ADRIÁN FERRERO El poeta Néstor Mux acaba de cumplir 50 años de poesía

Foto: Griselda Mux. Archivo de la talita dorada

  
NÉSTOR MUX: EL POETA DEL LÍMITE


     El poeta Néstor Mux acaba de cumplir 50 años de poesía. Y ha publicado una antología que es un recorrido por su producción, titulada Nadie le pide que escriba. 50 años de poesía (1968-2018) (La Plata, Libros de la talita dorada, 2019).  Les propongo como hipótesis de lectura de la poesía de Mux la noción de límite. Esto es: leer a Mux es ser protagonistas de la experiencia del límite hasta alcanzar el orden de lo ilimitado. Habrá límites impuestos al hombre de distinta naturaleza que aparecen, como veremos, en su poesía. A continuación, si les parece, los iremos desgranando.

     Leer a Néstor Mux es un acto de austeridad combativa en primer lugar. Hay por un lado una intimidad que se preserva con celo (en su doble acepción de cuidado y de deseo erótico). Pero también hay un desprendimiento producto de una generosidad que se percibe en la palabra misma. No porque la palabra sea dispendiosa o se dispense de modo irresponsable. Sino todo lo contrario. Se prodiga reflexiva, meditada, selectivamente. Se deja caer con medida. Se dispensa la palabra en la medida en que nombra la experiencia humana. Porque Mux se entrevera con los asuntos del hombre. Y, más ampliamente, con los asuntos de este mundo. A partir del universo de orden material o, si así se prefiere, sensorial, conquista un vuelo brutal hacia las cumbres de lo metafísico, sin acudir a metáforas teatrales. Solo en este y no en otro sentido, me atrevería a afirmar que se trata de una poesía que de lo particular inductivamente conduce a la meditación abstracta. El pensamiento abstracto es producto siempre de una reflexión que tiene su origen en una escena y no al revés. No existe un a priori teórico en Mux (afortunadamente) que ingresa al orden de lo poético traducido en pensamiento especulativo buscando en él fundamentos o argumentos en lo humano. O como marco teórico de sus poemarios (afortunadamente también). Existe este lado del mundo, en el que los seres  humanos nos amamos con el cuerpo y con la emoción, nos dejamos cautivar los unos por los otros, cultivamos ese otro amor, el entrañable de los hijos. Y, por último, el del ocio de los domingos, en que entre manteles largos y un tiempo sin prisas conversamos distendidamente con amigos mientras arreglamos el mundo. Hasta que el domingo languidece, llega su ocaso y debemos de modo irrevocable regresar al universo del trabajo, de la alienación, de todo aquello que no tiene la gratuidad del diálogo contemplativo. Este es un límite.

     El cuerpo de la mujer se percibe en toda su sensorialidad, en toda su plenitud y al mismo tiempo en toda su belleza. Pero a esa unión sucede una distancia luego de que la cópula fugaz tan anhelada ha tenido lugar. Y ese “cuando ya nos creíamos salvados” que es evidentemente el momento de la unión más esperanzado, se disuelve como el agua en el agua. Ya no somos el uno de la cópula sino que de modo intolerable y fatal se nos restituye esa identidad en la que regresamos al yo. Pese a la convivencia amorosa más estrecha debemos reconocer una irremediable separación. El hombre está solo. Estamos solos. Todos. Pese a convivir estrechamente, amorosamente. Hay una unión imposible. Segundo límite que consterna.

Nadie le pide que escriba, Libros de la talita dorada, 2019
     La experiencia del límite nos pone frente a la experiencia del absurdo. Es aquí donde leo a Mux desde El mito de Sísifo (1942) de Albert Camus como también lo haré desde El hombre rebelde (1951), también de Camus, a su debido tiempo. En efecto, todo lo anterior era dador de sentidos para el yo lírico. Y para el hombre. De ahora en más, el límite, la experiencia del límite, será una figura recurrente que al trazar una divisoria fundamentalmente entre sujetos, postula el sinsentido. Extraviado, el hombre se debate por comprender lo incognoscible. Por lo tanto, percibe la angustia de la condición humana. La ilusión de eternidad deviene no sólo límite y sino limitación. ¿Frente a qué nos sitúa Mux? Nuevamente recorta la condición humana y la describe en su dimensión más descarnada. Somos carne arrasada. Hay un tiempo devastador. Vivimos en un tiempo que ha arrasado con los grandes relatos, según les resultaría conveniente a los agoreros. Un tiempo que ha degradado a la poesía misma. La ha bastardeado porque la poesía, que era el bastión de la palabra intacta, de la palabra preciosa, de la palabra que es gesto insurreccional por excelencia, pierde su sentido originario. La palabra que conjugada de una cierta manera, la acertada, resultaba pieza deslumbrante, ahora ha sido degradada a mercancía o, peor aún, confinada al inservible desván en el que se vuelve inofensiva. Deviene así pose fatua para algunos. Narcisismo ególatra para otros. Para los peores, objeto de desprecio. Porque, ¿cuánto gana un poeta?, ¿cómo se gana la vida un poeta?, ¿ser poeta es trabajar? Este me parece un punto culminante y pondré deliberadamente el acento en él. Porque para cualquier poeta tener en claro el fundamento de su trabajo resulta primordial. Como resulta primordial tener en claro su objetivo. En efecto, ser escritor es un trabajo. Y es una profesión. Y es un compromiso con ético/ideológico además de estético. No una afición ni un pasatiempo. Un hobby de domingo. Es un trabajo que requiere del cincel de la memoria de muchas lecturas y mucho estudio. Del entrenamiento con el estilete filoso y delicado para saber qué guardar, qué apartar, qué preservar, qué eliminar para el poema una vez que ha sido escrito o cómo será escrito. Consiste en la esgrima entre el silencio y la palabra que ha de devenir composición musical. El poeta debe administrar la materialidad de los signos, su significado y sus sugestivos sentidos. Potenciar todo ello. Y luego están para Mux, como para muchos de nosotros, los tiempos negros de la Historia. Ese territorio que preferiríamos olvidar pero que sería un acto de mala fe cometer. Ese momento retorna desde una zona soterrada e inolvidable del receptáculo de la memoria con dolor por aquellos que nos han arrebatado los sicarios. Constituye un estremecedor capítulo del sentir del poeta, que no puede borrar el shock del miedo, que perdura en el cuerpo como huella y que lo hace ingresar también en la trama de la Historia. Es el territorio de la pérdida y del duelo. Hay una borradura. Entre esos amigos que estaban en el frente y este yo lírico que se mantenía en la combativa rebelión de la escritura (Camus) junto con la desaprobación de lo que sucedía, guardándoles las espaldas de la dignidad a estos amigos. Ellos han sido liquidados. Y esta sustracción de presencia por llegada de ausencia le provoca zozobra y conmoción. Le resulta intolerable a un hombre justo, a un hombre noble y a un hombre sensible, atravesar el dolor y la prepotencia de los violentos. Sin embargo Mux publicó durante la última dictadura militar. Está luego ese largo silencio, un silencio activo diría yo, en el que el sujeto emitía un plasma para que, luego de ser debidamente macerado, llegara el momento del estallido del poema. Ni antes ni después. En el momento preciso. Y un silencio en el que por ausencia y por sustracción de palabra su presencia fue más fulminante aún. Si hizo falta ese prolongado silencio fue porque se hizo luego necesaria la palabra primordial. Y cuando en 2004 rompió el silencio, regresó el poeta al poema y de allí al libro, una celebración tuvo lugar. Dije “celebración”, no dije “fiesta”. Son cosas muy distintas. Una se realiza en el jubiloso ámbito recóndito de la lectura. La otra en la frívola reunión social. El poema restituía al poeta su condición de tal. Había habido un regreso. Sí así se prefiere, en una forma profana de la resurrección Mux ponía a consideración esos papeles cuya respiración antes que nosotros había aspirado una mujer. Y había justificado una mujer. Porque un poeta siempre escribe por amor a alguien, por más distante, imaginario, desaparecido que esté o por más que haya perecido. Le sigue escribiendo en tal caso a su memoria. Y muchos escriben desde la falta. O sobre todo por ella. Todo poeta escribe a una escucha. Y cierro con esto: la ceremonia previa a la escritura, el placer de la escritura, el placer de los lectores, imaginado en la escena de lectura indefinidamente gratificante para el poeta. Como un regalo. Como un premio. Como el don invicto al que un mortal puede aspirar. El de encontrarse y reencontrarse con sus semejantes en una ceremonia con quienes  se conocen y se reconocen en sus palabras. Ilimitadamente.


Adrián Ferrero (La Plata, 9 de noviembre de 1970)