ERNESTO FAUSTINO URTUBEY Una historia que comienza

 

¡Montañas, recias montañas/las montañas de Navarra!

Las de picos erizados, las de cumbres nevadas.

Aralar, Larrun, Andía, Higa del Monreal, Urbasa.

Altas cimas de granito/ cuyas cúspides se bañan/

En la inmensidad del éter, hasta el cielo remontadas.

A su sombra se hizo fuerte/ la viril raza navarra/

cuyo temple bien notorio, se acreditó en mil empresas/

de las que tejen la historia, de las que forjan la Historia,

de las que forjan el alma/ y dan carácter a un pueblo/

y ejecutoria a una raza.

¡Montañas, recias montañas!

Constantino Salinas, Las montañas de Navarra, 1945

 

INTRODUCCIÓN

 

         A ciento cincuenta años de la llegada de Francisco Arbizu desde Ursuarán, Navarra, a la Argentina  y ciento treinta y siete años de la compra del campo en el partido de Trenque Lauquen, núcleo del proyecto pionero junto a su esposa Dionisia Berazategui, he decidido tomar el desafío de acompañar el rescate de los recuerdos de esta familia y sus primeros descendientes que nos llevan hasta un lejano pasado. Es cierto que no a todos les podrán interesar estas cuestiones, por eso antes de seguir quiero aclararlo, para que no haya malos entendidos o frustradas interpretaciones, que este trabajo no ha sido escrito para convencer a nadie de modificar su indiferencia. Los asuntos aquí tratados refieren a materiales que restituyen de primeras fuentes la memoria de un núcleo familiar que ya no está en este mundo desde hace casi un siglo. Esto, seguramente, puede invitar  a muchos potenciales lectores demasiado ocupados con sus cosas, a optar por el al más quirúrgico de los olvidos. Sin embargo para quienes nos encontramos aquí, en este presente plagado de incertezas y de búsquedas solitarias, la feliz decisión de recuperar los orígenes alcanza para comenzar una y otra vez con las mismas ganas, sabiendo que, en el caso que fuera necesario, otros podrán tomar la posta y seguir adelante. Porque hay mucho en juego cuando de lo que se trata es de dirimir entre la posibilidad del olvido o la memoria de nuestros antepasados. Y en estricto orden a su recuperación, fue por la magnitud humana de las acciones de aquel matrimonio que se sigue conjurando con el presente aquel mismo destino: una vida de pioneros que se repite en cada nueva generación. Es esta intuición, la de sentir que nunca dejamos de ser “recién llegados a este mundo” la que habilita la operación a favor del rescate de las acciones pasadas. De tales circunstancias hablará el libro.

         Las coordenadas desde donde se inicia esta pequeña empresa se encuentran en la casa de la última nieta del matrimonio Arbizu-Berazategui. Desde su mesa en el comedor diario, que reúne una cantidad asombrosa de fotos y toda clase de testimonios, se decidió realizar una serie de encuentros semanales donde “Caty” -la artífice del relato- me contaría en forma natural y sin condicionamientos de ninguna índole una historia o muchas, de acuerdo a cómo se lo quiera entender, que refieren a la decisión de emigrar de un joven vasco a un lejanísimo país a mediados del siglo XIX.

         La historia trata de él y del destino geográfico elegido, un país al que hacía menos de un lustro se le había concedido el reconocimiento de la independencia desde España. Ambos, hombre y tierra, se encontraban en plena etapa formativa, arropados por un violento vigor que los llevará a soñar y proyectar aceleradamente un horizonte plagado de trabajo y de conquistas. Hombres y mujeres de esa historia junto al país destino, Argentina, se encontrarán transitando una prolongada guerra civil que pronto mutará en guerra interior, guerra de “huincas” contra los  “salvajes indios”, y otra guerra silenciosa pero no ya con armas sino más bien de costumbres entre aquellos grupos humanos y la presencia de los recién llegados inmigrantes. Esa fue una triangulación humana única que se dio en el preciso momento en el que comienza esta historia. Y sus protagonistas, Francisco y Dionisia, formaron parte de ese colectivo europeo de campesinos que llegaron, por un lado, para legitimarse a través de su sacrificado trabajo, y otra, para consentir su anhelada expectativa de alcanzar un pedazo de tierra y prosperidad para sus familias.

         Sin dudas fue durante las charlas preliminares, en la mesa del comedor diario, donde apareció con claridad la conciencia histórica que identifica a Caty como a una mujer de una exquisita valoración sobre las cosas que la ocupan: su determinación por enfrentar el pasado. Ella logró inmediatamente poner de relieve blanco sobre negro, dando orden a su legado y a su memoria, qué hechos eran tan relevantes como para ser integrados a la historia que surgía. Así, esta operación de rescate se fue constituyendo, poco a poco, en la cuestión central de su vida actual. Lo que siguió entonces, fue tomar un minucioso registro de los materiales a su disposición y de la búsqueda de otros que posibilitaron mucha información de contexto a través de otras fuentes oficiales. En una segunda etapa, Caty se ocupó de la lectura y análisis de las fuentes en su conjunto para lograr cierta distancia y perspectiva frente a los hechos para que la ayudara a pensar cómo se recrea un mundo que ya no existe; se ocupó, en definitiva, de la búsqueda de claves entre los más mínimos detalles que pudieran ayudar a unir esa argamasa de información que tenía ante sí. De este largo y solitario itinerario quedó un primer registro en sus cuadernos de notas y a partir de allí, la grabación de su relato.

         Ahora bien, todo este recorrido, que realizamos en gran parte juntos, me ayudó a confirmar, mucho antes de comenzar la propia escritura del libro, que quien tenía frente a mí era una mujer que demostraba haber alcanzado con éxito la culminación de un proyecto luego de haber luchado en silencio contra un sinnúmero de adversidades. La primera de todas, muy lejana en el tiempo, fue la prematura muerte de su mejor aliado, su padre Faustino Gorostiaga, cuando ella sólo tenía dieciséis años. Su ausencia cambió brutalmente la cotidianeidad familiar. Su madre Francisca Arbizu era ahora una viuda ama de casa con sus cuatro hijos, dos en la universidad y dos en la escuela secundaria. Y ya fuera por cuestiones de índole económicas o por los cambios en el orden interno de las relaciones entre los hermanos -transferencia hacia el hermano primogénito de la jefatura paterna vacante- la vida para Caty ya no sería lo mismo sin la amorosa protección de su progenitor. Mientras tanto, tiempo después, los dos hermanos varones obtuvieron sus títulos universitarios mientras que las dos hermanas se vieran forzadas a renunciar a sus carreras en las respectivas Facultades de Ingeniería Nicha y Derecho Caty, y en su lugar, debieron ingresar a la administración pública para asegurar un ingreso que los salvara del naufragio. Esto sin dejar de convivir con los típicos prejuicios de época que les adjudicaba a las mujeres incapacidad para valerse por sí mismas cuando la realidad era un ordenamiento social que las obligaba a la postergación silenciosa de sus proyectos personales. Así, la memoria de todos y cada uno de los hechos de la vida de Caty quedó resguardada hasta hoy como la última representante de aquella gran familia nacida a fines de la década de 1870 cuando se casan sus abuelos. Tanto sacrificio y tantos sueños no pueden extinguirse sin dejar un sendero. Durante décadas Caty albergó la idea de poder descifrar la clave que le daría la identidad familiar. ¿Se encontrarían en las cartas de fines del siglo XIX o en los primeros daguerrotipos y fotografías? ¿En escrituras y planos? ¿O tal vez en ese extraño y melancólico poema titulado “La Tapera” que escribiera uno de los hijos de Francisco Arbizu? Todo cuanto hubo a su alcance lo registró y resguardó para que algún día pudiera ser “la historia de su abuelo”.  Así fue como lo soñó y pensó Caty, tantas veces y hoy, en alguna medida, ha cumplido su objetivo. Tal vez podría aventurar que Caty ha llegado mucho más lejos de lo que pensara al comienzo de este camino, por cierto al límite de su agotamiento, para dejar a las subsiguientes tres generaciones, sus hijos, nietos y bisnietos que la han conocido, un legado, una historia que ellos a partir de ahora podrán continuar.  Algo es más que contundente, Caty jamás renunció, pese a las críticas o la simple indiferencia, a este proyecto;  hizo lo que sentía que debía hacer, salvaguardar la verdadera historia de su familia, la que ella vio y escuchó de sus mayores.

         Luego del trabajo compartido, puedo confirmar que ciento cincuenta años después de aquellos orígenes y muy a pesar de las distancias geográficas y diferencias en la vida material entre una y otra descendencia, sigue existiendo una indeleble identidad cultural de principio a fin en esta historia. Sospecho que muchos de los caminos elegidos por los herederos del matrimonio Arbizu-Berazategui, como tantas otras familias de fines del siglo XIX de origen vascuence, estuvieron marcados por una profunda melancolía, por la admiración frente a la planicie y la veneración del recuerdo sobre el Océano Atlántico, por el orgullo de una vida culturalmente rica pero materialmente austera. Hay muchas cartas que aún existen, las tuve en mis manos. Ellas dan testimonio del temple emocional de las vidas que allí se relatan; son líneas y líneas que repiten la angustia de no saber cabalmente cómo se encontrarían sus destinatarios al momento de escribirlas y tan lejanos entre sí. Por eso se hace necesaria, sobre ellas, la lectura lenta del historiador. No se precipita la conclusión más bien se la amortigua, y cada párrafo, merece varias lecturas. De esto es de lo que se habla entre los miembros de equipos de investigación cuando se enfrentan a los materiales y especialmente a las fuentes escritas. Sólo así el tiempo que pasemos con ellos tal vez nos revele el pulso exacto de una vida que no se manifiesta sino en forma indirecta: la vida de los que ya se fueron hace mucho tiempo.

         De los encuentros que se dieron durante un mes entre ambos cada semana y de las notas que luego realizamos, nació el relato que sigue. El esfuerzo por acercar algunas pistas que corroboren esta historia  justifica la escritura del presente libro.

 

City Bell, octubre de 2019

 

 

Esta “Introducción” la recibí por correo-e. Me la envió Ernesto el 4 de octubre de 2019, y no es la versión final (la definió como ‘introducción versión 1.0’). Ernesto había concluido la “investigación” y se encontraba, cuando tuvo que enfrentarse con su enfermedad, en la escritura del libro. Hasta ese momento lo había definido como “Memoria de un relato, el de María Catalina Gorostiaga, la abuela “Caty”, sobre  la historia de sus abuelos Francisco Arbizu y Dionisia Berazategui”.

María Catalina Gorostiaga falleció en City Bell el 28 de junio de 2020. Su hijo, Ernesto Faustino Urtubey, el 14 de septiembre de 2020. Además de Memoria de un relato (título tentativo), dejó una serie de relatos y textos, una nouvelle y una obra de teatro. Material disperso que ojalá se pueda recuperar y recopilar. jmp

Ernesto Faustino Urtubey (La Plata, 16 de febrero de 1959 - City Bell, 14 de septiembre de 2020) / Foto: jmp

ERNESTO FAUSTINO URTUBEY La única certeza del viaje

 

EL GRINGO JOHANN KRAUSE

 

         Hacía dos días que la nave había llegado a puerto y a pesar de ello, se hallaba como perdido sobre cubierta. El gringo Johann Krause tenía en su puño derecho un papel, un pedazo de hoja entre los dedos que contenía la única certeza del viaje, la dirección donde debía presentarse ni bien llegara a Buenos Aires. Le habían asegurado que allí le darían trabajo y  jornal; que tendría suficiente comida y, con un poco de suerte, su propio catre. Aun así, Johann, no podía ocultar su incertidumbre dibujada en las arrugas de ese papel que seguía en su puño a pesar de haber memorizado el contenido. ¿Cómo se le revelaría el idioma español tan alejado de su origen alemán? ¿Cómo el sabor del agua y los alimentos que aún no conocía? Le habían contado que los salvajes del lugar habían impuesto la costumbre de chupar con bombilla una infusión amarga y desabrida; que los gauchos no conocían la cerveza y en su lugar tomaban aguardiente y caña, dos bebidas alcohólicas imposibles de ser comparadas con las de origen europeo. En definitiva, todo eran dudas y temores viscerales, que apenas podía neutralizar pensando en la dirección que llevaba en el papel. 

         Aunque lo intentara una y otra vez, no podía quitarse de su cuerpo el vértigo provocado por alta mar; las olas habían calado su metabolismo y, al menos momentáneamente, esa sensación, le había quitado su habitual seguridad en todo lo que emprendía; como si la luz de su semblante se hubiera apagado para siempre. La pecosa y áspera piel bávara de rostro y las manos se habían marchitado después de cuarenta días a pleno sol en cubierta. A simple vista, mostraba la expresión que llevan los enajenados con sus párpados pesados y las pupilas dilatas -como si los ojos estuvieran enfocados hacia el alma-. El carguero había logrado cubrir la distancia prevista en menos tiempo de lo calculado anticipando, así, la llegada. De manera que las cosas se precipitaron ni bien el barco llegó a puerto. Muy temprano, en la mañana del día siguiente del arribo, cuando ya se había descargado la totalidad del cargamento, y justo antes de poner pie en tierra, a Johann se le iluminó el rostro.

         -¡Oh mein Gott!, exclamó, mientras pegaba un salto al continente y la sangre le devolvía el color a su cara; era como si el contacto con tierra firme le hubiera devuelto su naturaleza terrenal.

         -¡Oh mein Gott!, repitió una vez más ya con ambos pies decididamente recuperados del constante bamboleo. Y comenzó a caminar, primero muy lentamente y unos segundos después, con total seguridad, recuperado. Paró, se acomodó su chaleco y la bolsa sobre el hombre izquierdo y entonces fue que pronunció por tercera vez la misma locución germánica.

         -¡Oh mein Gott!, pero esta vez, con más convicción y energía al ver una joven nativa a pocos metros que se alejaba del lugar. Entonces, sin soltar el papel con la dirección en su puño, Johann inició una carrera de obstáculos entre el gentío y los bultos que se concentraban abigarrados en el muelle. Parecía un atleta en el tramo más difícil de su entrenamiento, saltando, esquivando, haciendo lo necesario para no perder de vista a la joven. No todos los viajantes dan cuenta de las diferentes maneras de caminar que tiene el ser humano de acuerdo al lugar donde se encuentre; sin embrago para Johann fue evidente que jamás había visto mujer que se desplazara con la gracia de ese cuerpo en vaivén. La criolla caminaba haciendo síncopa con la cola de la trenza y sus espaldas, que, cada tanto, giraba su cabeza para un lado y para el otro, como agradeciendo tanta admiración por sus naturales dones. Mientras, el sol de la mañana hacía  resaltar cada uno de los colores del puerto en contraste con el inmenso río. Y era evidente que ningún otro hombre, en aquella circunstancia, captó como lo hizo Johann la conjunción de circunstancias que hacían de esa mujer alguien especial.

         Para lograr sortear la distancia, tomando el camino más corto hasta el terraplén en el que se encontraba la joven, Johann tuvo que sortear una masa compacta de rústicos estibadores. Lo logró sin amedrentarse, simplemente dando empujones a la voz de ¡Bitte!, algo así como “por favor”, pero sorpresivamente, los buenos modales no sirvieron. Nadie le prestó la mínima atención. De modo que decidió recoger el guante e incorporar el primer aprendizaje. Nada de “Bitte”, lo que debía hacer era imponerse a empujones aprovechado de su tamaño y altura al que sumó el pesado bolso que llevaba sobre los hombros. Porque no había dudas que sobresalía por su aspecto de recién llegado y en apuros, pero a los locales que se encontraban allí, -habituados a los extranjeros-, en ningún momento se les ocurrió facilitarle el paso. Johann, acalorado de pies a cabeza y con la luz del sol iluminando su rostro como una roca, comenzó a empujar hasta que logró su objetivo. Liberado del conglomerado humano, todo era espacio libre hasta la muchacha y cuando alcanzó a la joven, cuando la tuvo frente a él, clavó su mirada en la de ella haciéndole sentir que se encontraban en lo más alto de un volcán y entonces ambos sintieron que ellos eran magma a punto de estallar. Eclipsados, hieráticos por un instante, contuvieron su respiración y todo se detuvo, incluso el tiempo. Hasta que al unísono estallaron en una espontánea alegría. Entonces se acercaron un poco y él se animó a extender la mano para presentarse.

         -¡Johann Krause!, dijo. Y ella, veloz como para llegar a tomar la mano del extranjero antes que él la suya, le contestó.

         -Dionisia, para servirle, mientras bajaba la mirada. ¿Qué otra cosa debería seguir ahora? De alguna manera, se habían topado en su camino con un tesoro apenas oculto que sólo ellos apreciaron. Lo que seguía era tomarlo para que no se les escapara.

         Dionisia cubrió el pan fresco de su canasta con un mantel de hilo pequeño, para mostrar que ahora estaría disponible sólo para él y, en el mismo sentido, aunque un tanto más elusivo, Johann guardó el papel con la dirección en un bolsillo. A partir de ahí, comenzaron a caminar sin dejar de mirarse una y otra vez, de sonreír, ganados por los nervios y la expectación, felices sin importar nada más. Él, a golpe de vista reconstruía en su cabeza cómo se vería ella de frente y de atrás, caminando como lo hacía en ese momento a su lado; ella, parecía dejarse llevar a puro instinto por ese extraño Neptuno y su penetrante olor a mar abierto, con eso tendría suficiente para  no dormir por mucho tiempo invadida por nuevas emociones. Lentamente se fueron alejando del lugar donde se encontraban, como si lo que estuvieran haciendo fuera un premeditado ritual de escape. Un rato después, ya habían abandonado la portuaria vocería de los muelles. Tan simple como haber quedado uno con el otro, que ahora era lo único que necesitaban. Caminaron juntos, sin hablarse, en el letargo del mediodía que los invadía con perfume a flores silvestres y acompañados por la suave brisa del río.

         Buscaron el aire fresco que provenía desde los sauzales. Era un lugar que ella conocía muy bien desde su infancia; allí, las calandrias del mediodía se elevaban para iniciar su canto en pleno celo. Y todo se transformaba en una gran fiesta. De alguna manera Johann comenzó a conocerla cuando la vio cómo se integraba naturalmente a ese paisaje. Captó la felicidad que le provocaba a Dionisia ese lugar amado por ella. Unos minutos más tarde, el horizonte comenzó a fundirse donde el río era acariciado por pajonales y juncos. La calle de arena oscura y húmeda se integraba poco a poco a una inminente orilla de agua dulce, del agua de ese gran río. Primero fue ella y luego Johann la siguió al quitarse ambos sus sandalias y botines. Descalzos, comenzaron a percibirse de otra manera. La arena los conectó con el silencioso universo subterráneo bajo sus pies hundiéndose en la rivera, en el paisaje de un extremo y lejano río al sur.

         Todo ocurría en aquella precaria aldea que rodeaba al puerto de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires. Él detuvo un carro tirado por un caballo, un carro que se transformaba en un despacho con surtido de alimentos. Remataba su carácter de negocio ambulante, un improvisado cartel ofreciendo “Mazamorra”. Allí, el alemán compró un trozo de parmesano y una botella de chianti recién llegado de los barcos y, con las últimas monedas de su morral, unos buñuelos remojados en grapa que guardaría para el postre. Aprovisionados, Johann y Dionisia cayeron rendidos a la sombra de unos sauces. A partir de ese momento ella se ocupó de todo. En un pequeño espejo de agua de río, se lavaron sus manos y sus caras. Luego ella desplegó un pequeño mantel con perfume de azahares sobre el que dispuso la comida, un cuchillo y un jarro de latón. Con ese tazón consumarían su primer acto de intimidad, al posar, cada uno a su tiempo, sus labios sobre el mismo borde. Cada tanto, levantaban sus cabezas para mirarse a los ojos, ella con mayor insistencia porque no quería perderse el espectáculo de verlo comer por vez primera a ese hombre de frente amplia y manos perfectas y del que ya, lo sabía, estaba enamorada.

         Poco a poco también iban alcanzando cierta proximidad de sus cuerpos. Los asaltó un endemoniado deseo que les hizo sentir la incomodidad de la ropa sujeta a sus pieles y en los más alejados extremos de sus cuerpos, una sutil descarga eléctrica que los impulsó naturalmente a tomar posesión, uno del otro.

         Ella decidió interrumpir, al menos un instante más el estallido de ambos, poniendo en los labios de aquel hombre, -que observaba extasiado los muslos de ella-, un trozo de damasco para que saboreara, mientras la recorría con la mirada. Algo estaba a punto de suceder, algo que se había liberado para siempre y nacía de un desbordante derroche de felicidad. Y en el mismo instante del eterno revés de la tarde, el perfume de las malezas de verbenas color lila junto al tibio sol, consumó el sacramental momento; dimitieron entregando ese torrente a sus labios para dejarlos chocar suavemente. Y sucedió, Johann, como si lo hubiese despertado la más bella explosión de fuegos artificiales, se acordó del papel en su bolsillo. Un poco más allá, apenas unos cientos de metros, todo en el puerto era un colosal engranaje humano que ignoraba aquella magnífica revolución que muy de tanto en tanto se produce en el universo, un amor en sintonía con la eternidad que se queda sin tiempo.

 

 

Hay otra versión, más breve, de este relato

Ernesto Faustino Urtubey (La Plata, 16 de febrero de 1959 - City Bell, 14 de septiembre de 2020) / fotos: jmp, archivo de La talita dorada