Foto: Griselda Mux. Archivo de la talita dorada |
NÉSTOR MUX: EL POETA DEL LÍMITE
El poeta
Néstor Mux acaba de cumplir 50 años de poesía. Y ha publicado una antología que
es un recorrido por su producción, titulada Nadie
le pide que escriba. 50 años de poesía (1968-2018) (La Plata, Libros de la
talita dorada, 2019). Les propongo como hipótesis
de lectura de la poesía de Mux la noción de límite. Esto es: leer a Mux es ser protagonistas
de la experiencia del límite hasta alcanzar el orden de lo ilimitado. Habrá
límites impuestos al hombre de distinta naturaleza que aparecen, como veremos,
en su poesía. A continuación, si les parece, los iremos desgranando.
Leer a Néstor Mux es un acto de austeridad
combativa en primer lugar. Hay por un lado una intimidad que se preserva con
celo (en su doble acepción de cuidado y de deseo erótico). Pero también hay un
desprendimiento producto de una generosidad que se percibe en la palabra misma.
No porque la palabra sea dispendiosa o se dispense de modo irresponsable. Sino
todo lo contrario. Se prodiga reflexiva, meditada, selectivamente. Se deja caer
con medida. Se dispensa la palabra en la medida en que nombra la experiencia
humana. Porque Mux se entrevera con los asuntos del hombre. Y, más ampliamente,
con los asuntos de este mundo. A partir del universo de orden material o, si
así se prefiere, sensorial, conquista un vuelo brutal hacia las cumbres de lo
metafísico, sin acudir a metáforas teatrales. Solo en este y no en otro
sentido, me atrevería a afirmar que se trata de una poesía que de lo particular
inductivamente conduce a la meditación abstracta. El pensamiento abstracto es
producto siempre de una reflexión que tiene su origen en una escena y no al
revés. No existe un a priori teórico en Mux (afortunadamente) que ingresa al orden
de lo poético traducido en pensamiento especulativo buscando en él fundamentos
o argumentos en lo humano. O como marco teórico de sus poemarios
(afortunadamente también). Existe este lado del mundo, en el que los seres humanos nos amamos con el cuerpo y con la
emoción, nos dejamos cautivar los unos por los otros, cultivamos ese otro amor,
el entrañable de los hijos. Y, por último, el del ocio de los domingos, en que
entre manteles largos y un tiempo sin prisas conversamos distendidamente con
amigos mientras arreglamos el mundo. Hasta que el domingo languidece, llega su ocaso
y debemos de modo irrevocable regresar al universo del trabajo, de la
alienación, de todo aquello que no tiene la gratuidad del diálogo
contemplativo. Este es un límite.
El cuerpo
de la mujer se percibe en toda su sensorialidad, en toda su plenitud y al mismo
tiempo en toda su belleza. Pero a esa unión sucede una distancia luego de que la
cópula fugaz tan anhelada ha tenido lugar. Y ese “cuando ya nos creíamos salvados”
que es evidentemente el momento de la unión más esperanzado, se disuelve como
el agua en el agua. Ya no somos el uno de la cópula sino que de modo
intolerable y fatal se nos restituye esa identidad en la que regresamos al yo. Pese
a la convivencia amorosa más estrecha debemos reconocer una irremediable separación.
El hombre está solo. Estamos solos. Todos. Pese a convivir estrechamente,
amorosamente. Hay una unión imposible. Segundo límite que consterna.
Nadie le pide que escriba, Libros de la talita dorada, 2019 |
La
experiencia del límite nos pone frente a la experiencia del absurdo. Es aquí
donde leo a Mux desde El mito de Sísifo
(1942) de Albert Camus como también lo haré desde El hombre rebelde (1951), también de Camus, a su debido tiempo. En
efecto, todo lo anterior era dador de sentidos para el yo lírico. Y para el
hombre. De ahora en más, el límite, la experiencia del límite, será una figura recurrente
que al trazar una divisoria fundamentalmente entre sujetos, postula el sinsentido.
Extraviado, el hombre se debate por comprender lo incognoscible. Por lo tanto, percibe
la angustia de la condición humana. La ilusión de eternidad deviene no sólo límite
y sino limitación. ¿Frente a qué nos sitúa Mux? Nuevamente recorta la condición
humana y la describe en su dimensión más descarnada. Somos carne arrasada. Hay
un tiempo devastador. Vivimos en un tiempo que ha arrasado con los grandes
relatos, según les resultaría conveniente a los agoreros. Un tiempo que ha
degradado a la poesía misma. La ha bastardeado porque la poesía, que era el
bastión de la palabra intacta, de la palabra preciosa, de la palabra que es
gesto insurreccional por excelencia, pierde su sentido originario. La palabra que
conjugada de una cierta manera, la acertada, resultaba pieza deslumbrante,
ahora ha sido degradada a mercancía o, peor aún, confinada al inservible desván
en el que se vuelve inofensiva. Deviene así pose fatua para algunos. Narcisismo
ególatra para otros. Para los peores, objeto de desprecio. Porque, ¿cuánto gana
un poeta?, ¿cómo se gana la vida un poeta?, ¿ser poeta es trabajar? Este me
parece un punto culminante y pondré deliberadamente el acento en él. Porque
para cualquier poeta tener en claro el fundamento de su trabajo resulta primordial.
Como resulta primordial tener en claro su objetivo. En efecto, ser escritor es
un trabajo. Y es una profesión. Y es un compromiso con ético/ideológico además
de estético. No una afición ni un pasatiempo. Un hobby de domingo. Es un
trabajo que requiere del cincel de la memoria de muchas lecturas y mucho estudio.
Del entrenamiento con el estilete filoso y delicado para saber qué guardar, qué
apartar, qué preservar, qué eliminar para el poema una vez que ha sido escrito
o cómo será escrito. Consiste en la esgrima entre el silencio y la palabra que
ha de devenir composición musical. El poeta debe administrar la materialidad de
los signos, su significado y sus sugestivos sentidos. Potenciar todo ello. Y
luego están para Mux, como para muchos de nosotros, los tiempos negros de la
Historia. Ese territorio que preferiríamos olvidar pero que sería un acto de
mala fe cometer. Ese momento retorna desde una zona soterrada e inolvidable del
receptáculo de la memoria con dolor por aquellos que nos han arrebatado los
sicarios. Constituye un estremecedor capítulo del sentir del poeta, que no
puede borrar el shock del miedo, que perdura en el cuerpo como huella y que lo
hace ingresar también en la trama de la Historia. Es el territorio de la
pérdida y del duelo. Hay una borradura. Entre esos amigos que estaban en el
frente y este yo lírico que se mantenía en la combativa rebelión de la escritura
(Camus) junto con la desaprobación de lo que sucedía, guardándoles las espaldas
de la dignidad a estos amigos. Ellos han sido liquidados. Y esta sustracción de
presencia por llegada de ausencia le provoca zozobra y conmoción. Le resulta intolerable
a un hombre justo, a un hombre noble y a un hombre sensible, atravesar el dolor
y la prepotencia de los violentos. Sin embargo Mux publicó durante la última dictadura
militar. Está luego ese largo silencio, un silencio activo diría yo, en el que
el sujeto emitía un plasma para que, luego de ser debidamente macerado, llegara
el momento del estallido del poema. Ni antes ni después. En el momento preciso.
Y un silencio en el que por ausencia y por sustracción de palabra su presencia fue
más fulminante aún. Si hizo falta ese prolongado silencio fue porque se hizo
luego necesaria la palabra primordial. Y cuando en 2004 rompió el silencio, regresó
el poeta al poema y de allí al libro, una celebración tuvo lugar. Dije
“celebración”, no dije “fiesta”. Son cosas muy distintas. Una se realiza en el jubiloso
ámbito recóndito de la lectura. La otra en la frívola reunión social. El poema restituía
al poeta su condición de tal. Había habido un regreso. Sí así se prefiere, en una
forma profana de la resurrección Mux ponía a consideración esos papeles cuya
respiración antes que nosotros había aspirado una mujer. Y había justificado
una mujer. Porque un poeta siempre escribe por amor a alguien, por más
distante, imaginario, desaparecido que esté o por más que haya perecido. Le
sigue escribiendo en tal caso a su memoria. Y muchos escriben desde la falta. O
sobre todo por ella. Todo poeta escribe a una escucha. Y cierro con esto: la
ceremonia previa a la escritura, el placer de la escritura, el placer de los
lectores, imaginado en la escena de lectura indefinidamente gratificante para
el poeta. Como un regalo. Como un premio. Como el don invicto al que un mortal
puede aspirar. El de encontrarse y reencontrarse con sus semejantes en una
ceremonia con quienes se conocen y se reconocen
en sus palabras. Ilimitadamente.
Adrián Ferrero (La Plata, 9 de noviembre de 1970)