en la barra, las mesas con varias sillas. Hacía frío, mucho frío y la puerta estaba cerrada con sus vidrios empañados. Y humo. Mucho humo. La mayoría de las mesas se ubicaban contra la pared acompañando el largo de la barra. La mía, en donde me sentaba siempre, estaba en el medio y yo me sentaba mirando hacia la entrada. Allí me reunía con los del grupo o con amigos y si estaba solo, leía. Los músicos de jazz ocupaban siempre la última mesa. Estaban ellos y después la puerta para ir al baño. El “Capitol”, con su forma de caja de zapatos cerrada, cuando estaba repleto, la gente formaba racimos de charla, risas o polémicas. El ruido rebotaba contra las paredes y si uno se callaba, podía escuchar fragmentos de conversaciones que siempre quedaban inconclusas porque otras voces tapaban lo dicho. La mayoría eran discusiones. Sobre todo a esa hora, pasada la medianoche. Absurdas discusiones. Por ejemplo uno podía lanzar al contrincante como si fuera un golpe: “Calláte. Eso es del `Manual Marxista Leninista de Moscú´. Es elemental y dogmático. Dejáme de joder. Te escucho y no sos vos. Es tu PC el que me habla”, y era fácil adivinarlo mientras gesticulaba tratando de repetir un texto nuevo de marxismo apoyado en Gramsci. Esa noche, nosotros apuramos la ginebra y Dippy se despidió. Quedamos en encontrarnos al día siguiente, más temprano, para poder hablar. No gritar. Yo volví a quedarme solo en mi mesa. El resto del Grupo se había desperdigado. Tomé los últimos tragos de ginebra y miré al corrillo que habían formado las coperas en su descanso. Las coperas y su reina, esa muchacha de piel muy blanca que se había teñido el pelo color remolacha. Era una puta francesa de película o de historia del arte. Allí estaba, hablando con sus compañeras, esperando el fin de su recreo. Los músicos de jazz también estaban de descanso a mis espaldas, sentados ante su mesa. Eran ruidosos. Pero eso sí,  como corresponde no desentonaban. Juntos organizamos una fiesta en nuestro taller a la que fue gran parte de los concurrentes al “Capitol”. Menos ellas, las coperas, porque esa noche trabajaban. Pero el ruido, que no dejaba hablar, tampoco permitía la melancolía. Sólo podía mirar y me reí como loco cuando Poroto se trepó a la mesa de los que discutían sobre marxismo para gritarles eso que creo que ya conté de “¡Marx no bailaba como yo! Esto es la libertad, el gesto, la expresión…” Era el final de mi noche. El “The End” feliz y hasta con una carcajada. Era hora de irme. Comenzaba el tiempo del relajamiento, de las confesiones y a veces, hasta del llanto. No lo soportaba. No estaban Horacio ni Omar ni Nelson ni Ramírez, así que tendría que caminar solo hasta mi casa. Antes me levanté para ir al baño. Cuando caminé hacia el fondo del local vi a “la Flaca” sentada en el suelo y apoyada en la barra. Era una marioneta a la que le habían cortado los hilos. Totalmente borracha o dada vuelta. Al pasar le rasqué la cabeza como gesto de ternura porque me apenaba su soledad y su dependencia. A todos. Para nosotros la Flaca no tenía pasado, tampoco amigos conocidos. Su vida se reducía a un trabajo burocrático y a ese presente que compartía con nosotros y que moría cada amanecer. Un día no volvió. Nunca más. Y jamás volvimos a saber de ella.
      “¿Cuándo viste “La Aventura”?” me preguntó alguien cuando pasaba y le conté que en el `Astro´, como primera película. “Terminó “La Aventura” y me fui. Estaba shockeado. Era Pavese detrás de una cámara y esa mujer, por Dios, esa especie de Chaplin jugando ante el espejo, bellísima, bien tana aunque ponía una distancia al estilo de Michelle Morgan. No pude mirar la otra película”. Después, cuando volví del baño, el Puntano me mostró el libro “Los vagabundos del Dharma” de Kerouac, con tapa celeste y dibujo de Baldessari como todos los de Editorial Losada y agregó” ¿Sabés a quien está dedicado?... A Han Shan. El de los haiku… Al que vos le dedicaste tu cuadro”. Me senté un rato con él, me contó del libro y me lo quiso prestar. “Dejá. Mañana lo compro”. Lo saludé y salí a la calle.
     El frío me lastimó la cara. Me subí las solapas del gabán negro y empecé a caminar por una 51 vacía. En 10 doblé hasta 49 para no cruzar la plaza porque sería una heladera y enfilé a mi casa. Los anteojos frenaban el viento y al cruzar diagonal 74, con la ráfaga que llegaba desde la plaza tuve aquella sensación de una tarde en el verano y en la playa, cuando no me di cuenta y me zambullí en el mar con los anteojos puestos. Seguí caminando, pasé por lo de Ricardo Balbín, llegué a 13 y recibí de nuevo el viento en la cara. Pero busqué refugio en el gabán como si me metiera en una cueva. Sabía que llegaría a casa, iría a la cocina sin hacer ruido porque todos estarían durmiendo en el piso alto. Me prepararía un café caliente y lo gotearía con el whisky de mi padre. Sabía que mi madre estaba despierta, seguro, esperando a mi otro hermano como todas las noches. La saludaría y me encerraría en la pieza grande en la que dormía rodeado de mis cuadros y mis libros. Tendido en la cama encendería el último “Jockey” de la jornada, aspiraría como si fuera la última pitada de mi vida, y me dejaría invadir por mi propio desierto. Como todas las noches, la soledad me provocaba y me golpeaba. A mí, que estaba allí. Indefenso. Con mis 21 años y mis 48 kilos de peso. 


 



Lalo Painceira, “El blues de la calle 51” (Collage del Grupo Sí, Vanguardia Informalista 
y los comienzos de los años ´60 en La Plata, Ediciones EPC, 2013.

Eduardo “Lalo” Painceira (La Plata, 1939).  Fotos: Lalo Painceira, presentación en La Plata 
de “El blues de la calle 51”, archivo de la talita dorada.

Damián Jerónimo Andreñuk, Hacia el reclamo plañidero de todos los hambrientos


MÚSICA Y OFRENDA

Un día a la vez y todos y todas en hileras
los grises ejércitos urbanos cumplen con el miedo
cuando la humanidad vale un bostezo y una lágrima.
Cada día es un ahora que se estira
en la medición equivocada que es el tiempo
y yo una música una ofrenda para nadie
cuando la más compleja trama entre lo permanente
y lo fugaz y lo inefable.


ELLA LUZ BLANCA

Corazones como el suyo
hacen que las flores
crezcan (para una flor una persona es importante).
Ella luz blanca permanente dentro de una forma, ella tambor
de luz, levedad que cuelga del rocío en elegancia
de espada, sudor tibio en verano de sexo con cariño, lluvia frutal,
ternura de animal pacificado descendido del aire.
Ella reverso de mi más lenta ceniza, de mi óxido gris,
de mi río de árboles ardiendo, del niño
ultrajado debajo de mi barba, de mi íntima tristeza
que pesa como el karma, de una vida que duele por sentirla tanto.


BELLEZA VACUA

Ella sosiega los relojes
con su elegante encanto
          de cajita musical.

Ella no adhiere
a lo ilusorio.
Ella no exhibe una belleza vacua
                       de inútil poderío
(belleza es mucho más que meras proporciones).

Ella irradia suavemente
el violentísimo fulgor
                           de lo que nunca muere.


LLAGAS EN ERUPCIÓN

Brindar con vasos colmados de un vino demasiado rojo.
Barrotes, llagas en erupción, aislamiento.
La tristeza y sus colmillos que desgarran cuerpo y piel.
La piel sabe a tiempo y a olvido y nadie puede habitarla.
Y este planeta exhausto, sin brotes, sin compasión
                hacia el reclamo plañidero de todos los hambrientos.


ANGÉLICA

Angélica
y su luz convulsa
detrás de la belleza.
Angélica y su gracia
tatuando los espíritus.
Angélica y su reino
borracha de inocencia.

Y cuando el tiempo
haga estragos en sus manos,
cuando se desvanezca su sueño de muñecas;
cuando conciba el hondo grito de la oscuridad
                          y su otro sol sin esperanza,
cuando le llegue el desencanto gris
de todo lo que ha sido una ilusión
                           en esta tierra devastada;
cuando inaugure su batalla de cristales
                                                rotos
contra los dueños del viento,
cuando no tenga otra opción
que incorporarse a la sabiduría silenciosa
                                        de las piedras;
cuando el portal pacífico de la vejez
quizá la vuelva prisionera
   acaso entonces,
   más que nunca,
   el incorpóreo,
      el cálido esplendor
             de Angélica.


Selección de textos: Jmp.
En: “Silencio de crisálidas”, Ediciones Literarte, cuadernillo de 25 ejemplares, primera edición, enero de 2015.
Damián Jerónimo Andreñuk (City Bell, 1986). Profesor en Letras residente en Villa Elisa.
Foto: Angelina Jolie, por el simple gusto de verla, nada más.

León Peredo, Cuatro y cuatro más


CUATRO

yo también fui un poeta maldito.
vestí de negro.
colgué en la pared de mi cuarto
un póster de Baudelaire.
adopté aires de taciturno
demiurgos
de hurón y compañía.
fumé 41 cigarros por día
y escupí sangre francesa.
ah, qué poeta no ha querido
ser el genio incomprendido
de su época!
y sentirse torturado y libre.
también fui un libertino
despeinaba mis rulos con aire
demencial
extravagante
y voluptuoso.
exigí que los pájaros me amaran
porque era yo
el poeta del infierno!
escribí versos donde el hipérbaton
me lamía las venas.
y qué? oriné la luna a las 3 de la mañana.
jugué a los dados con Dios y empaté.
me salvó la vida Parra si mal no recuerdo.
tengo mis zapatos recién arreglados.
un pequeño dinosaurio que me gané en Mc Donalds
y tres o cuatro mascotas
que mueven contentas la cola
cuando regreso a casa/


DIEZ

salimos con Morella a andar en bici
por la calle Cantilo
llegamos a la plaza Belgrano
y nos sentamos en un banquito
a comer caramelos y hablar
de cómo hacen los aviones para ir
tan lejos
“¿más que los pájaros?” me
pregunta
y yo sonrío.

“¿y quién inventó las ciudades?”
qué buena pregunta hija

“¿y los nombres de las cosas quién
los eligió?”
otra muy buena pregunta, hija.

“¿y si yo me subiera a ese árbol
el cielo quedaría más cerca?”
le tomé las manos y le dije que sí

“igual el cielo está más cerca tuyo
porque sos más alto que yo.
¿los pájaros no se cansan
de volar?”
puede ser que se cansen.

“¿y cuando duermen?”
supongo que de noche.

“¿cuando la gente se muere va
a las estrellas?”
no lo sé hija.

¿ estará ahora la abuela Mechi
mirándonos desde una estrella?”
¡pero es de día ahora, hija!
“pero las estrellas están igual... ¿no sabías
eso papi?”
sí, es verdad.

“entonces ¿nos estará mirando
la abuela?”
sí, seguro que nos está mirando,
hija.

“bueno, entonces, vamos a
contarnos chistes
así se ríe ella también. empezá vos”
bueno, había una vez.
“¡no, eso es un cuento, chistes dije,
papá!”

y nos contamos los mismos chistes
de siempre
y como siempre.

ella con sus 7 años.
yo con mis 37.

sobre el banco de una plaza de City Bell
nos contamos chistes y comemos
caramelos
y decimos que los perros ladran
a las motos
porque se aburren de morderse la cola/


DOCE

mi primer amigo se llamó Orlando.
vivía a la vuelta de la casa de la nona,
en Ramos Mejía.
era boliviano.
su madre se llamaba Irene.
era flaquita como un signo de exclamación.
su hermano Cristian, un poco más tímido.
del padre no recuerdo nombre,
era albañil
hacía tortas fritas gigantes
para tomar la leche.
había un bebé si mal no recuerdo.
en el patio tenían plantas de choclo
que era como el pan.
no había almuerzo
o cena
sin choclo.
yo no sé si él se acordará de mí.
y no sé por qué utilicé el pretérito
perfecto.
vuelvo a empezar:
mi primer amigo se llama Orlando/


TRECE

era una mujer cuando la vi por
primera vez
luego tomó
la forma de un bosque
caminé su paisaje
olí sus flores
comí sus frutos
bebí su río
dormí su hierba
soñé sus animales
acaricié su crepúsculo
luego
de a poco
imperceptiblemente
fue abeja
fue puerta
cerradura
ojo gigantesco que me seguía
donde fuese
libélula
guitarra
uña
y poco a poco fue una línea vertical
un piano de cola
un pájaro carpintero
una herradura
un paraguas
un sombrero

era mujer cuando la vi por primera
vez
luego fue planeta:
sobre ella vivo
sobre ella canto/


VEINTE

una tarde
cuando salí a caminar
me encontré en una esquina
un árbol

dije "qué suerte, ahora es mío"
lo hice chiquito
lo guardé en mi bolsillo trasero
y fui corriendo a mi morada

cerré puertas
cerré ventanas
puse sobre la mesa el árbol
era tan pequeño que debí
consultarlo con una lupa
no hay problema, me dije
lo riego y listo

así lo hice
el árbol creció y creció
hasta tocar el cielorraso

y yo
que no tenía con quién hablar
tuve árbol de amigo.

saqué un par de cerámicos
y  lo planté.
mientras tomo mate lo veo andar
moverse
olisquear el aire.

agujereó el techo.
y ganó la altura de otros árboles.
a veces trepo hasta su copa
para mirar el río/


Selección de textos: José María Pallaoro.
En: “Échale la culpa a Freud”, Ediciones del Re(f)aLón, 2015.
León Peredo (1978). Foto: Zapatillas de LP y M en FB.