ERNESTO FAUSTINO URTUBEY La única certeza del viaje

 

EL GRINGO JOHANN KRAUSE

 

         Hacía dos días que la nave había llegado a puerto y a pesar de ello, se hallaba como perdido sobre cubierta. El gringo Johann Krause tenía en su puño derecho un papel, un pedazo de hoja entre los dedos que contenía la única certeza del viaje, la dirección donde debía presentarse ni bien llegara a Buenos Aires. Le habían asegurado que allí le darían trabajo y  jornal; que tendría suficiente comida y, con un poco de suerte, su propio catre. Aun así, Johann, no podía ocultar su incertidumbre dibujada en las arrugas de ese papel que seguía en su puño a pesar de haber memorizado el contenido. ¿Cómo se le revelaría el idioma español tan alejado de su origen alemán? ¿Cómo el sabor del agua y los alimentos que aún no conocía? Le habían contado que los salvajes del lugar habían impuesto la costumbre de chupar con bombilla una infusión amarga y desabrida; que los gauchos no conocían la cerveza y en su lugar tomaban aguardiente y caña, dos bebidas alcohólicas imposibles de ser comparadas con las de origen europeo. En definitiva, todo eran dudas y temores viscerales, que apenas podía neutralizar pensando en la dirección que llevaba en el papel. 

         Aunque lo intentara una y otra vez, no podía quitarse de su cuerpo el vértigo provocado por alta mar; las olas habían calado su metabolismo y, al menos momentáneamente, esa sensación, le había quitado su habitual seguridad en todo lo que emprendía; como si la luz de su semblante se hubiera apagado para siempre. La pecosa y áspera piel bávara de rostro y las manos se habían marchitado después de cuarenta días a pleno sol en cubierta. A simple vista, mostraba la expresión que llevan los enajenados con sus párpados pesados y las pupilas dilatas -como si los ojos estuvieran enfocados hacia el alma-. El carguero había logrado cubrir la distancia prevista en menos tiempo de lo calculado anticipando, así, la llegada. De manera que las cosas se precipitaron ni bien el barco llegó a puerto. Muy temprano, en la mañana del día siguiente del arribo, cuando ya se había descargado la totalidad del cargamento, y justo antes de poner pie en tierra, a Johann se le iluminó el rostro.

         -¡Oh mein Gott!, exclamó, mientras pegaba un salto al continente y la sangre le devolvía el color a su cara; era como si el contacto con tierra firme le hubiera devuelto su naturaleza terrenal.

         -¡Oh mein Gott!, repitió una vez más ya con ambos pies decididamente recuperados del constante bamboleo. Y comenzó a caminar, primero muy lentamente y unos segundos después, con total seguridad, recuperado. Paró, se acomodó su chaleco y la bolsa sobre el hombre izquierdo y entonces fue que pronunció por tercera vez la misma locución germánica.

         -¡Oh mein Gott!, pero esta vez, con más convicción y energía al ver una joven nativa a pocos metros que se alejaba del lugar. Entonces, sin soltar el papel con la dirección en su puño, Johann inició una carrera de obstáculos entre el gentío y los bultos que se concentraban abigarrados en el muelle. Parecía un atleta en el tramo más difícil de su entrenamiento, saltando, esquivando, haciendo lo necesario para no perder de vista a la joven. No todos los viajantes dan cuenta de las diferentes maneras de caminar que tiene el ser humano de acuerdo al lugar donde se encuentre; sin embrago para Johann fue evidente que jamás había visto mujer que se desplazara con la gracia de ese cuerpo en vaivén. La criolla caminaba haciendo síncopa con la cola de la trenza y sus espaldas, que, cada tanto, giraba su cabeza para un lado y para el otro, como agradeciendo tanta admiración por sus naturales dones. Mientras, el sol de la mañana hacía  resaltar cada uno de los colores del puerto en contraste con el inmenso río. Y era evidente que ningún otro hombre, en aquella circunstancia, captó como lo hizo Johann la conjunción de circunstancias que hacían de esa mujer alguien especial.

         Para lograr sortear la distancia, tomando el camino más corto hasta el terraplén en el que se encontraba la joven, Johann tuvo que sortear una masa compacta de rústicos estibadores. Lo logró sin amedrentarse, simplemente dando empujones a la voz de ¡Bitte!, algo así como “por favor”, pero sorpresivamente, los buenos modales no sirvieron. Nadie le prestó la mínima atención. De modo que decidió recoger el guante e incorporar el primer aprendizaje. Nada de “Bitte”, lo que debía hacer era imponerse a empujones aprovechado de su tamaño y altura al que sumó el pesado bolso que llevaba sobre los hombros. Porque no había dudas que sobresalía por su aspecto de recién llegado y en apuros, pero a los locales que se encontraban allí, -habituados a los extranjeros-, en ningún momento se les ocurrió facilitarle el paso. Johann, acalorado de pies a cabeza y con la luz del sol iluminando su rostro como una roca, comenzó a empujar hasta que logró su objetivo. Liberado del conglomerado humano, todo era espacio libre hasta la muchacha y cuando alcanzó a la joven, cuando la tuvo frente a él, clavó su mirada en la de ella haciéndole sentir que se encontraban en lo más alto de un volcán y entonces ambos sintieron que ellos eran magma a punto de estallar. Eclipsados, hieráticos por un instante, contuvieron su respiración y todo se detuvo, incluso el tiempo. Hasta que al unísono estallaron en una espontánea alegría. Entonces se acercaron un poco y él se animó a extender la mano para presentarse.

         -¡Johann Krause!, dijo. Y ella, veloz como para llegar a tomar la mano del extranjero antes que él la suya, le contestó.

         -Dionisia, para servirle, mientras bajaba la mirada. ¿Qué otra cosa debería seguir ahora? De alguna manera, se habían topado en su camino con un tesoro apenas oculto que sólo ellos apreciaron. Lo que seguía era tomarlo para que no se les escapara.

         Dionisia cubrió el pan fresco de su canasta con un mantel de hilo pequeño, para mostrar que ahora estaría disponible sólo para él y, en el mismo sentido, aunque un tanto más elusivo, Johann guardó el papel con la dirección en un bolsillo. A partir de ahí, comenzaron a caminar sin dejar de mirarse una y otra vez, de sonreír, ganados por los nervios y la expectación, felices sin importar nada más. Él, a golpe de vista reconstruía en su cabeza cómo se vería ella de frente y de atrás, caminando como lo hacía en ese momento a su lado; ella, parecía dejarse llevar a puro instinto por ese extraño Neptuno y su penetrante olor a mar abierto, con eso tendría suficiente para  no dormir por mucho tiempo invadida por nuevas emociones. Lentamente se fueron alejando del lugar donde se encontraban, como si lo que estuvieran haciendo fuera un premeditado ritual de escape. Un rato después, ya habían abandonado la portuaria vocería de los muelles. Tan simple como haber quedado uno con el otro, que ahora era lo único que necesitaban. Caminaron juntos, sin hablarse, en el letargo del mediodía que los invadía con perfume a flores silvestres y acompañados por la suave brisa del río.

         Buscaron el aire fresco que provenía desde los sauzales. Era un lugar que ella conocía muy bien desde su infancia; allí, las calandrias del mediodía se elevaban para iniciar su canto en pleno celo. Y todo se transformaba en una gran fiesta. De alguna manera Johann comenzó a conocerla cuando la vio cómo se integraba naturalmente a ese paisaje. Captó la felicidad que le provocaba a Dionisia ese lugar amado por ella. Unos minutos más tarde, el horizonte comenzó a fundirse donde el río era acariciado por pajonales y juncos. La calle de arena oscura y húmeda se integraba poco a poco a una inminente orilla de agua dulce, del agua de ese gran río. Primero fue ella y luego Johann la siguió al quitarse ambos sus sandalias y botines. Descalzos, comenzaron a percibirse de otra manera. La arena los conectó con el silencioso universo subterráneo bajo sus pies hundiéndose en la rivera, en el paisaje de un extremo y lejano río al sur.

         Todo ocurría en aquella precaria aldea que rodeaba al puerto de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires. Él detuvo un carro tirado por un caballo, un carro que se transformaba en un despacho con surtido de alimentos. Remataba su carácter de negocio ambulante, un improvisado cartel ofreciendo “Mazamorra”. Allí, el alemán compró un trozo de parmesano y una botella de chianti recién llegado de los barcos y, con las últimas monedas de su morral, unos buñuelos remojados en grapa que guardaría para el postre. Aprovisionados, Johann y Dionisia cayeron rendidos a la sombra de unos sauces. A partir de ese momento ella se ocupó de todo. En un pequeño espejo de agua de río, se lavaron sus manos y sus caras. Luego ella desplegó un pequeño mantel con perfume de azahares sobre el que dispuso la comida, un cuchillo y un jarro de latón. Con ese tazón consumarían su primer acto de intimidad, al posar, cada uno a su tiempo, sus labios sobre el mismo borde. Cada tanto, levantaban sus cabezas para mirarse a los ojos, ella con mayor insistencia porque no quería perderse el espectáculo de verlo comer por vez primera a ese hombre de frente amplia y manos perfectas y del que ya, lo sabía, estaba enamorada.

         Poco a poco también iban alcanzando cierta proximidad de sus cuerpos. Los asaltó un endemoniado deseo que les hizo sentir la incomodidad de la ropa sujeta a sus pieles y en los más alejados extremos de sus cuerpos, una sutil descarga eléctrica que los impulsó naturalmente a tomar posesión, uno del otro.

         Ella decidió interrumpir, al menos un instante más el estallido de ambos, poniendo en los labios de aquel hombre, -que observaba extasiado los muslos de ella-, un trozo de damasco para que saboreara, mientras la recorría con la mirada. Algo estaba a punto de suceder, algo que se había liberado para siempre y nacía de un desbordante derroche de felicidad. Y en el mismo instante del eterno revés de la tarde, el perfume de las malezas de verbenas color lila junto al tibio sol, consumó el sacramental momento; dimitieron entregando ese torrente a sus labios para dejarlos chocar suavemente. Y sucedió, Johann, como si lo hubiese despertado la más bella explosión de fuegos artificiales, se acordó del papel en su bolsillo. Un poco más allá, apenas unos cientos de metros, todo en el puerto era un colosal engranaje humano que ignoraba aquella magnífica revolución que muy de tanto en tanto se produce en el universo, un amor en sintonía con la eternidad que se queda sin tiempo.

 

 

Hay otra versión, más breve, de este relato

Ernesto Faustino Urtubey (La Plata, 16 de febrero de 1959 - City Bell, 14 de septiembre de 2020) / fotos: jmp, archivo de La talita dorada

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