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Adevo Di Cianni, en casa de sus padres de Barrio Monasterio, circa 1993 |
HACIENDO TIEMPO PARA VER AL ANALISTA
Sobre un papel para limpiarse la boca
se empecina en demostrar
que está escribiendo versos
como bien pudieron haberlo hecho
Fray Luis, San Juan de la Cruz
o el mismísimo Dante.
Y lo hace ciertamente y escribe
con una potencia digna
de mejor inspiración,
pero que le basta y le sobra
para convencer al mozo
que escribir versos
puede ser también la cuerda
que haga saltar una lágrima
o explicar entre ceja y ceja
el páramo de una cara
cuya boca no ha besado
nada en años
ni hablado nunca
de verdad con nadie.
Sabe que sólo le queda el tiempo
de una cerveza para salir de allí
antes de que deban decírselo.
Sabe también que después no habrá
más que calles y veredas ennegrecidas
por una luna de licantropía,
y el tilo apenas oculto contra el cual no
se atreverá a orinar esa cerveza que el mozo
está esperando que termine.
Porque entonces harán falta
jugos gástricos de boa
para digerir caminando
las baldosas de cada cuadra
antes de verlo al analista,
con quien deberá hablar
"de ciertas cosas"
como un ciego puede hablar
del pozo ciego
que lo sigue hasta su almohada.
Pero ese búho es perito
en abismos humanos
y humanista incansable
en eso de gastar
hasta el último gallo
de la madrugada
escuchando inocencias
de todas las tinieblas,
alumbrando con luciérnagas
resbaladizos escalones
de recovecos egipcios.
Piensa que tendrá que ir
por esa luz mientras aparece
como un tren a las nubes
el colectivo blanco,
rojo, negro y vacío
que en poco más de una hora
pasará por la puerta de su casa,
ante la ventana de esa pieza oscura
donde nadie podrá haber
que lo escuche pasar
en tanto pasa y se va,
tal vez en el mismo momento
en que no habrá manera
de atreverse a orinar contra un tilo
tan implacable cerveza,
y sin saber aún qué pueda ser
lo que habrá de revelarle al analista
si es que finalmente se atreve.
HORMIGAS
Finalmente haré eso,
miraré hormigas,
me pasaré una hora o más
mirándolas
con la objetividad de un científico
y el interés de un oso hormiguero.
Sentado sobre tres ladrillos del huerto,
y tal como Galileo miraría las estrellas,
me pondré a mirar con ojos bien abiertos
como esas oscuras criaturas sin seso
se adueñan con indiscutible facilidad
y una convicción envidiable
de una hoja de acelga.
Me pasaré toda la mañana
viendo como destrozan el limonero.
Las observaré,
las seguiré,
las estudiaré
como Sócrates estudiaba su alma.
Me pasaré todo el día
acechando a tan tenaces
y eficaces hoplitas del huerto,
comprobaré el alcance de sus estrategias,
cantaré la ruda epopeya
de sus prolijas emboscadas,
como un Homero sin pretensiones
y con la vista buena.
Estaré todo el día
contemplando hormigas,
con la pasión de un entomólogo
que ha dado con una especie nueva.
Me estaré sin dormir toda la noche
para no perderme nada
de esa belicosa actividad de tártaros,
de ese polvillo energúmeno.
No desperdiciar un segundo
de sus preciosas vidas tan a merced
de un incesante instante lleno,
de la acción más pura y absoluta,
tan cargadas siempre
de una motricidad más que sagrada,
y de microcéfala sapiencia.
No perderlas de vista,
no dejarlas nunca,
no perderlas nunca,
no encontrarme nunca.
BUSCANDO UN ALMA FUERTE
Mientras la lluvia y el viento
despueblan las calles
y salvo tu madre que teje
-como un árbol tu madre teje-
junto al calor de la estufa,
nada tienes que hacer
o deshacer, salvo
ser mínimamente
y mirar por la ventana
la aviesa lluvia de la calle
y una tarde descalza
que se te va de las manos
con pasos de mendigo,
y porque es o está claro
que tampoco hay nada
para decir o pensar,
si hasta tu nombre
que has escrito en el vidrio
con caligrafía de náufrago
ya no puede retener
tu más elemental referente,
es porque al finalmente
ya no hay luz o manera
de que te valgas solo,
salvo buscar la puerta y salir
a ocultarte en la lluvia
antes de que también
tomen tu alma,
salvo en la calle, te dices
porque entrar o salir
de cualquier cine,
iglesia o bar,
podrá ser entonces
pavorosamente
lo mismo,
es que finalmente sales
a buscar la sombra
y la rambla de la calle 66
y esa casa a oscuras
que no pude ocultar
las pisadas de ángel
de esa especie de Sócrates
que bien pudo ser capaz
de pedir de pie
otra vuelta de cicuta
y salir a caminar
hasta que se le pasen
las ganas de estar
en otra parte,
en otro cuerpo
que fuera menos templo
o ermita,
y ha de ser por eso
que te quedas ante esa
puerta apagada
porque nada te cuesta
suponer bajo esa lluvia
que tan ilustre semejante
bien pudo vacilar alguna vez
antes de entrar a una casa
donde el fuego del hogar
nunca lo esperó encendido,
tal vez ya con los ojos
del postrer Edipo
sabedor de la Verdad
y sin una Antígona a mano,
debió lo mismo seguir solo
con la esencial ceguera
humana hasta el último trago,
por si en una de esas
Dios es y se vuelve,
y se vuelve,
y los mira
Y nos mira.
PARA SABER QUE ESTABAS
No voy a olvidar esa llovizna antes del alba,
y mi irremediable indiferencia al salpicarme
en las baldosas flojas de tantas veredas
a oscuras para llegar hasta tu casa.
Y de mi cabello empapado,
de mi ropa y de mi cara,
porque no se me ocurrió pensar
que hacía falta un paraguas.
No me podré olvidar
de la abismal proximidad de tu casa
y de las casas vecinas tan a oscuras
como tu casa varada en la negra arena de la noche
ante la cual me detuve como un viento negro,
como un hongo helado y negro,
como el último dinosaurio que no quiso irse.
Me he jurado no morir sin acordarme antes
de tu empapado jardín,
de la cavernaria sonoridad de esa lluvia
golpeando en cada baldosa del patio,
y la puerta cerrada
y las ventanas cerradas:
tu ventana tan cerrada
y tú,
dormida,
tan cerca y tan lejos,
tan infinitamente lejos,
que por eso mismo
jamás sabrás de aquella madrugada
en que empapado y solo
como un viento caído de la luna,
me llegué un momento a tu vereda
para pensar únicamente
que estabas allí.
MAR DE AJO
(Febrero de 1984)
Mar,
cielo animado,
universo sonoro que tocamos.
Me atraen como sirenas
las revueltas estrellas de la espuma,
el arcano circuito
de tus escamosos cometas,
tu infinita, abismal
garganta de felino.
Mar,
Atlántico,
nocturno,
me quedo fascinado ante una ola,
soy una hoguera paulatina,
una tímida erección
que quiere ser de alga o de coral,
mi corazón bruscamente marino
para siempre.
Mar,
me llenas de reencuentros,
me recuperas como a un río arrepentido,
me niegas como a una roca
a la que hay que desgastar
un poco.
No podía ser más a tiempo.
Necesitaba esta soledad en el mar,
esta noche en el mar,
solo o a solas.
Para no morirme.
Y era el mar,
todo el mar
y su pequeña tierra
para ese gesto cósmico y hostil
conque me echa de su azul
como una botella sin mensaje,
como un navío roto
en la primera ola o toro
con una prepotente cornada de espuma
que pondría cada cosa en su lugar,
con una definitiva y casi condescendiente
patada en el trasero.
Tortuga de tierra
de nuevo en casa,
debo ver por la ventana
el anémico belfo de un viento
sentado sobre la carroña del tiempo
que mató de un campanazo
a la misa de once.
Veo las ventanas vecinas
cerradas como ojos de topo
y a tres palomas comunes como el agua
que se quedan en el aire como nubes de mayo
para que piense que existen modos
de felicidad que nada tienen que ver
con los míos
y pienso,
gaviota lunar,
en ese otro azul
que no es el cielo
y que no está.
Y me le hace agua la boca
de solo pensar en el mar,
en sus leones azules
y en sus toros de sal.
No hay manera de verlo.
No hay manera de escucharlo.
El mar es el planeta
y está tan lejos de mis pies.
Mi planeta azul
sin una gaviota
que venga a delatármelo.
Pero este corazón enternecido
es un presidio de sirenas
si no puedo ver el mundo,
es decir, el mar,
la mar
y su pequeño cántaro de arcilla,
de engreída arcilla.
DEL CÁNTARO DE KHAYAAM
Tibia, como el pecho de una joven paloma, es la noche
y suave, como la suave corteza de los duraznos
y clara -tan clara- porque la luna tiene esta noche
la primigenia fascinación de una hoguera
y el núbil envoltorio de una rosa callada,
tan callada, que salvo algún grillo embriagado en la luna
no escucho más que mis pasos de prófugo
sobre la profunda soledad de unas veredas
enriquecidas de fragantes tilos.
Conmovido, me detengo suavemente ante mi sombra
que sigue repitiéndome con canina fidelidad.
Indignado, pienso en ese torpe derroche por nada
que habrá de cometer alguna vez la vida
cuando se decida por no contar ya más
con un corazón como el mío, Oh, noche
si hasta yo aprendí a ser de tus entrañas,
respirando entre tanta seda, bajo tanta luna,
con esa soledad que es la medida
de este corazón tan dulcemente insuficiente
gracias a ese vino azul que tiene mucho del cántaro
del que bebió Khayaam antes de que la luna
lo buscase en vano.
LAS NOCHES DE HOY
¿Qué fue de los dioses,
se pregunta tu alma con nostálgico espanto,
de los malignos y monstruosos demonios,
caprinos, dentados, antropomórficos,
malvados heraldos de la mala vida y de muerte
que no dejaba nada sin temblar?
Ya nadie recuerda a esa última bruja azul
que ni siquiera quemaron.
Pero quieres ese miedo,
te es necesario ese miedo,
esa pavorosa ansiedad,
esa angustia sumisa y bienhechora
que solía acabar al invocar al numen.
Porque te es inhumano este miedo,
esta angustia inexplicable y banal
que como opacas pulgas de lata
te reduce cada noche,
con sólo saber que no se es más
que una terca estaca de carne
ferozmente clavada en una existencia
de cartón pintado.
EL TIPO ESTÁ BIEN
Es un buen fuego el que hizo,
mientras se le da por pensar que el último pájaro
que cantó sobre esas ramas
se murió de mudo y de viejo bajo la última escarcha.
La noche, que empezó en el monte,
se ha echado a sus pies como el perro de Odiseo,
esperando algo de esos intensos huesos de rubíes.
Hasta el viento que buscaba un río
se va a quedar como un corsario manco
queriendo desenredar el fuego llama por llama
con tal de llevarse algo de esa pedrería
que el tipo cuida con el palo indicado.
Arriba es un osario de secas estrellas
que alguien estará cubriendo con algo
como arena revuelta en nubes de desierto.
El ya puede escuchar desde el viento
que no le deja en paz el fuego
a esas olas como de cerdos malignos
que siguen partiéndose ciegamente
contra las oscuras barrancas.
El tipo está bien.
Tiene el fuego que vino a buscar,
ante el cual se ha sentado como un escapado del cielo.
Tiene a mano su madriguera bajo un tala,
el pan, el vino y una bufanda
que recién en la madrugada se atará al cuello.
No trajo ni revólver ni perro.
Sólo una Biblia que no abrirá en toda la noche.
Es que vino a escuchar únicamente
el viento entre los cardos de la noche,
las olas y el fuego que se parecen tanto
con la madriguera y el vino tan a mano.
Y esa Biblia a la que tal vez abra el viento
como un monje cansado y sin ganas de hablar.
A ERNESTO SABATO
Y será cada vez más difícil
poder dar con sus ojos y hablarle
de esas cosas que empezaban siendo
un mal atardecer a solas o solo
ante una ventana o el banco
de un rincón que no tenía por qué ser
el parque Lezama o el inmundo Riachuelo,
pero que era lo mismo si después
había que agarrarse muy fuerte
de lo que sea para no acabar sentado
y atado a una pared abandonada
en el lado oscuro de la nada.
Y ya menos de mis poemas y cuentos
que solamente usted hubiese sido digno
De leerlos, pero ya no (¿para qué?)
Porque nada hoy parece digno de leerse,
Salvo algo de esos testigos de su martirologio
que usted gustaba recomendarnos tanto.
Pero hoy le digo que ya casi es mejor
que tales cosas hayan tenido finalmente esa suerte:
que usted al final no sepa nada de mí
y que yo sólo lo haya visto una vez
como ese tullido que debió trepar a un árbol
para ver pasar la irresistible presencia de Jesús;
lo pude ver en mi ciudad junto a la guitarra de Falú,
hablando del Lavalle que usted creyó.
Está bien que hoy siga siendo para usted
ese buen desconocido que ya no lee sus textos.
Usted hoy es un anciano ciego de noventa años
que ya ha perdido a Matilde y a algún otro
y yo ya no puedo llegar hasta su casa
con este cuerpo que no está mejor que el suyo,
y ya sin convicción ni ganas de que conozca
ni siquiera al más terco de mis poemas.
Pero si no se va antes y si nuestras paralelas se juntan
finalmente en Santos Lugares o en La Plata,
ya no he de agradecerle aquella abismal compañía
de Pablo Castel, Alejandra y Martín,
Bruno y Fernando Vidal Olmos,
y Agustina y Nacho y Marcelo,
y menos todavía por haberme arrimado a esos tipos:
Kafka, Sartre, Faulkner y algún otro divino desquiciado,
porque entonces ya sólo habría de importarme
que lo puedan ver mis hijos a quienes usted
querrá acariciarles las mejillas
y a mi hija por si anima a leerle algo suyo
que tendrá seguramente más de su eco que del mío.
MIEDO
¿Qué habré hecho
no bien comencé a ser
o antes para que hoy
subsista en mí
este miedo más fiel
que mi sombra?
Este miedo gris
que es cara y cruz de mi carne,
y funesto eco de mis pensamientos
más valientes,
es también un marginal resplandor
de mis entrañas
y siempre frío y negro combustible
de mi corazón jamás dormido.
¿Pero por qué jamás dormido?
Dicen que todo herbívoro de la sabana
jamás duerme más de siete minutos corridos
debido a su eterno depredador
que lo acecha y se relame en las sombras
esperando una sola distracción.
¿Qué depredador me repite en sus ojos?
¿A quién,
pensando en mí
se le hace agua la boca?
Vanamente me pregunto:
¿a quién asesiné en el vientre de mi madre?
¿Qué blasfemia o que bandera atroz
alzó mi mano en su primer gesto a la intemperie?
¿Qué robé o qué?
¿Qué dejé oculto en mi madriguera uterina?
¿Que toqué de niño
para que hoy transpiren mis manos
un frío sudor delictivo
o me sobresalte como un ladrón
si alguien rompe algo a mis espaldas?
Mi casa olía a sacristía
cuando aparecí con mi carne,
esa cueva de murciélagos.
¿Pero ante los ojos de quién
comenzó a ennegrecerse,
a poblarse
de aviesos relámpagos vírgenes?
LA NOCHE SIEMPRE ENCUENTRA SU MENDRUGO
Oso negro y ubicuo,
la noche de mi pieza abandonó su agujero
para beberse la luz de mi lámpara
como un panal partido en dos.
Con la boca petrificada en mi almohada,
hasta me parece escuchar
sus feroces chasquidos de gula.
No tardo en sentir sus fríos lengüetazos
contra mis ojos abiertos de helada hojarasca
nacida de gusanos egipcios
ya hartos de faraones y momias.
¿Existe algo más antiguo que la noche?
Mis ojos obedientes siguen abiertos
bajo un techo que me aplasta las pupilas.
Las rodillas escarchadas del oso
ya se han hincado sobre mis hombros sumisos
en principio para que nunca más ose moverme.
La noche es un oso negro que ya no va a dejarme.
En vano pueblo la mirada con fetos de escualo,
piedras filosas de catapultas ígneas y verdes,
gotas de filosas estalactitas de baba y de sal.
En vano mis mejillas laboran una llama imposible
de ramas verdes y húmedas.
No podrá protegerme el humo de mi cara
impregnada de inocencia,
mientras sean proyectiles las atroces estrellas
que me siguen como beduinos astutos
sobre camellos sedientos que me observan
como chacales merodeadores de ermitas vacías.
Con cuánta autoridad el oso habrá de devorarme hasta el alba.
Igual que un perro hambriento llega el alba
a lamer azúcar gris en mi ventana.
Pero hasta la luz del alba es miel agria y grumosa,
como esa leche ácida que el oso de la noche vomita
en una arcada de gorriones malolientes
con sus plumas mojadas con los jugos gástricos de
la noche.
CON RIMA
Ser la causa de mi sombra,
su razón de ser en la vereda,
son impulsos que esta noche
me sostienen en la tierra.
Con pasos tenues y vanos,
viendo esos pies que me llevan,
vuelvo a casa sin quererlo
por viejas calles desiertas.
¿De dónde vengo? ¿Qué he dejado
para volver sin nada a mi pieza?
Con nadie hoy me he enfrentado
Y nadie me ha cerrado una puerta.
Vuelvo a casa porque sí
por lentas calles desiertas.
¿A quién podrá interesarle
que hoy vacile en mi puerta?
CALLE
Pasa la calle por la puerta de casa,
pasa yendo y viniendo de una a otra vereda
y de un crepúsculo al otro pasa
hasta que es la calle 9 que ya no es de tierra
y debe detenerse un momento en ese flanco granítico
de la cárcel de donde y de pronto escapa un fútbol
como una luna de barro y cuero que da tumbos
sobre el asfalto como la cabeza de Pablo
y que había que ir por ella y como fuera,
y volverla hacia adentro, pateándola
por sobre tan despiadada muralla
cinco, seis, hasta diez veces,
como si fuese la cabeza de Goliat
buscando cuerpo y milagro
bajo la mirada mustia y resignada
de un joven carcelero muerto de frío y de hastío,
y porque justamente desde esa giba de miedo
podía uno ver desde abajo el campanario
de la Basílica como el mástil de un rompehielos
atascado en un horizonte de vitrales de iglesia,
pero con la calle ya sin poder detenerse
por la bajada en alud que parar es imposible
siquiera con las vías muertas de la calle 72
porque seguía buscando la rambla, los tilos
y en seguida el parque cerrado llamado erróneamente
el parque Saavedra y que es mejor,
con árboles nutridos con las cuatro luces
del planeta y tantos bancos para leer
como acostumbraba a hacerlo Benito Linch,
porque era esa isla al mediodía lo que buscaba cada tarde,
su rincón en las raíces salientes de ese ombú como
las garras de una esfinge y tan a propósito
para tomar asiento y abrir cualquier libro de versos
bajo tanta rama y tanto pájaro enseñado por el buen Benito
para creerse perfectamente solo,
eternamente uno y solo,
más como Poe que como el griego del Fedón.
INVESTIGACIONES NOCTURNAS
Tocarás el encendido timbre grana
y entrarás a ese nido de sirenas insomnes,
buscarás la necesaria penumbra
y aceptarás por mera compañía
a la primera que será cualquiera,
y mientras le pagas todo el té
con hielo que haga y no haga falta,
le preguntarás entonces por Charito,
esa uruguaya de soportable mármol
con la que sólo una vez has subido,
hará de eso –pero no debes decírselo-
justamente un año y un mes,
pues deberán creer que no podías
reconocerla así, vestida,
y con vestido sacrosantamente convexo,
y de pie ante la caja y los demás pacientes,
porque te dirán que se ha casado
con el amo, ese jesuita noctámbulo
al que habrá de darle un hijo,
unigénito príncipe heredero de tan bello antro.
Piensa entonces solamente esto:
si el que sabe tanto sigue para esperar esa luz
de quien no sabes angustiosamente casi nada,
ha de ser porque apostó con sabia autoridad
a una serena y larga sucesión de días
y de noches naturalmente transcurridas.
Porque será sólo eso
lo primero y lo único que deberás saber
de esa sirena conversa
para volver a estar tranquilo y dormir
sin pastillas ni rezos.
PARA EMPEZAR A DORMIR
Ya amaneciendo
colgó el grabador
en la mejor rama de un tala
y miró el nuevo cielo
que era puro cielo azul
de la primera hora del cielo
y un alto aire claro
poblado de pájaros
nunca uncidos al yugo.
Miró abajo, alrededor
y vio más talas, más ramas,
más espinas de tala,
más pájaros inviolados
en un aire digno de volarlo,
y un viento con axilas de puma
husmeando caracoles vacíos
y ese cangrejal en la playa
para alejar pescadores y náufragos.
Antes de irse, levantó
el vacío caracol de las barrancas
y se lo llevó al oído para asegurarse
de su invencible vaciedad,
de playa virgen de sirenas
y de navíos rotos y vacíos.
Llevar todo eso a su pieza
para empezar a dormir
como consigue hacerlo un tala
y el pájaro de los talas
y ese viento con axilas de puma
que jamás va a pisar una mazmorra
si en una de esas también existe y viene.
CORTAR CAMINO Y LLEGAR
Ya un millón de años luz
y la nave seguía buscando
la entraña final del universo.
Y siempre era lo mismo,
esa nueva cola de pavo real
de cada nueva galaxia
llena de soles y planetas y lunas
repitiéndose espantosamente
como gotas severamente sucesivas
de un prolijo diluvio sin término.
El más antiguo de los tripulantes,
y forzosamente el más sabio,
volvía a cumplir años ante una
nueva galaxia a la que había
que enfrentar para seguir entrando,
para seguir saliendo al dar con otra
en esa atroz permanencia de infinitas
sucesiones brutalmente parecidas
Se abrió una botella y bebieron,
llorando porque era finalmente la última
y porque se festejaba lo mismo:
un nuevo año a cumplir ante cada nuevo sol
cancerbero de diez o mil planetas yertos o vivos.
Pero el más sabio ya no quiso esperar más
y decidió esperar el necesario descuido de los otros
y que halló cuando los vio volverse ya hartos
de esa infinita armonía más atroz que la nada.
Se arrancó de la boca el umbilical oxígeno
y abrió la escotilla por la que habría de saltar,
con la copa vacía saltó solo y descalzo
porque únicamente solo y descalzo
y saltando y saliendo se podía
cortar camino y llegar.
LA HELADA LUNA DEL VINO
Sobre ramas secas y húmedas
resbalaba fatalmente la araña,
resbalaba hasta dar en ese caos
que ahora será suyo y que la tiene
para ese búho blanco que la ha visto.
Es de mala fiebre esa luna
que está helando la araña que respiras.
Pero te gusta esa insaciable medusa
que pudo enmudecer a tiempo al buen ladrón.
Es una buena luna de licantropía
para pensar cosas como papeles pegajosos
que el viento junta con sus manos de cinocéfalo,
mientras ella va a ponerse sobre el pino
como el cráneo seco y helado
de un caníbal converso
y casi en olor de santidad.
LEÓN AMERICANO
¿Qué si lo veo?
Lo veo andar como un rayo en vilo
por el borde mudo de algún río helado,
viejo y solo como ha sido siempre,
y siempre al borde o al límite
del desvelado olfato de los perros
que lo conocen como se conoce el rayo,
el viento con nieve y el hambre,
y porque saben y les consta
de sus garras y de su tormentoso enojo.
Me lo imagino buscando comer
lo que quedó de esa pierna de res,
cordero o liebre que nunca pudo ocultarle
a esos tercos zorros de la precordillera,
y antes de que bajen la noche y la nieve,
subiendo al alto abrigo de una madriguera
que finalmente pudo hacer suya
en ese ojo de piedra en el pecho de un cerro
donde, salvo él, no llega nadie,
ni siquiera el viento, que se vuelve y huye
con el hocico helado y leporino.
Y súbitamente la ventisca y la nieve
pasando de largo como trenes repletos
de lobos con hambre,
porque dentro de ese nido de truenos
únicamente él y las seguras tinieblas
habrán de estar como se quiera y a sus anchas
cuando se eche muellemente a escuchar
la ventisca y la noche siempre afuera
hasta que el dulce sueño me venza.
Dulcemente lo venza.
CUANDO YA NO IMPORTABA
Teníamos la misma edad,
pero eso debí saberlo después,
cuando ya no podía ser aquel fugaz
y siempre distante adolescente
que debió comparecer ante tanta
torre tan brutalmente repleta
de sí misma.
Ancla del sol parecía ser,
o su rencoroso escudero.
El vasco era un árbol rubio,
rocoso, lapidario,
de altos ojos vikingos
sobre la prieta boca amenazante,
y una mandíbula como para decir
que no hasta en el infierno.
Y manos hechas para empuñar
una espada o la crin de lo que fuera:
un caballo de fuego,
un rayo o un dragón verde trueno.
Y pies dignos del Pelida,
porque pisaban como un león
y como el impala que siempre
encuentra el alba.
En el potrero rompía a jugar
y era un río detrás de la pelota
y el arco rival.
Pobre del que tocara
siquiera un tobillo de su sombra.
Porque tenía la voz de hierro
y el tono de un viento engrillado
que se va soltando
por arriba de un bosque.
Y siendo pura roca y roble
se partió en dos de un infarto,
y fue como si un viento
fuera a romperse la frente
contra un umbral de papel picado
o lo tirase al suelo
el breve corcovo de una mosca negra,
o la baba del diablo le buscara
el cuello con la eficacia de una mamba
negra sudafricana.
EL PINO DEL CUSA
Sigue en pie tu pino, Cusa,
después que la noche parecía llevárselo
escondido debajo de la axila.
Pero sigue allí, en tu esquina,
nuevamente ileso,
limpio, antiguo y fresco,
y con más autoridad que una pirámide
para pasar al día siguiente
sin más razón que sus raíces,
metiéndose en la tierra
como un cometa sagrado
que bien pudo caer mientras nacías,
probablemente desde el pico
de un cisne espantado a balazos.
No hay noche que pueda llevárselo.
Y ya no sirve de nada saber en qué rincón
sigue callando su guitarra.
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Adevo Di Cianni y José María Pallaoro, 1993 |
NUBES
Está bien con esas nubes de la tarde,
con sus distancias tan suaves y límpidas
como una doncella en flor e incólume
que creí ver y que seguí como un perro
o pájaro repentinamente interesado
hasta la laberíntica entrada de un cine
que no podía ser precisamente el Roca
en sus tiempos de más turbia gloria,
cuando a la una y media de la tarde uno
ya podía ser de esos que nunca éramos más
que dos o tres o a lo sumo diez cazadores
furtivos ya listo para huir como helados vampiros
hasta encontrar en ese oscuro fondo de ballena
a la sirena o madre tiniebla dispensadora de guantes
para la recua de onagros de la primera fila,
por si seguía en pie cierto certamen de distancias
después de un poco de Libertad o de la Coca Sarli,
porque entonces no pisaba cualquiera esa palestra,
pero siempre era mejor si se iba solo
con la cara de más y la bufanda del que va a buscar
la contraseña para secuestrar a un obispo
o secuestrarse uno mismo por un rato
en una revuelta luna tibia de fondo borravino
que después será menos tibia y finalmente helada,
tan helada y revuelta como el revés de una bruja muerta
que no obstante seguía dando miedo
porque uno siempre se escapaba llorando
de ese barro revuelto de ciénaga
por más que se saliera en la mitad de la mentira
y el sol en la vereda no fuera ese gran ojo nazi
esperando ver judíos o gitanos y atroces solitarios
frente a una estación de trenes a la que ya le puso el ojo
el que renueva los agujeros del infierno,
y no había entonces el limpio reparo de una ermita
que pudiera compararse a la doncella incólume
bajo esas suaves y límpidas nubes de la tarde.
Sólo encontrarás las pizzerías vacías y mugrientas
a lo largo de la estación y de la tarde
para entrar sin elegir y pedir lo que sea,
pero en vaso y en cantidad suficiente
como para hacerle frente a esas nubes de la tarde
tan lejanas y ajenas como esos senos del cine
y que no te dan nada,
ni siquiera una lluvia venenosa que te deje duro
por mero respeto a una mínima rosa.
PUNTA LARA
El verano era esa noche en el río,
y la luna esa lumbre sobre los buques
que esperaban como bueyes mustios
cuando al pie de las golpeadas murallas
encendimos con nafta el fuego del asado.
El vino era blanco, riojano, frutal,
y fue lo mismo que no hubiera hielo
suficiente. Dos horas después encendimos
con nafta la primera ola respetable
a la que vimos llegar como una Juana prófuga
que se rompió igualmente y como agua
contra las verdes piedras de la muralla.
La luna también era un delfín de llama y semen
buscando ciegamente un momento de la espuma.
Así de blanco fue también el alado pantalón
y los zapatos de esa deliciosa energúmena
que se fue llamándonos llena de luciérnagas,
como una sirena lúbricamente desquiciada
sobre la grupa de un fauno con las llaves del edén
entre el colmillo y la saliva.
Ya era sólo monte cuando entramos a los autos,
y la buscamos lo mismo entre una y otra
luz que finalmente tuvo que ser roja
y entramos agrupados como marranos
en los jardines de Circe,
oliendo a humo riojano y con ojos
de no saber qué hacer con lo poco que quedaba
de una noche que se había desflorado sola,
quemando olas y viejos fantasmas de malos monjes
que no terminaban de morirse.
MELLIZA
Fue la suya la primera boca que besaste,
y mientras llueve piensas que también
será esa lluvia la primera en llegar
hasta su cuerpo buscándole raíces.
Tenías del adolescente todo eso
que duele, preocupa y no sirve.
Ella era una gitana floral,
o más bien jazmín del aire
buscando su savia en las esquinas.
Dicen que sola perdió el himen
sobre la turbia grupa del caballo de su padre.
Que de vez en cuando la noche
la robaba para hacerla suya,
galopando hasta el alba.
La cita había sido en una esquina
donde como lobos cansados
paraban esos vientos de la tarde
que ya la conocían.
La esperaste sentado una hora
sobre una bicicleta prestada,
hasta que la viste llegar
acompañada de un viento
que no dejaba de levantarle la pollera.
Y no se dijeron nada
y te besó,
porque te morías por un beso.
Y en seguida escaparon porque sí,
o por nada o por todo,
o porque uno de los vientos de esa esquina
te había mojado la oreja
y a vos te importaba únicamente
defenderte de ella.
Hoy puedes decir que nunca se han amado
y que no había por qué.
Te importaba solamente ese beso de empezar
y alguna cosa más que te dejó después
ya no sabes cómo y que hoy ya no importa,
melliza.
CADA VEZ MÁS
No puedo ir porque no puedo,
y porque no es lo mismo si me llevan,
y no es porque Dios, que no está allí,
no pueda estar aún en parte alguna.
Pero me desespera no poder ir ya
a la catedral, solo y con un libro
de algún poeta maldito o bendito
para estar como tantas veces he estado
ante la luz crepuscular de los vitrales
y con ese tronar de las calles de la tarde
que se vuelve adentro el fascinante eco
de un murmullo como de expulsados jesuitas
condenados a seguir en alguna de las lunas de Júpiter.
Y menos aún podré ir a ese zoológico
un martes a la tarde y si es invierno,
por si en un si acaso todavía siguen estando
aquellos lobos como de mala niebla
que me vieron llegar cierta tarde
pisando hojas prehistóricas,
como un pariente no tan lejano
que trae la llave de la jaula.
Y ni qué decir que ya no es posible
aparecerme en otra tarde de brutal invierno
en ese mero cangrejal que es Punta Piedra,
y encender un fuego para toda la noche,
contra un viento que hamaca a una calandria
suspendida en el mechón de tan salvaje matorral,
y armar ante el fuego una madriguera de lona
donde abrir una botella de vino tinto
y la Biblia por si en una de ésas
la abro al azar y no quiero dormirme
de tanto súbito gozo.
REGALO
Nunca te regalé un estrella, me dijo
de espaldas al jardín babilónico
que colgaba de las paredes
en la puerta de calle de su casa.
Ya es tiempo. Justamente ahora
tenemos encima a las Tres Marías.
A ver. La de la derecha tiene arriba
una estrella pigmea que apenas se ve.
¿La ves? Como un abrojito de luz,
como una luciérnaga clavada a un alfiler.
Sí, ésa. Sé que la vas a cuidar.
Bueno. Ya es tuya. ¿Te reís? Reíte.
Después cayó el asteroide
que se llevó a los dinosaurios,
y otras cosas más,
seguramente no tan pesadas
y con menos radio de alcance.
Ella también cayó:
gota a gota,
fue cayéndose toda,
hasta no ser más
que la muda estalactita
de un pasado que acostumbra
a guardar todo.
Pero una noche de Navidad
miré el cielo entre tanta
vana pirotecnia revolviendo
la noche y la vi:
la enana parásita,
el abrojito de luz,
la luciérnaga todavía sujeta
al alfiler encima de la tercera estrella
y bajé los ojos
hasta la brasa del asado
ya encanecido y mudo
sin poder reírme
porque ya no había por qué.
NO ESPERAR MÁS
La luz de la lámpara cierra
sus luminosos nudillos de ángel noctámbulo.
El vaso de vino helado llega
y va a ponerse bajo la luz
como un faro de impaciencia.
La hoja blanca es una mejilla de sirena
que se expande como un pavo de luz
ante tanta noche a mano.
La lapicera en mis dedos espera
como una caña de pescar ante la boya
que flota sin moverse ni hundirse
en un lago donde puede morar
hasta la ballena que se tragó a Jonás.
Espero. Mientras ladran los perros,
ladran los gallos y los grillos
y también ladra la luna.
Hasta que el pez azul quiere subir
a calmar o matar la tentación
de salir a ser el dulce prisionero
de dos alas de águila o ángel:
sube, llega, es con un mensaje
en su boca generosa y azul de buen pez:
conseguir de una buena vez
algo finalmente bueno:
los diarios de Kafka.
Preguntar en una de viejos.
No esperar más.
Leer eso,
Y leer solamente.
Ya todo ha sido escrito y olvidado
con pavorosa justicia.
Menos los diarios de ese judío.
y el de eso otro que supo caminar
Sobre las aguas como si fuese
El empedrado de la Vía Apia.
VILLA ELISA
(1976)
Pegábamos a la pared piedras portuguesas
de caprichosos bordes que te hacían pensar
en remotas bahías, filosas jorobas,
en cuernos minoicos y de grandes demonios
que debías justificar vinculándolos
con un martillito de duende sabio y caprichoso.
Después vi esa piedra con punta de cohete verde
y algo pasó: pasó algo que sólo sentí o pensé,
y que llegaste a escuchar, porque con cierta
manera piadosamente lateral te acordaste
de la hermana que nos acababan de arrancar
los verdes escualos del mar negro.
Me señalaste una bicicleta en el patio,
una calle de tierra, prieta y desierta,
entre cipreses helados y un basural en su término
por si aún o en una de ésas quería tirar algo.
Se llegó como pudo hasta el primer ciprés
y volví a esas piedras que no podían entonces
recordarme un solo verso de Pessoa,
pero sí a Guernica en carne viva y muerta,
mientras me alcanzabas el primer vaso de vino
blanco con Lina hablando de amasar tallarines
porque había pensado que seguían gustándome.
TREN DE LA ANTIGUA NOCHE
En la calle 72 alguna vez pasó el tren.
Y a diez cuadras de mi cama,
desvelado y con miedo,
todo podía cambiar y era bueno
si de pronto silbaba el tren
entre mi almohada y tanta noche suelta.
Porque entonces uno
pensaba en las más bellas distancias:
la del mar, la de las sierras,
la de la azul y luminosa montaña
más allá del mar o ante el mar,
y si de pronto faltaba tanto
para esa otra mala distancia
que había hasta el primer gorrión
del alba y lo escuchaba venir
por tanta calle de tierra y detenerse
con tanto polvo levantado
ante mi ventana y mi padre
diciendo que no
diciendo que no
que no
que no
y el tren se iba
se iba
y se iba
con el primer gorrión
del alba
picando boleto
boleto.
ALBAS URBANAS
Desde ese banco lateral junto a una fuente
cuyo chorro de agua no podía ser rezo ni canto,
la catedral fue paulatinamente lo primero
en descubrir el rosado topo del alba.
Pero cómo desenmascaraban después esos hoplitas sin ojos
los desiertos bordes de la gran plaza cuadrada,
los engreídos edificios entre el Municipio y la Curia
y todas las palomas volando como peces alertas
por una tan recientemente muerta ante mis pies,
bajo el ojo de ese escualo súbito y alado
marrón fuego y con espadas al que todos
sabemos instalado en el cubil de la cúpula,
ya inalcanzable, invencible,
por más que se diga hasta en los diarios
que se escapó del zoológico
y que lo sabe muy bien el mismísimo Arzobispo.
LIBROS 49
Mucho John Lennon,
mucho Pink Floyd
y mucho jazz
y todo lo que bajaba
del caballo verde
en esos diez años
de flores amarillas
y una peste de insomnio
que alcanzó para dar
con el ombligo de Adán
en el bajo vientre de Maldoror.
Yo salía de los cines
tenebrosamente solo,
buscando libros como un monje
con más ojos que una noche
boca abajo.
Entraba. Era tan bueno
entrar entonces.
Itaca o los libros:
Yo, el Supremo,
y Pedro Páramo,
Mulata de tal
y Teresa Batista
y Tres Tristes Tigres
que sólo una vez dejé escapar.
Y tanto Neruda en una sola mesa,
y Antonio, Miguel y Federico
y Mao hasta en su poesía.
Hasta que vi el patio de la escuela
y la ascensión por la tiza
cuando abrí el libro y leí:
“ Y la hizo Pasifae”,
pero escapé hasta el principio
donde se hacía inmortal
un paraguas roto bajo la lluvia
y la noche en París
que llenaba de relámpagos
los ojos de la Maga,
y como no me alcanzaba el dinero
intenté robarla y no pude.
CINE SELECT
¿Qué hacía ese pastor brasileño
anunciando al Dragón con tantas ganas,
caminando con pasos de oso hormiguero
por la vana cima de una pantalla
muerta como una paloma blanca
bien muerta?
Y mientras tanto la lluvia
del atardecer y del domingo
que parece no resignarse
a ser esa helada margarita
que deshoje una cabra,
y se para ante el café de la esquina
que tampoco podía ser el mismo,
salvo esa mesa en la ventana
ante la calle y la lluvia
que se enrolla en las ruedas
de los pocos y vacíos colectivos
de un domingo al que le han robado
la foto carnet del documento.
Pedir una Legui será recordar
La Fuente de la Doncella
y Cuernos de Cabra,
Trenes Rigurosamente Vigilados,
Teorema y el Séptimo Sello,
Ocho y ½, La Dolce Vita
y Amarcord tantas veces.
Pedimos lo mismo esa Legui
ante la lluvia y los gritos
de echar al Maligno
y que por suerte ya no podían
llegarnos.
Porque es una suerte
que uno ya no esté solo
ante desmanes tan infames
y que no sirven para nada.
MIENTRAS LA LUNA SE AZULA EN LA VENTANA
Todas las noches se tira a escuchar
a esos evangelistas de allende el Río,
para lo cual bastará dejar con cierta constancia
una oreja volcada convenientemente hacia una radio
que ya nadie querría sacar de su mesita de luz.
Porque ya no le sale hacer más
para impedir que ese jíbaro hijo de pulpo
siga haciendo de las suyas con los suyos
cada vez que deberá reducirse a esa borde de la cama
que tan familiarmente le permiten.
Los escucha noche a noche, con resignación
y como un vicio que lo puede o le permite
o porque ya no le quedan fuerzas para ir a sentarse
a su escritorio y ver qué pasa con la prieta blancura
de esas últimas hojas tan ferozmente impolutas.
Porque entonces se deja llevar por esa cómoda condición
de ancla tirada muellemente en una arena de bahía
y los escucha a todos como se escuchan aves y vientos
del otro lado de la muralla china.
Entonces le cuentan que Adán, Abel y Abraham, y Job y Jacob,
y el rey David, y más que el rey, Absalón, Absalón,
y el vino de Caná y el de la Ultima Cena,
y el Sermón del Monte o el Monte Gólgota,
y el Verbo de Juan y los gritos de Pablo,
y otra vez Juan, esta vez en Patmos, preparando las valijas.
Pero cuidado, pastor, con creértelo,
por esos quince años de no mover el dial
cuando va a echarse en ese borde de cama
que tan sumisamente acepta,
y porque también lo hacía sin remedio
cuando se sabía lo suficientemente sano
como para ir a sentarse ante una hoja en blanco
o salir a caminar porque sí hasta los umbrales
de un amanecer bajo los árboles del parque Saavedra.
Porque siempre fue para dormirse,
y dormir, se dormirá únicamente
cuando empiece a ser ese viejo puma patagónico
que cada anochecer seguirá llegando solo
a la ronca montaña donde está su guarida
que no comparte siquiera con el viento,
y donde finalmente se echará a dormir como sea
y con la misma autoridad de un dinosaurio.
GRUPO DE FAMILIA
Domingo,
la mañana azul
y el sol subiendo
como un globo fugado
de un cumpleaños
festejado en la cárcel.
La tercera campanada
de la parroquia da las nueve
a los escasos creyentes
que aún concurren
por las dudas.
Mi padre,
que toca el armonio del coro,
y mis hermanas,
inevitables coristas,
ya abandonan el espejo
tras los retoques finales
de sus mansas conciencias
envidiablemente intranquilas.
Mi madre,
increíblemente retrasada,
vuelve a componer los tallarines
que ha amasado en el alba
sobre nuestra vieja mesa de madera.
Ya se fueron a misa,
y nada podrá ser
cada domingo
más irreductible.
Llega mi hermano,
el otro insomne,
trayendo en la boca
esa risa oscura y visceral
que buscará sacarse en una ducha,
y la noche transcurrida
minuto a minuto
en la viscosa jungla de sí mismo.
Y yo,
que vengo de otra jungla
(aunque sea la del huerto de mi padre)
con el mate en la diestra
y la noche en los ojos
como un laberinto
minuciosamente recorrido
sin la ayuda del hilo
y de una Ariadna que he dilapidado
como un hijo pródigo con el padre muerto
en otra parte.
¿Debo confesar que escribo?
Con aguas de qué Jordán,
mojado,
objetivamente limpio,
cantando,
vuelve a irrumpir mi hermano.
Le alcanzo un mate
para que se calle
y sigo en mí
como un Cuasimodo
acariciando febrilmente
su campana preferida.
Antes de perdernos hasta la noche
en nuestras respectivas madrigueras,
nos quedamos un momento
mirando
los tallarines sobre la mesa
que en el alba ha amasado
mamá.
|
Con los padres de Adevo, 1993 |
De Investigaciones nocturnas, libro inédito de poemas /
“Querido José María: Tanto vos como yo, hemos vivido cosas de todos los colores en la vida. Apostamos a muchas cosas que no siempre dan el resultado esperado. Yo quiero mandarte esta esperanza. La encontré en Blas Pascal, cuando renunció a la alta matemática porque los números no le dan un sentido a la vida. Y se hizo cristiano...
Con respecto al libro, te digo que no es el resultado de 50 años de trabajo. Es uno más de los muchos que llevo armados. Fue escrito de un saque y con una orientación específica. No puedo agregarte más, porque no tengo más elementos que los que están en el mismo libro `Investigaciones nocturnas´...
Un fuerte abrazo, hermano José María. Barrio Monasterio, 29 de enero de 2023.”
Adevo Di Cianni es Profesor en Castellano, Literatura y Latín / Poeta y escritor / Nació en La Plata el 8 de agosto de 1954 / Vive en Barrio Monasterio / Fotos: jmp / diciembre de 1993 / Archivo de La Talita Dorada /