Lo escribí antes: La melancolía en La
Plata es endémica y ataca fundamentalmente en los días grises de otoño o de
invierno. Y aquí, frente a mi ventana y ante la visión de una plaza desolada,
siento que ese virus me ataca y se expande en mí como metástasis, hoy, en pleno
siglo XXI. Entonces, de repente, siento el peso de la memoria afectiva como un
mazazo en medio de mi frente cavando en ella para que afloren los recuerdos,
porque la melancolía llega siempre desde el tiempo perdido, desde las
ausencias, desde el vacío. Lo aconsejable es no ofrecerle resistencia.
Entregarse. Vivirla como si se hubiera ingerido lisérgico o fumado un tímido
porro, y alucinar. Siempre en presente. Decir “anoche” o “esta madrugada” refiriéndome
a algo vivido hace 50 años.
Siempre fui discutidor. Tanto, que
todavía, antes de responder, comienzo con un “no”, aunque esté de acuerdo con
lo afirmado por el otro. Y en aquél entonces, discutía. Como si en cada
afirmación enfrentara al mundo aunque todos coincidiéramos. Me trepaba al
último libro leído para sostenerme aferrado a las citas y lanzaba el latigazo y
no paraba hasta sentir el chasquido que es la certificación de haber dado en el
blanco. Y dejo que ingrese en mi memoria el recuerdo como si fuera hoy.
El flaco Rippa llevó una noche al “Capitol”
a un intelectual prototípico, de baja estatura, flaco y gruesos anteojos, de
hablar nervioso y rápido, acompañando la palabra con gestos de sus manos. Le
decían Dippy y era de Tandil. Nunca lo había visto antes. Lo gracioso es que
Rippa vino hacia mi mesa directamente y lo sentó frente a mí, ubicándose él en
la silla del medio, entre los dos. Muy suelto dijo nuestros nombres a modo de
presentación y como si fuera un árbitro de box nos ordenó: “¡Hablen, discutan!”
Y los dos nos callamos para terminar en una carcajada. Cuando quisimos empezar
a dialogar no nos escuchábamos porque había mucho ruido en el “Capitol”, un
murmullo de cincuenta voces hablando al mismo tiempo y era insoportable. Dippy
hablaba bajo y rápido y pude entenderle que era escritor. El café estaba lleno,
gente parada en la barra, las mesas con varias sillas. Hacía frío, mucho frío y
la puerta estaba cerrada con sus vidrios empañados. Y humo. Mucho humo. La
mayoría de las mesas se ubicaban contra la pared acompañando el largo de la
barra. La mía, en donde me sentaba siempre, estaba en el medio y yo me sentaba
mirando hacia la entrada. Allí me reunía con los del grupo o con amigos y si
estaba solo, leía. Los músicos de jazz ocupaban siempre la última mesa. Estaban
ellos y después la puerta para ir al baño. El “Capitol”, con su forma de caja
de zapatos cerrada, cuando estaba repleto, la gente formaba racimos de charla,
risas o polémicas. El ruido rebotaba contra las paredes y si uno se callaba,
podía escuchar fragmentos de conversaciones que siempre quedaban inconclusas
porque otras voces tapaban lo dicho. La mayoría eran discusiones. Sobre todo a
esa hora, pasada la medianoche. Absurdas discusiones. Por ejemplo uno podía
lanzar al contrincante como si fuera un golpe: “Calláte. Eso es del `Manual
Marxista Leninista de Moscú´. Es elemental y dogmático. Dejáme de joder. Te
escucho y no sos vos. Es tu PC el que me habla”, y era fácil adivinarlo
mientras gesticulaba tratando de repetir un texto nuevo de marxismo apoyado en
Gramsci. Esa noche, nosotros apuramos la ginebra y Dippy se despidió. Quedamos
en encontrarnos al día siguiente, más temprano, para poder hablar. No gritar.
Yo volví a quedarme solo en mi mesa. El resto del Grupo se había desperdigado. Tomé los últimos tragos de ginebra y
miré al corrillo que habían formado las coperas en su descanso. Las coperas y
su reina, esa muchacha de piel muy blanca que se había teñido el pelo color
remolacha. Era una puta francesa de película o de historia del arte. Allí
estaba, hablando con sus compañeras, esperando el fin de su recreo. Los músicos
de jazz también estaban de descanso a mis espaldas, sentados ante su mesa. Eran
ruidosos. Pero eso sí, como corresponde
no desentonaban. Juntos organizamos una fiesta en nuestro taller a la que fue
gran parte de los concurrentes al “Capitol”. Menos ellas, las coperas, porque
esa noche trabajaban. Pero el ruido, que no dejaba hablar, tampoco permitía la
melancolía. Sólo podía mirar y me reí como loco cuando Poroto se trepó a la
mesa de los que discutían sobre marxismo para gritarles eso que creo que ya
conté de “¡Marx no bailaba como yo! Esto es la libertad, el gesto, la
expresión…” Era el final de mi noche. El “The End” feliz y hasta con una
carcajada. Era hora de irme. Comenzaba el tiempo del relajamiento, de las
confesiones y a veces, hasta del llanto. No lo soportaba. No estaban Horacio ni
Omar ni Nelson ni Ramírez, así que tendría que caminar solo hasta mi casa.
Antes me levanté para ir al baño. Cuando caminé hacia el fondo del local vi a
“la Flaca” sentada en el suelo y apoyada en la barra. Era una marioneta a la
que le habían cortado los hilos. Totalmente borracha o dada vuelta. Al pasar le
rasqué la cabeza como gesto de ternura porque me apenaba su soledad y su
dependencia. A todos. Para nosotros la Flaca no tenía pasado, tampoco amigos conocidos.
Su vida se reducía a un trabajo burocrático y a ese presente que compartía con
nosotros y que moría cada amanecer. Un día no volvió. Nunca más. Y jamás
volvimos a saber de ella.
“¿Cuándo viste “La Aventura”?” me
preguntó alguien cuando pasaba y le conté que en el `Astro´, como primera
película. “Terminó “La Aventura” y me fui. Estaba shockeado. Era Pavese detrás
de una cámara y esa mujer, por Dios, esa especie de Chaplin jugando ante el
espejo, bellísima, bien tana aunque ponía una distancia al estilo de Michelle
Morgan. No pude mirar la otra película”. Después, cuando volví del baño, el
Puntano me mostró el libro “Los vagabundos del Dharma” de Kerouac, con tapa
celeste y dibujo de Baldessari como todos los de Editorial Losada y agregó” ¿Sabés
a quien está dedicado?... A Han Shan. El de los haiku… Al que vos le dedicaste
tu cuadro”. Me senté un rato con él, me contó del libro y me lo quiso prestar.
“Dejá. Mañana lo compro”. Lo saludé y salí a la calle.
El frío me lastimó la cara. Me subí las
solapas del gabán negro y empecé a caminar por una 51 vacía. En 10 doblé hasta
49 para no cruzar la plaza porque sería una heladera y enfilé a mi casa. Los
anteojos frenaban el viento y al cruzar diagonal 74, con la ráfaga que llegaba
desde la plaza tuve aquella sensación de una tarde en el verano y en la playa,
cuando no me di cuenta y me zambullí en el mar con los anteojos puestos. Seguí
caminando, pasé por lo de Ricardo Balbín, llegué a 13 y recibí de nuevo el
viento en la cara. Pero busqué refugio en el gabán como si me metiera en una
cueva. Sabía que llegaría a casa, iría a la cocina sin hacer ruido porque todos
estarían durmiendo en el piso alto. Me prepararía un café caliente y lo
gotearía con el whisky de mi padre. Sabía que mi madre estaba despierta,
seguro, esperando a mi otro hermano como todas las noches. La saludaría y me
encerraría en la pieza grande en la que dormía rodeado de mis cuadros y mis
libros. Tendido en la cama encendería el último “Jockey” de la jornada,
aspiraría como si fuera la última pitada de mi vida, y me dejaría invadir por
mi propio desierto. Como todas las noches, la soledad me provocaba y me
golpeaba. A mí, que estaba allí. Indefenso. Con mis 21 años y mis 48 kilos de
peso.
Lalo Painceira, “El blues de la calle 51”
(Collage del Grupo Sí, Vanguardia Informalista
y los comienzos de los años ´60
en La Plata, Ediciones EPC, 2013.
Eduardo “Lalo” Painceira (La Plata,
1939). Fotos: Lalo Painceira,
presentación en La Plata
de “El blues de la calle 51”, archivo de la talita
dorada.
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